lunes, 31 de mayo de 2010

Fuera de series

He cerrado una biblia y, casi empujado por el despecho, he abierto otra. No, ni me he apuntado a unos cursos de ‘teología para el desconcierto’ ni he sido poseído por George Borrow. Me refiero a la biblia del guionista, a ese documento en el que se encuentran todos los rasgos de una serie: desde la descripción de personajes, su pasado, sus trabajos, hasta su manera de relacionarse con los demás. Muchas veces, ese ‘libro sagrado’ puede llegar a tener más de cien páginas. Admito que me encantaría echarle un vistazo a la que sirvió a JJ Abrams de germen para crear Perdidos (Lost). Me gustaría conocer si realmente en esos folios se daba tanta importancia a los “perfiles psicológicos” de los personajes como quieren hacernos creer ahora los guionistas Damon Lindelof y Carlton Cuse. No me levanté a las 6.15 de la mañana para ver el capítulo final, en directo, en Cuatro. Estaba tan cansado que seguí durmiendo y en mis sueños le di las gracias, de modo figurado, a los padres de Adam Hinkley, el creador de las redes p2p, por haber traído al mundo a ese hombre, por mucho que le joda a Ángeles González Sinde. Me alegré de no haber sucumbido al despertador porque el acontecimiento histórico de la retransmisión simultánea del último capítulo le vino grande a Cuatro y no solo tuvo problemas con los subtítulos sino que incluso se zampó seis minutos del episodio que los madrugadores no vieron. “Pero hemos emitido los 85 restantes perfectamente”, dijo Elena Sánchez, la directora de contenidos de la cadena. Y se quedó tan ancha. Pasé todo el lunes escribiendo, tenía que entregar un guión para El Club de Pizzicato, y aislado del mundo: no conecté la televisión, no leí la prensa, ni siquiera entré en el Facebook,…todo para que nadie me lanzase un spoiler a la cara. Creo que el final de una serie es lo que la convierte en histórica, casi en mito. Ese broche único, coherente y sin embargo asombroso, con el que se despidieron series como Los Soprano, A dos metros bajo tierra y si me apuras hasta Friends, no se encuentra en Lost. No les voy a contar el final. Sólo apunto que una serie que ha sustentado sus pilares en el sobresalto continuo, que se ha basado en los asombrosos giros de guión, que ha creado un universo propio para atrapar en él al espectador, no puede luego afirmar que todo eso era “el contexto” desde el que contar una historia de personajes y cerrar la serie de la manera más previsible, más convencional y menos sorprendente de todas. Leo que la revista Entertainment Weekly ha publicado los 20 mejores finales de series de televisión y le otorga a Perdidos el séptimo lugar. Claro que la lista premia con el primer puesto el cierre de Newhart que, en su momento, puede que fuera totalmente revolucionario pero que hoy nos tiraría al suelo de la risa: todo era un sueño. Recibí la llamada del programa Hoy Empieza Todo, que dirige Ángel Carmona en Radio 3, para que hablase de qué va a pasar ahora que ha terminado Perdidos. Expliqué que el vínculo de un adicto a una serie de televisión es muy similar al que se tiene en una relación de pareja. De hecho, en ocasiones, entran en juego los mismos sentimientos. Con Perdidos podríamos decir que fueron cinco años de relación maravillosos, con sus pequeñas crisis, siempre salvables, pero que en el último año ya notamos que la cosa no iba bien y…bueno…lo dejamos. Lo importante es que, por mucho que nos marque una relación, comprendamos que siempre se vuelve a empezar de cero. Y puestos a recomendar series con las que superar este amargo final, aquí les dejo algunas propuestas, como indiqué en la radio: True Blood -si eres fan del género, en la era mojigata de Crepúsculo, da gusto ver a esos vampiros de un pequeño pueblo de Louisiana disfrutar de la ‘vida’-, Breaking Bad –un anodino profesor de química de instituto que, ante el alud de problemas a los que se enfrenta a los 50 años, decide sacarse un dinero extra cocinando el mejor ‘cristal’ de la ciudad. Impresionante su protagonista, Brian Cranston- y Treme –acaba de empezar pero promete. Detrás de esta historia sobre los habitantes de una Nueva Orleans devastada por el Katrina está David Simon, el guionista de The Wire y el padre de la frase “que se joda el espectador medio”-.

Y qué mejor manera de clausurar esta semana que rodando el capítulo piloto de mi propia serie. En una España devastada por el déficit, el actor José Martret y yo hemos decidido escribir y dirigir una comedia nada blanca y muy poco familiar sobre los personajes que visitan la barra de un bar. Tenemos un reparto estupendo –no escribo nombres porque me pasaría de texto, seguro- que ha colaborado con nosotros porque les divierte el proyecto. Es la clave de los malos tiempos: generar tu propio trabajo, unir esfuerzos y talentos, sentirse vivo aunque todos te digan que “la cosa está muy mal” y confiar en que, al final, alguien apueste por ese resultado y poder seguir trabajando de lo que nos apasiona. Por cierto, la serie se titula On the rocks. Para ir haciendo promoción…




¡¡Qué ganas de que empiece!!!

viernes, 28 de mayo de 2010

Hablando de semen

“Si te dicen que el semen español es de baja calidad pero efectivo en embarazos, ¿tú qué piensas?” Eso me soltó Marta la pasada tarde mientras el camarero nos servía dos cafés bombón y nos miraba con esa expresión que pone un señor decente ante una película de Pasolini. “¿Me puede cambiar el bombón por un cortado normal?”, le pedí al camarero. “O mejor uno solo”, cambié de opinión. Marta no pilló la metáfora que se escondía en mi cambio de comanda e insistió con el asunto. “Para ti, ¿qué es un semen de baja calidad?” Los ocupantes de la mesa contigua ya habían interrumpido su conversación para concentrar toda su atención en la nuestra. “Ha dicho un estudio del Instituto Valenciano de Infertilidad que el semen nacional es de calidad baja en volumen, movilidad y concentración pero es de los más efectivos para lograr el embarazo”, explicó Marta. “¿Crees que ese estudio abre la posibilidad de que se entienda el semen para otra cosa que no sea la concepción. Porque digo yo que si un semen es efectivo para el embarazo, es de buena calidad, ¿no? A no ser que estemos hablando de…” “Su café solo”, dijo el camarero en un tono que molestó bastante a los de la mesa de al lado, que estaban más interesados en las palabras de Marta que yo mismo. Empecé a mover el sobre de azúcar con un ritmo frenético. “¿Sabías que el hombre que inventó el sobre de azúcar alargado se suicidó?”, apunté en un claro regate de la conversación. “¿Qué pasa? ¿No quieres hablar de semen?”, me dijo. “Pues no Marta, qué quieres que te diga, no me apetece hablar de semen, perdona que no sea tan desinhibido como tú”, contesté. Cinco minutos después, estábamos hablando de eso mismo. “Sólo nos superan en poca calidad los belgas y los turcos”, apuntó Marta. “O sea, que somos los terceros por la cola. Y nunca mejor dicho” –añadí-. “No seremos muchos, no seremos rápidos, no estaremos muy concentrados, pero en hacer hijos no hay quien nos gane”. Marta me miró como si me hubiera poseído Torrente. Luego se dirigió a los de la mesa de al lado y les pidió disculpas en mi nombre. El caso es que acabé contando la historia del inventor del sobre alargado de azúcar para volverme a ganar su confianza.

