miércoles, 29 de diciembre de 2010

Navidades narcóticas

No quiero parecer un aguafiestas pero de un tiempo a esta parte, la Navidad se ha vuelto narcótica. Navidades Narcóticas. Así lo veo yo. Como el título de una película muy de serie B. Pensé en ello la otra tarde, cuando paseaba por los alrededores de uno de los territorios más conflictivos en estas fechas: la Plaza Mayor. En la Navidad española, las plazas mayores dejan de ser el centro de la vida urbana para convertirse en una zona inhibidora del sentido común y la vergüenza ajena. Eso, que de entrada no vendría nada mal incluso en otras épocas del año, adquiere por estas fechas un nivel desproporcionado con características psicotrópicas. O sea, puedes pasar del jolgorio al grito aterrado con una facilidad asombrosa. Nuestra amiga Marta está convencida de que en la nieve en spray, la que venden en los puestos de la plaza, hay un agente químico que actúa sobre el sistema nervioso central y provoca que un correcto señor de 57 años de Ávila, vestido con la discrección de la clase media y con cara de agotamiento vital, se plante en la cabeza una peluca de espumillón rojo y camine mirando escaparates con una naturalidad hasta digna. Eso sí, del brazo de su señora, que también lleva una peluca de espumillón amarillo. Yo, que jamás he estado en contra de un buen pelucón pero que siempre lo he visto como parte de un ritual que incluyese su pestaña postiza, su buen vestuario y su taconazo, pensaba que ese tipo de actitudes en los contornos de una Plaza Mayor en Navidad, tenían su causa en la presencia, siempre confusa, de una criatura. La infancia es capaz de travestirse sin complejos y, lo que es mejor, de lograr que sus padres también lo hagan. Pero la zona narcótica no tiene en cuenta el libro de familia. He visto a parejas adultas, jóvenes, grupos de amigos, todos con un gorro cabeza de reno encima y sin rastro de infancia a sus pies. Incluso algunos no manifestaban síntomas de embriaguez. Estaban serenos y actuaban con la misma dignidad con la que se moverán por la ciudad tres semanas después. Pero con cuernos en la cabeza. Si eso no es cosa de narcóticos, que venga Dios, recién nacido, y lo vea.

El resumen del año

Mire donde mire, no puedo evitar darme de bruces con un resumen del año. Redactado, con imágenes, en sonidos, en aplausos, en lágrimas, en gritos, en apretones de manos y hasta en tocamientos mucho más puros de lo que algunos piensan. Cada uno cuenta el año como quiere. O como puede. Hay balances basados en entierros, en destierros, en movimientos de tierras y en terrenos que nunca se merecerán a sus terratenientes de alcalde. Estábamos hojeando una publicación que resumía el año con las mejores instantáneas de 2010 cuando nuestra amiga Encarna dijo: “Yo podría resumir mi año como si fuera Bridget Jones: en pesos y en tallas. Enero, febrero y marzo; tres meses de hojas de lechuga para llegar a una 38 cuando voy y conozco a Manuel. Abril: me dijo que me quería y crecí tres tallas. En mayo, me dejó plantada por miedo aún no sé a qué y me dió por las patatas de bolsa y los pañuelos de papel. Llego a la 46. Junio, julio, agosto y septiembre; no disfruté el verano, época perfecta para los amoríos, porque me deprimí tanto con lo de Manuel que me lancé a comer como una mula y me puse súperceporra, de manera que embutirme en un bañador era un atentado estético. Mi talla hizo juego con el aniversario de Los Picapiedra. En octubre conocí a un tipo de Huesca por internet y empezamos a chatear cada noche. Bajé una talla, que a mí la ilusión me adelgaza. Noviembre: me encontré con Manuel y noté que seguía enamorada de él mientras él ya se ha enamorado de otra. Me comí unas cuarenta XXL del Burger King. Sin esfuerzo me planté en la 52. En diciembre, decidí ponerme a régimen durante la primera quincena. Un logro discreto ya que a partir del día 22 no hubo noche que no celebrase la navidad con algunos de los compañeros de las siete empresas para las que trabajo. Ahora soy una boya de salvamento marímitimo que se ha propuesto para el 2011 adelgazar y hacerse lesbiana”. No nos quedó más remedio que cerrar la revista y empezar a preguntar cuanto costaba la matrícula en el gym de moda.