miércoles, 26 de mayo de 2010

La mejor serie de todos los tiempos


Ojos de carnero degollado, melancolía y cierta irritabilidad ante las explosiones de afecto. Claramente estamos incubando una depresión navideña en pleno mes de mayo. La otra tarde, mientras mareábamos con la cucharilla una nube de leche, empezamos a hablar de temas intrascendentes, que son los que realmente nos definen. De hecho, estoy convencido de que si en las tertulias radiofónicas o en programas como 59 segundos, en lugar de discutir sobre política, crisis y nacionalismos, hablasen sobre sus actores favoritos, si te gusta o no te gusta el chicle y de qué sabor lo prefieres o cómo viviste la pubertad, descubriríamos aspectos humanos mucho más sorprendentes que los que ya sabemos. Porque esos detalles, aparentemente sin importancia, son los que dan esencia a la personalidad y no la militancia en una determinada ideología. En nuestro caso, como viene siendo habitual desde que la programación televisiva se convirtió en un despropósito para mayorías, hablamos de series. Las series es lo único bueno que puede verse en televisión actualmente; y te diría más: gracias a las redes P2P, ni siquiera necesitas televisión para poder disfrutarlas. “¿Cuál es la mejor serie de todos los tiempos?”, preguntó mi amigo Santi. Y el grupo, que hasta ese momento había estado flotando en una apatía desoladora, empezó a reaccionar. “Retorno a Brideshead”, dijo David. “Sí, Ministro”, añadió Santi. “Los Serrano”, dijo Encarna y todos hicimos que no habíamos escuchado nada. “Twin Peaks”, apuntó Marta. Y estuvimos de acuerdo en que la serie ideada por David Lynch podría ocupar ese honor si no fuera por lo mal cerrada que está. Eso nos llevó a ajustar más el veredicto y acabamos ante dos finalistas: Perdidos y El Ala Oeste de la Casa Blanca. Y como no nos poníamos de acuerdo, Santi dictaminó: “Perdidos es a las series de televisión lo que los Beatles a la música pop. Y El Ala Oeste de la Casa Blanca sería el Mozart de la música clásica. No se pueden comparar”. Y estuvimos de acuerdo. Hasta que la serie de JJ Abrams pegó carpetazo y lo hizo de la manera menos sorprendente. Los finales son tan importantes, o más, que los principios. Por ejemplo, Los Soprano o A dos metros bajo tierra están, cada una a su estilo, mucho mejor cerradas que Perdidos. En el clímax del debate aparecieron nuevos títulos, algunos en cuarentena todavía (True Blood, Damages, Arrested Development, Treme) y otros casi confirmados pero a la espera de superar el implacable paso del tiempo (The Wire, Breaking Bad, Mad Men). Consensuamos la teoría de los finales. Todos menos Encarna, que no había visto ninguna de las series de las que hablábamos y aprovechó para incluir la proposición, no de ley y fuera de plazo, de Anillos de Oro.

martes, 25 de mayo de 2010

Sidney Pollack




El 26 de mayo de 2008, murió Sidney Pollack.

Uno tiene la sensación que Sidney Pollack pertenecía a un grupo de realizadores, como el otro Sidney (Lumet), que pasa discretamente por la historia del cine, sin la repercusión mediática y ostentosa de un Spielberg o un Tarantino, pero va dejando su huella, dosificada, dispersa entre diferentes ámbitos de la profesión, pero absolutamente indispensable. Si un adjetivo tuviera que definir la trayectoria de Pollack ese sería generoso. Como actor, se vestía del histórico secundario que servía la escena en bandeja al protagonista pero sin dejarse eclipsar por él. Le vimos de representante de actores en Tootsie, junto a Dustin Hoffman; como doctor que descubría que Meryl Streep estaba muerta en La muerte os sienta tan bien, como el personaje que hace replantearse la relación de pareja a Woody Allen y Mia Farrow en Maridos y mujeres, o convertido en el inquietante compañero de fiesta de Tom Cruise en Eyes Wide Shut, a las ordenes de Stanley Kubrick. Como productor, hizo posible que Ang Lee nos diera su versión de Jane Austen en Sentido y sensibilidad, que Anthony Minghella nos descubriese a un sorprendente Jude Law en El talento de Mr. Ripley, que Michelle Pfeiffer nos deslumbrase vestida de rojo y cantando sobre un piano en Los fabulosos Bakers Boys o que Tony Gilroy rodase Michael Clayton. Pero donde su talento generoso llegó a niveles admirables fue en su filmografía como director. Regaló papeles históricos a Dustin Hoffman, a Robert Redford, a Barbra Streisand, a Meryl Streep, a Jane Fonda, a Paul Newman y a una larga lista de estrellas norteamericanas. Con las películas de Sidney Pollack sucede como con los álbumes de fotos: que uno no es consciente de lo que ha vivido hasta que los abre. Cuando su fallecimiento, víctima de un cáncer, truncó su carrera, acudimos a consultar su filmografía y nos dimos cuenta de la cantidad de trabajos maravillosos que nos ha dejado y de las emociones que sentimos viéndolos. La angustia que nos generó Danzad danzad malditos, una historia que no envejece y que perfectamente podría adaptarse a la sociedad actual, a los mileuristas que buscan salidas que les permitan pagar la hipoteca y poder seguir viviendo; o las carcajadas arrancadas con Tootsie, un filme en el que el director salió victorioso de un enfrentamiento a un género que no era el suyo, aportando a la comedia un toque de verdad que la convirtió en única. Y Ausencia de malicia, y Las Aventuras de Jeremias Johnson, y La tapadera,…pero si hay dos películas que si un mitómano como yo olvidase en este obituario, merecería ser desterrado para siempre al infierno de los traidores: Tal como éramos y Memorias de África, que le valió un Oscar como director. De la primera, me sé de memoria el diálogo final entre Katie (Streisand) y Hubel (Redford) en la puerta del Hotel Plaza de Nueva York. Y les juro que cuando irrumpe la partitura de Marvin Hamlisch, ya estoy llorando. Y de la segunda, creo que la secuencia en que Denys (Redford) le lava el pelo a Karen (Streep) es ya historia del cine con mayúsculas. Emotiva obra maestra con la que uno puede homenajear el talento de Pollack cualquier día de la semana, a ser preferible de noche y con una copa de buen vino cerca. Va por usted, maestro.



Vampiro vs Zombie

Lo que más nos gusta en esta vida es un cachondeo. Y si la juerga viene acompañada de una capa de Kriolán, una buena sombra de ojos y un Sorbitol con colorante rojo, eso ya...no tiene nombre. Y como los americanos son mucho de un espectáculo, Halloween acabará, si no lo ha hecho ya, devorando por los pies al tradicional Día de Todos los Santos. La impactante escena con la que inicia Pedro Almodóvar su película Volver, ese traveling circulando frente a una legión femenina aseando las tumbas familiares como si fueran su segunda residencia, nunca mejor dicho, acabará convertida en material de filmoteca, de archivo histórico para consulta de futuros antropólogos que crecerán en un país en el que los vampiros, los travestis de Transilvania y, por su puesto, los zombies, convertirán en polvo las flores de las lápidas. “Cómo nos puede gustar tanto disfrazarnos”, me comentaba Marta mientras se difuminaba el maquillaje a lo Morticia Adams. “Lo hacemos todo el año, más allá del carnaval. Nos disfrazamos en Navidad, en Halloween y hasta en Semana Santa si me apuras”, añadió. Tampoco me pareció tan extraño. Antaño, los disfraces tenían una connotación religiosa. Los hechiceros de las tribus se ponían pieles de animales encima para obtener sus habilidades. “Qué curiosa coincidencia, mi tía Josefina se acaba de comprar un abrigo de piel de zorro”, apuntó Marta. No dije esta boca es mía, que en todas las casas cuecen habas. “¿Cual es tu disfraz favorito de Halloween?”, preguntó Marta. “El mío es el vampiro”, declaró. “Adoro a ese ser. Y no sólo por su capacidad succionadora, que valoro mucho, sino porque representa la ilusión de la inmortalidad. Y con ese punto romántico que nos obliga a tenerle compansión por no poder amar ni odiar, por carecer de sentimientos,...” “Tranquila Mary Shelley”, interrumpí. “El zombie está en su mejor momento, muy superior al vampiro”. Y apunté lo mucho que me interesaba el nacimiento capitalista del zombie, porque en el fondo nace de un deseo implacable por obtener mano de obra barata, ya que proviene del vudú, de la intención de unos hechiceros por emplear a los muertos como esclavos. “El zombie es el personaje terrorífico favorito de los empresarios, fijo”, añadí. “Además, lo espeluznante de los zombies no es su rapidez en el ataque, ni su fuerza; es su cantidad. Al ser una maldad contagiosa, se multiplican como conejos”. En ese momento llamaron al timbre. Era nuestro amigo Josep disfrazado de Mayor Oreja, sonriendo con 'extraordinaria placidez'. Creo que fue lo más sobrecogedor que he visto en años. Más que el zombie y el vampiro juntos.

domingo, 23 de mayo de 2010

España es un 'cuadro'

Están por todas partes. Y todos llevan la misma camiseta. Viajando en el metro, esperando en la cola del supermercado o sentados en el capó de un coche, justo delante de mi balcón, fumándose un pitillo como quien no quiere la cosa. Al principio pensé que eran fruto de mi imaginación. Ahora presagio que forman parte de un larguísimo flashmob de remoto final. Son los sufridores oficiales del fútbol español: los hínchas del Atlético de Madrid. Deduzco que han sido tantos años de resignación que una victoria se vive con la pasión del que encuentra un objeto de la infancia que ya daba por perdido. El caso es que la ciudad entera es rojiblanca. Emplean la camiseta del equipo como una prenda más de su armario y pasean su orgullo castizo por empresas, cines y restaurantes. Empatizo con la satisfacción pero no llego a conectar con la necesidad de demostrarla vistiendo una pieza que, para mí, forma parte de un disfraz. Lo siento. La camiseta de un equipo de fútbol no me representa en absoluto –como no lo hace un traje de luces o un hábito de monje- y únicamente la podría vestir en una fiesta de carnaval. Por eso me sorprende cruzarme con ellos en las situaciones más cotidianas. Lo veo como si después de que José Tomás saliera por la puerta grande de Las Ventas, todos los aficionados se tirasen tres semanas haciendo vida normal pero con una montera en la cabeza. Asumo que mi punto de vista puede desprender cierto tufillo a prejuicio y no me enorgullezco de ello. Simplemente apunto una sensación. Debería asumir esa prenda con la misma naturalidad con la que acepto las camisetas de Los Ramones, especialmente en adolescentes que no tienen ni idea de quienes eran Los Ramones. Sé que lo lograré.

Lo que difícilmente entenderé son las motivaciones que empujan al público, en el más primitivo sentido del concepto, a elegir el destino de su voto, sea cual sea la consulta a la que se le haya convocado. Acorralado por las incertidumbres que llevan asediándome varias semanas -¿soy el único que piensa que el Gobierno improvisa en cada comparecencia? ¿la gente olvidará la oscura hoja de servicios del PP gracias a la encomiable labor de los socialistas? ¿me pondré el despertador a las 6.15 para ver el capítulo final de Perdidos?- asisto con estupefacción al hecho de que Belén Esteban ganase, gracias al voto popular, un concurso de baile sin haber aprendido a bailar ni la Yenka. Una de dos: o en este país nos lo tomamos todo a cachondeo (que tampoco es mala opción con la que está cayendo) o España es un ‘cuadro’. Observo en el Metro de Madrid los carteles sobre los 242 colegios públicos y los 32 institutos que serán bilingües a partir del próximo curso. Lo anuncian a bombo y platillo bajo el eslogan “La educación que queremos” y un contundente “Yes, we want”. Al poco tiempo, varios profesores de inglés, y algún que otro nativo, apuntan que “yes, we want” es una incorrección tremenda, por mucho homenaje a Obama que esconda detrás, y que lo correcto debería ser “yes, we want it”. Lo que les decía, un cuadro.

Me ha llamado Israel Cotes, uno de los propietarios de La Fresh Gallery junto a Topacio Fresh, para comunicarme que, una vez desmontada la exposición de Fabio de Miguel, ya puedo pasar a recoger mi cuadro. Soy propietario de un McNamara. Ya sé en qué pared lo voy a colgar. Se trata de una Fake Marilyn, un lienzo circular en el que el artista ha reinterpretado la Marilyn de Warhol y le ha dado un giro a medio camino entre una alienígena de Mars Attack y la Faye Dunaway de Queridísima mamá en pleno ataque de perchas. Una maravilla que sólo podía nacer de la mente inquieta y mística del auténtico ideólogo de la movida madrileña. Lo pondré cerca de la tele. Esos ojos al revés de la Marilyn McNamara obtendrán un significado especial cuando encienda la televisión.



viernes, 21 de mayo de 2010

Plantillas




He cambiado de móvil. Me juré a mí mismo que esperaría al iPhone pero el día que todos mis amigos se intercambiaron tonos y fotografías a través de su bluetooth mientras yo confesaba que mi móvil no tenía de eso,... aquel día fue demasiado para mi frágil personalidad. Sólo ver sus expresiones al mirarme me hizo pensar que si quería recuperar su credibilidad tenía que cambiar de teléfono. Lo dicho, tengo móvil nuevo: con una pantalla luminosa QVGA de 262.144 colores -una putada para un discrómata como yo-, con un diseño monísimo -tan mono que te vuelves loco para averiguar cómo coño abrir la tapa trasera para poder meter la batería-, cámara de 2 megapíxeles - para hacerme fotos seguramente inapropiadas y vergonzosas-, 3G, para poder hablar desde Estados Unidos y Latinoamérica-en este punto, prefiero no añadir nada; cae por su propio peso- y su bluetooth monísimo para intercambiarme todo tipo de chorradas y virus con mis amigos. Y en mi absurda felicidad, toqueteando todos los rincones del cacharro, descubro que la carpeta ‘Mensajes’ conduce a otra aplicación llamada ‘elementos guardados’ donde me encuentro con 11 mensajes que yo no he guardado. Descubro que son plantillas que vienen predefinidas de casa. Vamos, que los señores fineses de Nokia han elegido los once mensajes más importantes del mundo y que todos debemos llevar en el móvil, en caso de emergencia. No me sorprendió que la mayoría de ellos estuvieran enfocados a una persona de negocios que reenvía contínuamente frases como “estoy en una reunión”, “llámeme más tarde”, “ahora mismo estoy ocupado” (¡ojo, no ‘ocupada’!) o “la reunión se ha cancelado”. Lo que me llamó la atención fue el “feliz cumpleaños”, el “gracias” y un triste “yo también”. No sé cómo son los fineses de nórdicos y fríos en sus relaciones personales pero...¿alguien aceptaría como amigo a una persona que te felicite el cumpleaños con una plantilla de Nokia? Con decirte que ya no envío un ‘te quiero’ en sms por miedo a recibir un desolador “yo también” y, con lo aprensivo que me he vuelto, joderme la historia. Así que, desde que tengo móvil nuevo, cada vez que ‘quiero’, llamo y lo pronuncio. Movistar aplaude esta decisión. Ya se sabe que nunca llueve a gusto de todos.







jueves, 20 de mayo de 2010

La mala educación




El grupo, como una manada buscando agua, ha regresado a la consulta del psicoanalista argentino. “El ser humano es adictivo por naturaleza”, comentó Marta mientras subíamos todos en el ascensor, como ganado con vocación de Big Mac. “Nos acostumbramos a algo y ya no entendemos la existencia sin ello. Mira el móvil, el correo electrónico, internet,...una vez que lo conoces y lo disfrutas, ya no puedes vivir sin él”, añadió. “A mí me pasa algo parecido con los chicos que conozco. Imagino que por eso estoy otra vez aquí”, apuntó Encarna. “A mí me sucede con los centros de bronceado rápido. Oye, que si no estoy morena en febrero, me deprimo”, dijo Emma, que os recuerdo que es rubia. Dentro de la sala de terapia, con esas paredes que alguna vez fueron blancas, sentados formando un círculo, nos miramos con cara de ‘vaya equipo de fracasados que estamos hechos’ hasta que el psicoanalista dijo: “Pará esos ojitos de carnero degollao. Vamos a ser políticamente incorrectos. Vamos a ser maleducados”. Estuve a punto de levantarme y salir de allí gritando auxilio. Si ese hombre, que en sus terapias me había recordado a Videla, se proponía ahora ser maleducado, era más que posible que allí tuviera lugar una desgracia irreparable. Menos mal que Marta me sujetó a la silla porque la proposición consistía en hacer aquello que socialmente está considerado de mala educación y que, sin embargo, nos apasiona hacer. “A mí me encanta mojar pan en el caldito de la ensalada”, apuntó Josep. “Bostezar hasta que se te vea el último empaste”, destacó David. “Rascarme mis partes”, dijo Santi. “Eso ya lo haces”, soltó Marta, con gesto de viajar en metro a las tres de la tarde. “Me gustaría poder mirar a alguien fijamente porque tiene una cara extraña”, interrumpió Emma, mirándome fíjamente. “Oye, ¿eres tonta?”, reaccioné. “Yo preferiría poder dejar a alguien con la palabra en la boca porque lo que está diciendo no me interese en absoluto”, aportó Marta. “Eso ya lo haces”, atacó Santi, con cara de saborear la venganza, como si supiera a ensalada de foie con parmesano. “¿Me estás llamando maleducada?” Creo que cuando Marta intentó estampar la silla en la cabeza de Santi fue cuando nuestro psicoanalista dio por finalizada la terapia. Lo que te decía, es un sádico.