martes, 28 de diciembre de 2010

Inocente

Hay un día en el calendario cristiano que recuerda la matanza de recién nacidos que llevó a cabo un tal Herodes cuando le comunicaron el nacimiento de Jesús. En nuestra sociedad, la espeluznante escena se celebra bromeando como si viviésemos en un cuartelillo y la novatada fuera otra manera más de demostrar poder. “Te lo voy a decir sin ánimo de ofender”, dijo mi amiga Encarna, “pero eres un joderollos”, soltó así, a bocajarro, con el spray de nieve artificial en la mano. Hoy hemos vuelto a celebrar el Día de los Santos Inocentes; ese día en el que pueden tirarte huevos sobre el abrigo nuevo, dejarte en ridículo ante decenas de personas e incluso jugar con tus emociones para acabar gritándote, en el mejor de los casos y entre carcajadas, un ‘¡Inocenteee!’ que debes afrontar con una radiante sonrisa de mala leche. Me considero una persona con muchísimo sentido del humor pero cada vez tolero menos las bromas. Como todo, ‘las inocentadas’ han evolucionado a medida de la sociedad. Ya no es gracioso un monigote de papel colgado en la espalda. Ahora la diversión está más cercana a la novatada. Y si pinta cruel, rollo Neil LaBute, pues mejor. La broma adquiere categoría en la medida en que resulte más humillante para la víctima olvidando que, si tú no te ríes, no es gracioso. Cuando digo esto, el grupo de amigos me mira como si fuera Cañita Brava cantando un tema a dos voces. “Está claro: te estás haciendo mayor”, dijo Marta, especialista en bromas telefónicas. Puede que tenga razón pero distingo perfectamente lo que me hace gracia de lo que no. Me pasé el Día de los Santos Inocentes tranquilamente en casa, evadiéndome de la provocación, de la burla y de los malos pensamientos. Que no es la primera vez que una broma me ha hecho invocar a ese tal Herodes con la esperanza de que se llevase a los bromistas; si era posible, a cachitos. “Deberías volver al psicólogo”, concluyó Marta. “Ahora hay una oferta muy buena: tres sesiones y pagas dos”. Fíjate, eso me hizo gracia.

domingo, 26 de diciembre de 2010

La ley Sinde

Cuando una ley deja de identificarse con su nombre oficial y pasa a conocerse popularmente con el apellido del ministro que la respalda, tiendo a pensar que algo va mal. Ya sucedió con la Ley Corcuera y ha vuelto a suceder con la Ley Sinde. Imagino que yo, que comparto profesión con la ministra, debería pensar que esa ley que tumbó el Congreso el martes pasado me defendía. Si era así, ¿por qué no tuve esa sensación? La Disposición Final Segunda de la Ley de Economía Sostenible hablaba de proteger a los creadores. Mi impresión es que no se refería a todos los creadores sino a los rentables. Entonces, ¿por qué lo llaman cultura cuando quieren decir negocio? Además, hablamos de la industria de la cultura y el entretenimiento, que aquí parece que todo es contenido cultural y me gustaría saber a mí qué conocimientos genera Fast and Furious 5. Pero aún así, me tragaría mi complejo de ‘poco rentable’ y apoyaría una norma que, aunque sea a largo plazo, algún día me pudiera proteger. Y me encuentro con que se iba a crear una Comisión (¡¡miedito!!) para que decidiese si una web vulneraba derechos de propiedad intelectual o no. Y para colmo, como la justicia es lenta, íbamos a tener una vía rápida para no soportar largas esperas. Como si, cuando te pones malo y vas a urgencias, los médicos tuvieran la obligación de atenderte a ti primero porque eres un ‘creador’. Y se me abrieron las carnes de sólo leerlo.

Gracias a leyes de este tipo y a la colaboración de algunos empresarios de la industria cultural, los mismos que me pagan mucho menos por mi guión porque me dicen que el resto lo voy a cobrar en derechos de autor, acabaremos teniendo a la opinión pública en contra. Si a todo el mundo le pareció indignantes las exigencias de un controlador aéreo después de conocer su nómina, ¿con qué cara se defiende que Alejandro Sanz o Warner Music quieran seguir recaudando dinero por un disco ya amortizado? Podría intentar defenderlo pero la Ley Sinde no me lo ponía fácil.

Mucha de la gente que me rodea no tiene nada que ver con mi universo laboral. Todos, de una manera u otra, han tenido que ajustarse el cinturón en sus empleos. Algunos incluso han sufrido en sus carnes una reconversión industrial que les cambió la vida. Y ahora llegan los poderosos de la industria del entretenimiento (en la Coalición de Creadores no están los grupos que cuelgan su música en myspace, ni yo, que ‘guardo’ mis textos en un blog) y les dice que aún no han ganado suficiente. Que aún hay que ganar más. Todos sabemos que no está en peligro la música, ni el cine, ni la literatura; está en peligro un modelo de negocio porque existe una realidad, llamada Internet, que no va a cambiar, por mucha ley que intentemos colar de tapadillo.

Me alegra que no se haya aprobado esta ley y que esto sirva para reabrir un debate en la sociedad. Por supuesto que los creadores deben cobrar por su trabajo. Eso nadie lo discute. Por supuesto que hay que desterrar la idea del ‘gratis total’. Pero tenemos unos políticos tan mediocres que en lugar de potenciar la creación de nuevas plataformas para los productos audiovisuales (¿quién se descarga música desde que existe Spotify?), en lugar de animar a las distribuidoras y productoras de cine a que cuelguen sus catálogos en una web, con calidad y a un precio razonable (en iTunes puedo ver Origen, eso sí, en versión doblada, por 3 euros), se dedican a prohibir. La manera más sencilla de hacer política y la menos pedagógica.