miércoles, 19 de mayo de 2010

La tele de tu vida




¿Te he contado que he empezado a trabajar en la tele? Fascinante, antropológicamente hablando. Debe ser el único sector empresarial del mundo, exceptuando la presidencia de los Estados Unidos, en el que un auténtico imbécil puede llegar a ver realizada su estupidez y comprobar, en algunos casos, que hay una parte de la población a la que le interesa su tontería congénita, que él, por supuesto, considera talento. Algo que también he aprendido en esta nueva etapa de mi vida es que nunca te debes burlar en los pasillos, o en la máquina de café laxante, de ese imbécil con ideas descabelladamente mesiánicas porque, con toda seguridad, llegará a ser director de programación, director de contenidos o el mismísimo director general, cargo que, interesante también, no entiende de discriminaciones por razón de sexo. En eso, hay paridad. Mi psicoanalista -sí, he vuelto al psicólogo...¿qué otra cosa podía hacer?- argentino -sí, he vuelto con el argentino. Probé con uno de madre irlandesa que cuando estaba sobrio era bueno; otro canadiense al que me costaba entender su castellano con acento Celine Dion; otro austríaco que renegaba de Freud y no me dió buena espina; y hasta con uno español que decía que había tratado a Malena Gracia y a Marisol Yagüe. Pero me dí cuenta que el argentino es el único que podía pasarse años dándole vueltas al concepto: “lo tuyo no tiene remedio”- dice que no es de extrañar ese nivel intelectual y creativo en los altos cargos del medio si tenemos en cuenta que el único mérito que se les tiene en cuenta es haber visto televisión...aunque, en los tiempos que vivimos, es toda una virtud. Un mérito que condiciona. No hace falta que te diga que si esta fórmula la trasladamos a un ente público, único lugar en el que las variables no varían, las dimensiones de la estupidez tienden a infinito, especialmente si la televisión cumple 50 años. Dice mi psicólogo argentino que lo malo es que pagamos todos. Pero yo no creo que él pague nada. Para mí, que no tiene permiso de residencia.


(ESCRIBÍ ESTE ARTÍCULO EN 2006 Y ME SORPRENDE LO POCO QUE HAN CAMBIADO LAS COSAS DESDE ENTONCES)

martes, 18 de mayo de 2010

La realidad



Marta dice que ya no va al cine. Y asegura que no tiene nada que ver el hecho de que la sesión de las 16.30 sea la única apta para misántropos como ella. Su nuevo razonamiento tiene más puntos en común con el hecho de que la cartelera sea muy aburrida y que los argumentos más fascinante estén en los periódicos. “Ver el Telediario se ha convertido en algo más apasionante que aguantar hasta la hora en la que emiten Días de cine”, me dijo la otra tarde, sentada delante de la tele con un bol de palomitas. “El caso Garzón, la trama Gurtel, un endurecedor de uñas que puede causar impotencia, una madre asesina a sus dos hijos en un hotel de Girona, un cura se despelota durante la misa,...”, enumeraba Marta. “Solo el final de la Liga ya fue mucho mejor que un plano secuencia de Brian de Palma”. Me dispuse a rebatir su postura con trece argumentos relacionados con la capacidad que tiene la realidad de bloquear el goce, ya que la posibilidad de disfrute solo estaría socialmente consentida en el supuesto de que la desgracia que tuviésemos enfrente fuese resultado de una ficción; de lo contrario, estaríamos ante una depravación. Y en ese instante, Marta me puso delante la noticia de un hombre que se despertó cuando le estaban haciendo la autopsia. “Ni la cheerleader de Héroes”, gritaba Marta, como poseída por el espectáculo. Nos hemos vuelto insensibles a la realidad. Ahora solo puede conmovernos la proximidad de esa realidad. De lo contrario, todo es ficción. Ya vemos el telediario como quien ve cine, sin pararnos a pensar que eso es la realidad, el sufrimiento sin Actor’s Studio, las lágrimas sin colirios, la sangre sin FX, el horror sin mentiras, la emoción sin artificios. Sólo de pensar en ello me he agotado. La realidad me somete y me agota. No me permito el distanciamiento necesario para creer que estoy viendo una trama de serie de televisión. Necesito saber que eso es real para no volverme loco. “Esa es la clave”, añadió Marta. “La única manera de no volverse loco es creyendo que todo eso es ficción. De lo contrario, ¿crees que alguien tendría interés en vivir en un mundo así?”, dijo Marta.

lunes, 17 de mayo de 2010

El amor está en el aire




Aprovechando que el sol hacía acto de presencia en la ciudad, Marta y yo quedamos para tomar unas cañitas en alguna terraza que nos recordase que, hace tiempo, llegó la primavera. Apareció -Marta, no la primavera- con gafas de sol, un rasgo de su estilismo al que tampoco presté mucha atención, ya que ella es una gran aficionada a la gafa como distintivo de autenticidad y privacidad extrema, rollo Telma Ortíz, para entendernos. Pero cuando se sentó junto a mí y empezó a hablar comprendí que ese día había algo más en su cara que un mero complemento. “No be breguntes bucho que he salido pog no hacete un feo”, dijo, en un idioma que pretendía ser español. Su nariz parecía la de Karl Malden y, en un movimiento rápido y clandestino, alzó sus gafas para dejarme ver sus ojos, que eran los ojos de la alergia. NOTA: A partir de este momento, para hacer más comprensible la lectura de este artículo, traduciré las palabras de Marta a un idioma común y conocido, gramaticalmente hablando, y dejaré la mezcla de consonantes en la que se expresa ahora para la comunicación oral. “Odio el ciclo de la vida vegetal. Odio la molesta danza reproductora de las plantas. ¿No podían ser más discretas?”, dijo. “El aire está lleno de esperma”, sentenció, con gesto de neocon. “¿Crees que a eso se refería John Paul Young cuando cantaba aquello de que el amor estaba en el aire?”, bromeé. Pero cuando uno tiene congestionadas las mucosas nasales, se le hinchan los párpados y le salen ronchas en la piel, pierde inmediatamente el sentido del humor. Y es que la primavera, si es que es cierto eso de que la sangre altera, tiene también importantes contraindicaciones. Comprendo la belleza que esconde esa lección romántica de los millones de granos invisibles de polen flotando en el aire, buscando flores a las que fecundar. Pero no me negarán que la poesía puede tornarse en tragicomedia cuando el polen, que para más coña viene del término latino pollen, acaba en tu boca o en tu nariz, al menor descuido. “¿Sabías que a la excitación por oler flores se le llama antolagnia?”, le dije. Y ella amenazó con escupir en mi cerveza.

domingo, 16 de mayo de 2010

Va de drogas


Ha sido una semana rara, como de salsa de restaurante chino, de esas que no tienen mal sabor pero esconden un regustillo del que, en el fondo, no quieres conocer nada más. Medio Madrid celebraba la victoria de uno de sus equipos en la Liga Europea el mismo día que Zapatero anunciaba las diez medidas para reducir el déficit público. El fútbol es así: opio. Pura droga analgésica narcótica. De hecho, estoy convencido que si hubiera sido Diego Forlán el que hubiese comunicado que se bajaba el sueldo de los funcionarios en un 5%, lo mismo sólo iban a la huelga los de la Generalitat. A mí todo esto me dibuja un gesto de gilipollas en el rostro con la impresión de que no se va a borrar fácilmente. Necesito respuestas. Acumulo tal volumen de interrogantes en la vida diaria que mi archivo de preguntas ocuparía los 500 Gb de un disco duro. Me urge recopilar contestaciones, incluso a riesgo de que la decepción acabe siendo mi único aliado. Algunas las presiento cercanas –permítanme que frivolice un segundo pero el último episodio de Perdidos está al caer- y otras… sospecho que se acabarán instalando en mi subconsciente hasta que alguna droga analgésica narcótica me haga creer que nunca existieron. Como esa que me hace dudar si alguien tan alejado de mi ideología, como el señor Rajoy, tiene razón cuando le reclama a Zapatero la eliminación de la vicepresidencia tercera del Gobierno. No veo que en las diez medidas contra el déficit se refleje la devolución, por parte de la Banca, de los millones de euros que se le inyectó, como droga en vena, para que luego presentaran unos informes brillantes de beneficios. Sin embargo, sí leo la suspensión de la revalorización de las pensiones y una chorrada sobre los envases de los medicamentos que casi me provoca un aneurisma. Son tantas las preguntas y tan contradictorias las respuestas que nos ofrecen que podríamos quedar paralizados, de repente, por puro miedo. Congelados en medio de la calle, en la cola del autobús, frente a la caja del supermercado, como en una fantástica película americana de serie B.

Paso frente a un escaparate decorado con el acrónimo de la Televisión Digital Terrestre. Creo que la TDT es el mayor bluff de los últimos años. Ya sé que es pronto para sacar conclusiones tan drásticas pero aquellos que nos hablaban de variedad de canales, de multiplicar la oferta, de crear en España una televisión similar a la americana, con canales a lo HBO, creo que nos vendieron una moto. Lo único que veo en la TDT son películas infames, Sálvame en todos sus formatos y a todas horas, videoclips latinos y teletienda. Eso es todo. Muy apetecible. Muy HBO. Las productoras y las televisiones arriesgan menos que Santiago Segura rodando Torrente 4. Y para colmo de males me aseguran que nadie, de la jerarquía tecnológica pensante, se atreve a anunciarnos que la TDT ya se ha quedado vieja. Que ningún decodificador ni ningún televisor está preparado para recibir la Alta Definición, el HD en el que ya emite, por ejemplo, Telemadrid y TVE –no toda la programación porque hace falta una adaptación tecnológica importante y no está el horno para bollos-. A estas alturas empiezo a titubear. Ya no sé si quiero respuestas. Recibo una llamada de teléfono de Gustavo Jiménez Vera, el director de El Club de Pizzicato, en La 2. Me recuerda que otra televisión es posible y me confirma que el programa, en el que Nacho Pérez de la Paz y yo escribimos los guiones, ha sido nominado a los premios de la Academia de la Televisión. O sea, que estoy nominado. Ya sé que una gran mayoría, consumidora de esa televisión poco compatible con la Ley General Audiovisual, piensa que eso significa que la audiencia puede decidir si abandono o no la casa. En mi caso, la nominación va seguida de un galardón, no de un estudio en el que me van a poner a caer de un burro. El espacio, presentado por el violinista Ara Malikian, las actrices Rocío Calvo y Virginia Carmona, y el gato Pizzicato, es una manera de acercar la música clásica a los más jóvenes, convirtiendo el aprendizaje en algo divertido y con un lenguaje apropiado para aquellos que, nacidos en plena era digital, deben descubrir que ambos universos son compatibles. Pues bien, el programa está nominado, en la categoría de Mejor Infantil, junto a My Camp Rock de Disney Channel y Los Lunnis de TVE. Las buenas noticias son la mejor droga. Tienen mucho de analgésico pero apenas componentes narcóticos. Sólo espero que cada semana alguien se encargue de proporcionarme mi dosis de buenas noticias.

sábado, 15 de mayo de 2010

El diagnóstico rápido


Es el signo de los tiempos. Tenemos tanta prisa, estamos tan ocupados, el volumen de trabajo nos supera de tal modo, que buscamos la rapidez en todos los aspectos y costumbres de nuestra vida. Se multiplican los negocios de comida rápida, las tintorerías te limpian la americana en una hora y hasta los prestamistas se jactan de ser los más veloces a la hora de ingresar en tu cuenta el dinero que necesitas. En esa carrera vital contrarreloj, hay momentos en los que frenamos en seco y nos damos tiempo. El tiempo necesario para entender qué nos está pasando. Ese instante acostumbra a darse en las consultas de los médicos, profesionales que, a su vez, tienen mucha prisa, están muy ocupados y el volumen de trabajo les supera. O sea, que nos despachan con rapidez. Algo que suele molestarnos bastante porque no somos hamburguesas, ni americanas ni 3.000 euros para tapar agujeros. Pues para esas descompensaciones de la convivencia se creó el diagnóstico rápido. Hoy en día, desde el médico de familia hasta el técnico de la lavadora lo emplea y no veas la de tiempo que se ahorra. Tú vas a la consulta con un dolor estomacal y el doctor, tras hacerte cinco preguntas, te diagnostica: “Eso es un virus”. Ya está. Un virus. Llámalo X. No importa que te escuezan los ojos, que tengas un sarpullido rojizo en la piel o que no puedas apoyar un pie; lo más probable es que eso “sea un virus”. Eso es diagnóstico rápido. Si ya lo quieres más pormenorizado -digamos que te interesa saber si tu virus es el de la gripe o el del ébola- haría falta tiempo y, lamentablemente, de eso no tenemos. Y te vas a casa con la recomendación de una dieta blanda y un ibuprofeno. La modalidad tecnológica del diagnóstico rápido (programadores e informáticos son los facultativos del nuevo milenio) es similar, solo que en este caso emplean la palabra mágica ‘software’. Da igual que no te cargue la batería del móvil, que el PC se te bloquee cuando abres el Word o que te aparezca ‘la canica de la muerte’ en ese Mac que nunca se cuelga. El diagnóstico rápido siempre es el mismo: “cosa del software”. Ya no intento indagar más, suplicar una explicación satisfactoria y reclamar una atención más personalizada. No tengo tiempo.

viernes, 14 de mayo de 2010

13 minutos


“La culpa de todo la tiene la televisión y el cine”, dijo Marta. “Vivimos en un mundo dominado por la información y por la difusión. Tenemos más experiencias por lo que vemos, o por lo que otros nos cuentan que otros hicieron, que por haberlas vivido en nuestras propias carnes. Nuestra percepción de la realidad es absolutamente ficticia y así lo único que se consigue es el aislamiento del individuo que, agotado por el ritmo y las obligaciones que le marca la vida moderna, ha convertido su descanso en una entrega incondicional a la ficción, más o menos camuflada, que les acabará adoctrinando suavemente y haciéndoles creer que aquello que han visto en la pantalla responde al modelo real a imitar”. Cuando Marta acabó la frase, nos avalanzamos sobre el mueble bar, para servirnos lo mismo que ella tomaba. “El día que os toque hacer el amor con uno de ellos, yo también me reiré”, añadió, algo molesta. Y es que todo esto comenzó el día que Marta ligó con un estudiante americano en España. El muchacho parecía sacado de un catálogo de Tommy Hilfiger y Marta presumió de novio durante los primeros días. Hasta que pasaron su primera noche juntos. Al principio, nadie se atrevió a preguntar el motivo de su ruptura hasta que un estudio de la Escuela de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Pennsylvania nos aclaró la situación: la mayoría de las parejas en Estados Unidos y Canada consideraban que un coito que durase entre 3 y 7 minutos era “adecuado”, mientras que de 7 a 13 era lo “deseable”. “¡Trece minutos de penetración! ¿Alguien sabe lo que es eso?”, repitió Marta. “Hemos pasado de no sentir nada y ser meras espectadoras de la satisfacción de nuestras parejas a ser su aparato de fitness”. Dice Marta que la culpa es del cine; especialmente del cine porno, que ha difundido la idea de que el acto sexual satisfactorio debe ser prolongado. “Yo quiero placer, que para abdominales ya estoy apuntada a un gimnasio”, sentenció. “Y eso por no hablar de lo que me he gastado en Dermovagisil”. Desde ese día, miramos a los americanos con más recelo, si cabe.

jueves, 13 de mayo de 2010

Speedo


Cada día me asombra más la capacidad que tengo de tirar por tierra mis propios argumentos. Eso, que es un rasgo habitual de la adolescencia o incluso de una madurez acorralada, adquiere un desarrollo cerebral en mí que estoy empezando a creer que en vez de tratarse de una excepción, estoy ante la norma. Yo, con la cana brillante, orgulloso de mi bien llevada madurez, haciendo gala de la reflexión como la mejor arma e inigualable armadura, voy y me compro un bañador de esos que marca paquete. No sé porqué lo hice. Quizá enajenación mental, quizá un pequeño ictus, no lo sé. El caso es que ahora tengo un bañador Speedo negro con dos ligeras franjas amarillas a un lado. “Por lo menos no es blanco”, soltó mi amiga Marta mientras examinaba el bañador, como si fuera una pieza de esas que siempre sobra cuando montas un mueble de Ikea. “Eso hubiera sido imperdonable”, añadió. Confieso que era de esos que se jactaba de haber abandonado el formato slip allá por el 78. “Antes muerto que con cualquier prenda que se me ajuste a las ingles”, presumí en alguna memorable ocasión. Y aquí estoy, hecho todo un zombie. “Otro tanto a tu favor es que no es de esos que ha sacado AussieBum”, continuó Marta. Luego me contó que la marca había lanzado una línea de bañadores fabricados con la técnica wonderjock, que no es otra cosa que el estímulo wonderbra adaptado a lo más íntimo del sexo masculino. “¿La próstata?”, pregunté, pero no le hizo gracia. Marta es de esas que solo ríe sus propias ocurrencias. “Ahora, mirándolo bien, pienso que no me lo voy a poner nunca”, le conté. “Si yo era de bermudas. Luego me pasé al ‘meiva’ y lo más atrevido que he llevado es el boxer ajustado al muslo”, añadí. “Yo que tú, lo usaba”, apuntó ella. “No tienes nada que perder. Después de tener que tragarte tus propias palabras contra el ‘marcaje de paquete’, ya no tienes nada que perder. La palabra es el bien más preciado del ser humano y la tuya vale lo que el single de Pepe Domingo Castaño en una Feria del Disco”, dijo Marta. Y mientras pensaba en si darle las gracias por su apoyo o suicidarme, Marta abrió el periódico, esbozó una sonrisa y me preguntó: “Si tú pudieras gastar 45.000 euros en lo que te diese la gana, ¿en qué te los gastarías?”

miércoles, 12 de mayo de 2010

Escucha ilegal

No voy a hablar de los años que ha cumplido la Gran Vía. Ni siquiera voy a ser tan grosero como para insinuar si está bien o mal operada. Lo que creo es que todas las calles, ya sean arterias, capilares o venas del aparato circulatorio de una ciudad, tienen una historia que contar. Dramática, histriónica, cotidiana, anónima, divertida, admirable,… Caminaba por la acera de mi manzana, sin actitud de paseante, más bien como esa parte de un todo que no sabe apreciar lo que se le antoja como cotidiano, y me encontré con un equipo rodando un spot que inmediatamente reconocí. Hace una semana me comentaron que Televisión Española tenía previsto emitir una campaña de apoyo a nuestro representante de Eurovisión Daniel Diges, el de “algo pequeñito, algo chiquitito”, en la que presentadores de la casa y gente corriente aparecería con una peluca similar al cabello del cantante. O sea, que me encontré con un montón de personajes mitad 11811, mitad Roberta Flack en los 70, de pie derecho en la parada de autobús, fingiendo que la fiebre Diges había subido en toda la ciudad. No importaba que la realidad no fuera exactamente así. Como le sucedía al personaje de Marisa Paredes en La flor de mi secreto, yo también creo que la realidad debería estar prohibida.

Sin abandonar la misma semana, caminando por la Gran Vía, me crucé con Loles León y el actor Jorge Roelas que debían estar rodando algo para televisión. Unos metros más arriba, a la altura del cine Capitol, dos docenas de adolescentes imposibles aguardaban la llegada, prevista para varias horas después, de los protagonistas de la nueva temporada de Física o Química. Ahora lo que se lleva es proyectar el primer capítulo en pantalla grande. Parece ser que la única manera de llevar gente al cine es proyectando televisión. Estoy convencido de que si se emitiera Sálvame de luxe en los cines, en directo, en lugar de hacerlo en Telecinco, la taquilla española viviría un nuevo esplendor. La actriz Cristina Alcázar, con la que trabajé en “D-Calle” y volveré a trabajar en breve, es uno de los nuevos fichajes de la temporada. Deja atrás a la Juana de Cuéntame y se mete en la piel de Marina, una profesora de filosofía mucho más tradicional que la media de ese centro, donde el más tonto ‘poliniza’ tres veces por semana.

Estaba escribiendo este artículo en un Starbucks –explicar qué hacía yo ahí, en lugar de estar escribiendo cómodamente en mi casa, desvelaría algunos secretos que el actor Jorge Calvo no me permite ni tan siquiera insinuar- cuando entraron el presidente de la Sociedad General de Autores, Teddy Bautista, y su amigo Caco Senante. Estos sobresaltos son inevitables cuando se vive cerca de la SGAE. Se pidieron unos cafés y se sentaron dos mesas a mi izquierda. Me invadió un deseo insano de escuchar su conversación. Sólo rescataba palabras sueltas como “despropósito”, “comisión”, “teatro”,…Pero entre el hilo musical del local y el sonido ambiente, era imposible obtener una sola frase clara y concisa. Reconozco que no era el diálogo lo que me motivaba a agudizar el oído; eran esos dos personajes los que me atraían al abismo. Más si tenemos en cuenta que cada día, desde hace varios meses, la sede madrileña de la SGAE amanece rodeada de pancartas en las que se le recuerda a la población que esa entidad de gestión, sin ánimo de lucro, ha comprado dos teatros y dos edificios, con una joyería, una marisquería y 40 apartamentos, aunque nadie sea capaz de explicarnos qué tiene eso que ver con los derechos de autor. Me sorprende también que, según me cuenta un amigo, el director y guionista Peter Jackson (la trilogía de El Señor de los Anillos, aunque me gusta más Criaturas celestiales) les haya reclamado el dinero que ya había recaudado la SGAE por sus películas pero que él nunca recibió. Me sorprende que los medios de comunicación no hayan dado apenas cobertura a los trabajadores despedidos de la sociedad de gestión, dispuestos a ‘largar’ lo más grande de la entidad que ha logrado quitarle el primer puesto a la Agencia Tributaria en la lista de ‘las más odiadas’. Hace tiempo leí que Teddy Bautista decía que en el 80% de las empresas españolas sobraba gente. Él lo llamaba “cambiar los patrones de productividad”. Exactamente eso es lo que ha hecho Internet con la música, el cine, la televisión y hasta la radio, si me apura: cambiar los patrones de productividad. Estaba tan concentrado que ni me percaté que Caco y Teddy (parecen dos dibujos animados) se habían levantado y se habían ido. Me quedé terminando este texto, concentrado en la pantalla sin poder evitar escuchar a las chicas de al lado que aseguraban que una tal Eva era una “calientabraguetas” y que lo que quería era tirarse al novio de una de ellas pero “se va a joder porque antes le corto las manos”. Precioso. Eso me pasa por escuchar conversaciones ajenas.

La meseta preorgásmica


La pasada tarde tuvimos terapia de grupo. O quizá debiera decir terapia de trío, siendo fiel al número exacto de personas que acudimos a la llamada de Encarna. Marta y yo entramos en casa de nuestra amiga que, tras su primera cita con postre sexual en tres meses, estaba al borde del abismo emocional. “¿Por qué las mujeres con poca vida sexual, a nuestro pesar, siempre tememos olvidar ‘cómo se hace’ y nos enfrentamos al acto con tal nivel de autoexigencia que nos cargamos el polvo?”, preguntó Encarna mientras sacaba a la mesa un bollo de mermelada de kiwi acompañando a un té frío. Marta y yo nos miramos, como retándonos el uno al otro a tomar la palabra, cuando Encarna prosiguió. “Cuando el tío me propuso sentir el orgasmo a la vez tenía que haberle dicho que yo lo único que cronometro es el estofado”, añadió. “La mayoría de los hombres son unos dictadores en la cama y no se han dado cuenta que nuestro ritmo vital es otro”, apuntó Marta y se comío un trozo de bollo. Creo que en ese momento se me ocurrió comentar algo sobre la importancia de los preliminares pero Marta no me dio tiempo a pronunciar la primera sílaba. “El orgasmo simultáneo es una gilipollez. Tengo una amiga sexóloga que opina que es una chorrada que se le ocurrió a un grupo de sexólogos americanos que necesitaban clientes. Simultanear una función biológica es casi tan absurdo como pretender estornudar a la vez. El bollo esta buenísimo. ¿Lo has hecho tú?”, soltó así, de golpe. “No. Es comprado”, contestó Encarna. “Pues está muy rico. Lo que tenemos que hacer las mujeres –en ese momentó comprendí que mi presencia en aquella reunión era meramente testimonial- es empezar a procurarnos los orgasmos a nuestro libre albedrío”, dijo Marta. Y en ese momento sacó del bolso una especie de mp3 barato y lo colocó encima de la mesa. “Os presento a Slightest Touch”, añadió. Justo cuando yo iba a probar el loado pastel de kiwi, Marta contó que se trataba de un aparato que contribuía a que tuviera orgasmos más intensos y duraderos. Preferí dejar el dulce para otra ocasión. “Aquí donde lo ves, y por 88 euros, puedes adquirir este aparatito que estimula las vías nerviosas sexuales llevando a la mujer a una meseta preorgásmica donde permanece al borde del orgasmo todo el tiempo que desee” dijo. “Yo no sé si una meseta preorgásmica es lo que mejor me viene a mí en este momento”, apuntó Encarna. “Por supuesto que sí”, exclamó Marta. “Y lo mejor de todo: sin tocar la zona genital. Te colocas estos electrodos en los tobillos, te tomas un Red Bull veinte minutos antes y aquí paz y después, gloria”. Marta nos explicó lo mucho que había cambiado su vida desde que adquirió el aparato en una teletienda. “Me lo pongo antes de que el jefe me eche una bronca, en la consulta del dentista, en las reuniones de la comunidad de vecinos,…y me cargo de energía positiva. De hecho, en la última declaración de la renta…lo llevaba puesto. Y me tocó pagar pero oye, los viajes a la meseta preorgásmica te limpian la mente de angustias. Os los recomiendo”. Y mientras Encarna consultaba con Marta la posibilidad de comprarse una finca en esa meseta, yo las observaba, asumiendo de antemano que las mujeres no sólo son más prácticas que los hombres sino también más divertidas.

viernes, 7 de mayo de 2010

Fragmentos





"Muchos tíos piensan que visitar un rodaje porno tiene que ser lo más excitante del mundo. Mi consejo es: a menos que de verdad te encante ver cómo se masturban otros hombres, no te molestes"



("A la cara". Christa Faust)

Qué bien se vive en la ignorancia




Delante de un zumo de naranja natural y de una taza de café con leche, con el disco de Florence + The Machine de fondo, mi amiga Marta y yo decidimos iniciar el día sin permitir que nada ni nadie lo alterase. Ella fumaba y yo intentaba abandonar la mirada en la danza abstracta del humo de su cigarrillo. Solo lo intentaba, porque los periódicos estaban a nuestro lado, intactos, retando nuestra paciencia, deseando explotar en noticias espeluznantes maquetadas para amargarnos el día. Y el salvapantallas del ordenador, con una imagen de la playa de Muro, hacía de cortafuegos frente al acceso a internet, la otra puerta a la realidad más surrealista. “Qué bien se vive en la ignorancia, ¿verdad?”, dijo Marta. Y salté sobre el diario, como un yonki de información, eligiendo una página al azar, con el ansia inconsciente del niño que desenvuelve un regalo. Y grité. “¿Ves? Eso te pasa por querer estar informado”, soltó Marta. “Pero...¿has visto esto?”, balbuceaba yo. “No, ni quiero. No quiero saber nada de islamistas, ni de presidentas de la Comunidad de Madrid que cada día se parecen más al emperador Palpatine de Star Wars, ni de malos tratos, ni de recesiones y crisis,...” Entonces levanté la página del periódico, emulando a la Norma Rae que reclamaba huelga en aquella película de Martin Ritt, y la situé frente a su mirada. Marta empezó a gritar, como si le hubiera echado colonia en los ojos. Andrés Pajares, sospechosamente maquillado o sometido a un inquietante rejuvenecimiento, nos miraba desde el papel. “Dios mío, es como Jessica Fletcher”, dijo Marta. Y permanecimos durante tres minutos observando la imagen, sin poder apartar la vista de ella. “¿Tú estás a favor de la toxina botulina?”, preguntó Marta. “No sé”, contesté. Y empezamos a pasar las páginas del periódico, lentos pero decididos, como el suicida que se adentra en el mar.

jueves, 6 de mayo de 2010

El día más feliz del año


Como un electrón que circula a lo loco por una órbita de Bohr, la incertidumbre me caracteriza. Cualquier decisión de mi vida tiende a la bifurcación, a la duda, al cruce de caminos. Por eso cuando mi amiga Marta me contó que ya podía calcular con seguridad el día más feliz del año...oye, me quité un peso de encima. “Esta es la fórmula”, añadió Marta. “O+(NxS)+Cpm/T+He=el día más feliz de tu año”. Y se quedó tan ancha. “A mí una fórmula siempre me ha provocado mucha ansiedad, desde pequeñito”, expliqué. “Nunca he alcanzado a comprender cómo se pueden sumar o dividir letras y eso se me ha quedado dentro. Es como un trauma que arrastro desde que me enteré que equis tendía a infinito. O sea, que si pretendías disolver mis dudas con una combinación de letras y signos matemáticos, ya te digo yo que me pongas un miolastán con un poquito de agua”. Marta me lanzó una mirada condescendiente que, reconozco, me jodió un poco. “Mira partícula elemental, lo que tienes que hacer es sustituir cada letra por su valor. Apunta. La O representa tu actividad fuera de casa. La N, tu conexión con la naturaleza mientras que la S es tu nivel de socialización con vecinos y amigos. Cpm responde a los recuerdos positivos de la adolescencia; T es la temperatura y He, los deseos de vacaciones”, concluyó. En ese punto ya estaba más perdido que un pedo en un jacuzzi. “Según Cliff Arnall, el psicólogo británico que ha llevado a cabo esta investigación, normalmente el día más feliz del año suele ser el 20 de junio”, apuntó Marta. Luego me enteré de la existencia de un americano que, mediante encuestas realizadas a lo largo de 25 años, había llegado a la conclusión de que el secreto de la felicidad era ser de derechas. Justo ahora que el PP decide ser de centro. Ya se sabe, mal de muchos...

miércoles, 5 de mayo de 2010

La comedia romántica


“Llevarte bien con un ‘ex’ es un sentimiento contra natura”, dijo mi amiga Marta mientras esperábamos, en la puerta de unos grandes almacenes, a que Emma se despidiera de su antiguo novio. Ambos se abrazaban, se besaban –en las mejillas, eso sí- y se apretaban mucho los brazos, las manos y todo antes de separarse definitivamente. Y nosotros, observando el encuentro casual con cara de estar asistiendo al final de una comedia romántica. “Fíjate, hace cinco años que lo dejaron y cada vez que se encuentran ella parece Julia Roberts y él, Hugh Grant. Deberían volver juntos si tanto se quieren”, comentaba Marta mientras le daba una calada a su cigarrillo. “No lo entiendes”, le dije. “Las cosas no son blancas o negras. A veces son grises, a veces azules y hay ocasiones en las que son naranja”. Marta me miró como si me hubiera tirado un pedo en un velatorio. “Lo que quiero decir es que llegar a llevarse bien con un ‘ex’ es algo que sólo el tiempo decide, ni siquiera uno mismo. Y que hay ocasiones en las que amas mucho a una persona pero sabes que tu relación con ella es imposible. Acuérdate de Barbra Streisand y Robert Redford en Tal como éramos”, expliqué. Marta sufrió un golpe de tos. “¿Me estás diciendo que tú también eres de esos damnificados que se creen todo lo que ven en el cine? Mira, hay una universidad en Edimburgo…” “Hombre, habrá más de una”, bromee. La expresión de su mirada me hizo ser prudente y no gastar más bromas en lo que quedase de tarde. “Lo que te decía. Hay una universidad que ha estudiado que las comedias románticas tienen argumentos poco pausibles y finales felices altamente improbables. Motivo por el cual transmiten una falsa sensación de relaciones perfectas y expectativas nada realistas”, soltó, así, de un tirón. “Y ahora me dirás que la culpa es de Pretty Woman”, apunté. “Aunque las comedias románticas no sean mi género preferido, reconozco el derecho de los espectadores a soñar. A soñar que el chulazo de turno va a entrar en tu trabajo, ante la mirada celosa de tus compañeros, y te va a sacar en brazos vestido como un oficial de la marina”, añadí. Y cuando Emma llegó a nuestro lado, Marta le dijo: “Tienes suerte de no tener pareja porque en esta vida tienes que elegir: o pareja o ‘ex’. Pero tratar al ‘ex’ como si fuera tu pareja, no es de comedia romántica cariño; es de drama psicológico”. Y apagó el cigarrillo y se metió en la tienda.

martes, 4 de mayo de 2010

20 flexiones




Yo era de esos que odiaba la clase de gimnasia. Sólo pensar que tenía que meter el chandal en una bolsa de deporte me provocaba una subida de la fiebre que en alguna ocasión me libró de ir a clase. Veo la educación física como una asignatura espartana en la que los más fuertes y diestros humillan a los débiles sin esfuerzo, sin proponérselo apenas, y eso es recompensado con un notable. Los profesores olvidan que en esa época los niños empiezan a tomar conciencia de su cuerpo, de su habilidad, de sus posibilidades y de sus consecuencias, que acaban siendo más discriminatorias para el ‘torpe’ que no supera las pruebas físicas que para el ignorante que confunde la b con la v. Por eso pasé media infancia practicando la estrategia del niño invisible, intentando pasar lo suficientemente desapercibido como para escaquearme de clase sin problemas. No era bueno practicando deportes (el fútbol se me daba fatal) y tampoco lo era acometiendo la carrera hacia el potro, trepando a lo alto de una cuerda o saltando y dando una voltereta encima del plinton. Más bien era el que tomaba carrerilla y cuando se veía cerca del potro, como si estuviera frente a un muro inquebrantable, frenaba en seco y se tragaba los dientes ante la carcajada sonora de todos sus compañeros. Vale, está bien, lo reconozco: fui un niño acomplejado. Pero tuve la suerte de crecer en la España de las tribus urbanas y encontrar un lugar en el que olvidar los traumas, alimentar mi siniestro orgullo y dejarme el pelo a lo Robert Smith. Y aunque a estas alturas, y tras pasar por algún gimnasio, sigo teniendo la misma elasticidad que una barra de titanio, noto que soy más de reflexión que de flexión. Creo que con una buena reflexión, sobre todo esas que tienen que ver con uno mismo, puedes llegar a quemar más calorías que con veinte flexiones. Agota igual pero, de alguna manera, satisface más. Para mí que reflexionar genera endorfinas.


domingo, 2 de mayo de 2010

Siete horas sin tele


Sucedió el otro día, como siempre ocurre con los cataclismos emocionales que irrumpen en lo cotidiano, que uno no es capaz de recordar cuándo comenzó todo exactamente. Ese día, el destino jugó sus cartas y el as que guardaba en la manga sentenciaría la partida. Alejandro y Julia llevaban juntos un tiempo que a los amigos se nos antojaba largo, porque simplemente habíamos perdido la referencia del punto de partida y, tal vez, tampoco fuese tanto. Era lo que se conoce como ‘una relación estable’. O lo que es lo mismo, algo que se mantiene sin peligro de cambiar. Hasta ese día en el que un supuesto rayo –porque Endesa siempre encuentra razones para dejar sin suministro- les arrebató la electricidad durante siete horas. “Siete horas sin televisión”, pensó Julia mientras Alejandro salía al rellano para comprobar si el apagón era de ellos o de todo el edificio. Julia intentó comunicarse por teléfono con algún familiar o amigo, pero tampoco tenía línea y el móvil lanzaba una grabación que avisaba de la sobrecarga en la red. Respiró profundamente, miró como Alejandro se sentaba en su parte del sofá, con la mirada algo confusa por los acontecimientos, y lamentó no haberse educado más en el solitario placer de la lectura. “¿Qué hacer cuando Endesa te deja siete horas sin televisión?”, se preguntaba Alejandro. “Y más ahora, que todo el mundo sabe que con la crisis ha aumentado el consumo de tele”, añadió, a modo de justificación. No recuerdan cuanto tiempo permanecieron en silencio hasta que ambos se dieron cuenta de que lo único que podían hacer era hablar el uno con el otro. Hablar el uno del otro. Sus conversaciones siempre habían estado condicionadas por hechos ajenos, por una noticia del Telediario, por un reallity o por el argumento de una serie. Pero la tele no funcionaba y de algo tendrían que hablar. El apagón les sirvió de tema durante la primera media hora. Luego, a medida que se iba apagando el día, Julia confesó que le daba miedo la oscuridad. Y descubrió que a Alejandro también. Y Alejandro contó lo mucho que le gustaba el olor que dejaba Julia en el baño después de ducharse. Y ella le dijo que echaba de menos conciliar el sueño recostada en su pecho. “¿Y por qué no lo sigues haciendo?”, preguntó Alejandro. “Porque pensé que no te gustaba”, contestó Julia. Ellos cuentan que ese día se volvieron a enamorar. A mí lo que me jode es que encima tengamos que agradecérselo a Endesa, que sólo funciona bien cuando hay que subir el recibo. A veces soy tan pragmático que me doy repelús.


sábado, 1 de mayo de 2010

Después de tantos desencantos


En 1976, en plena España tardo-franquista, el director de cine Jaime Chávarri rodó un documental sobre la viuda y los tres hijos del poeta Leopoldo Panero. En ese trabajo se podía intuir la decadencia del régimen representado en una familia burguesa del franquismo que vive de la apariencia, la hipocresía, la mentira, la locura, el escándalo, el fracaso, el exceso,… El documental se titula El desencanto y marcó a toda una generación que, posiblemente hoy, maldiga a la familia Pajares cuando expone sus miserias en un plató de televisión. Parece lo mismo pero los tiempos y la intención, no lo son. Creo que en los ojos, en las miradas de la gente corriente, en las historias personales y familiares que se esconden en cada casa, se puede sospechar el estado de salud de una sociedad e, incluso, de un país. Escribo esto porque tengo la impresión de que ha vuelto el desencanto. Nos ha durado poco la alegría, menos la esperanza y menos aún la confianza. La gente camina por la calle con gesto melancólico. No hay cena o reunión en la que no se deje entrever el rostro de la decepción. Hemos sumado tantos desencantos que pedirnos un voto de confianza es una crueldad. Hay quien apunta que el Gobierno está buscando una cabeza de turco para entregarla al pueblo como salvoconducto ante el despropósito de su gestión de la crisis. Pero es que al pueblo…al pueblo ya nos da igual. ¿Qué más nos da que nos anuncien que hay otra vida mejor si ya no creemos en Dios? En los tiempos que corren, confiar en la clase política es un ejercicio de ingenuidad abofeteable. Cualquier familia española, de clase media, podría ponerse delante de una cámara, abrir su intimidad y demostrar que su tristeza, que su apariencia, no es otra cosa que el reflejo de un tiempo y de un país.

Y cuando salgo a la calle, ese lugar en el que la mayoría empezamos a disimular, me encuentro con Alberto Ruíz Gallardón, su mujer, Mar Utrera, y el perro. Ser vecino de barrio del alcalde de Madrid te invita a asistir a estampas cotidianas como esa. No es la primera vez que veo a Gallardón paseando al perro, rodeado de guardaespaldas. Pero sí es la primera vez que veía cómo un matrimonio mayor, con aspecto de vivir de una sencilla pensión, paraba al alcalde y a su esposa para tocarlos y decirles lo mucho que les admiraban, lo mucho que les valoraban y lo mucho que les votaban. Y yo, con mi desencanto a cuestas. Fue entonces cuando Mar Utrera, imagino que cansada de los elogios repetitivos, decidió poner fin a la conversación y empezó a caminar. Entonces, la señora, sin soltar el brazo de Gallardón, se giró hacia su mujer y gritó: “Señora, venga aquí. No se marche. Que le estamos hablando”. La mujer regresó con una medio sonrisa, Gallardón demostró que era más centrista que nadie y yo me marché calle abajo, que los guardaespaldas ya me miraban mal. Cada uno tiene su votante. Los de Gallardón, mantienen la disciplina de partido y el carácter ‘ordeno y mando’ hasta en la calle. Los de Zapatero, se desencantan y van raspándose los nudillos contra los muros de la ciudad, como hacía Juliette Binoche en Azúl, la película de Kieslowski en la que una mujer apenada se enfrentaba a tiempos difíciles, a la reconstrucción de una vida maltrecha, con unas herramientas que ni ella misma sabía que tenía.