Los grandes empresarios de la cultura, no los creadores, son como los individuos que compran muchos pisos y luego viven de las rentas que les generan esos inmuebles. Lícito,...pero yo a eso no lo llamo cultura. No soy Alejandro Sanz, ni Joaquín Sabina, ni Ruíz Zafón, ni Almodóvar; soy un creador de la parte de abajo del montón. Mentiría si dijera que no sueño con llegar a donde han llegado ellos, a que mi obra tenga mucha más repercusión y difusión, pero, de momento, me conformo con vivir de mi trabajo y quiero seguir haciéndolo. Pero si hay que educar a la sociedad y quitarle el vicio de la descarga (y para eso hay que crear alternativas) también hay que aleccionar a la industria. No es lo mismo grabar una película en la sala de cine, convertirla en un link y comerciar con ella en una web que tener un blog sobre el cine español del siglo XX y colgar escenas de las películas de las que se habla. Con la Ley Sinde en la mano, se podrían cerrar las dos páginas. Pero para mí, como creador, una podría vulnerar mi propiedad intelectual pero la otra, bajo ningún concepto. Ya he dicho muchas veces que no entiendo una cultura que sólo pueda emplearla quien puede pagarla, porque eso no es cultura; es un Rolex. Me niego por completo a aceptar que una comisión, a la que únicamente le preocupa el dinero que va a dejar de ingresar, decida sobre si algo altera mi propiedad intelectual o no. Nada me enorgullece más que ver cómo mi trabajo tiene miles de visitas en Youtube, como se enlazan mis textos en las redes sociales o cómo la gente emplea frases que yo he escrito y que ya forman parte de su vocabulario. Para mí, eso tan contagioso y permeable es cultura. ¿O es que los usuarios de Facebook, Tuenti o Twitter van a tener que cobrarle a la industria cultural la labor que están haciendo al promocionar canciones, videoclips, películas o programas de televisión en sus muros? Hay que permitir que los creadores vivan de su creación pero que su producto pueda viajar por la red, difundirse, porque así, tendremos más trabajo. Y si para eso hay que cambiar la Ley de Propiedad Intelectual, pues se cambia.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Las aventuras de Enrique y Ana. Cap. 10

Año 1985.

Ana cuenta cuentos.

Enrique compone una canción que no tiene título.




ENRIQUE

Tenía la canción lista pero justo cuando estaba pensando en ponerle un título, van las musas y se piran. Y me dejan así en cueros, sin un plan alternativo, con la canción empantaná, sin un título. ¿Y donde voy yo con una canción que no tiene título?


ANA

¿A la mierda?


El bautismo artístico

¿Recuerdan que hace un tiempo hablé del artista de variedades que todos llevamos dentro? Pues cualquiera diría que me dio por opinar de fútbol porque ha sido el tema de conversación de los últimos días. La culpa la tiene el momento en el que expliqué que una vedette, un maestro de ceremonias o un transformista necesita un nombre, un reclamo artístico que deslumbre en los carteles. “A mí me lo explicó una antigua vedette catalana. Me contó que hace años, muchos de esos artistas sabían lo importante que era el ritual del bautismo en su profesión. Vamos, que el nombre artístico era tan importante como la propia estrella”, le comenté a Marta, Josep y Emma mientras tomábamos un café. “Tenía que ser un nombre chispeante, cargado de connotaciones, descarado y, sin embargo, familiar. Así que solían recurrir a una fórmula que nunca fallaba: el nombre de su primera mascota y su segundo apellido”. A partir de ese momento, el grupo comenzó a ejercitar su memoria para saber cómo se llamaría el artista de variedades que llevaban dentro. “Mi primera mascota fue un gusano de seda al que apodé Dulce. Y mi segundo apellido es Hernández...Dulce Hernández. Para mí que mi artista interior no pasará de corista”, apuntó Marta algo desilusionada. “Mis padres me regalaron por mi sexto cumpleaños un loro que jamás demostró interés ninguno por repetir palabras. Le bauticé como Junior. Y mi segundo apellido es Mazo”, añadió Josep. “Con ese nombre puede que empieces en el mundo del music hall pero muy pronto te estrenarás en el porno”, diagnostiqué. Y a Josep se le iluminó la cara. “Yo tuve una tortuga que se llamaba Emmita”, contó Emma, la ex secretaria rubia de mi ex psicoanalista. Todos nos miramos, como no podía ser de otra manera. “Y mi segundo apellido es Moreno”, detalló la rubia, ante nuestro asombro. Emmita Moreno. Sin lugar a dudas, ella sería la vedette de nuestro Paralelo. Así hemos pasado los días; como niños con nombres nuevos. Actuando como el público esperaría que hiciésemos tras leer nuestros nombres artísticos. Y para cuando el efecto decaiga, tengo preparada otra ‘corriente de bautismo’ que advertía que también funcionaba con el nombre de tu primera mascota y la calle en que viviste. Sin ir más lejos, mi personaje se llamaría Wilbur de Occidente. Con ese nombre, no hay escenario colombiano que se me resista.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Playlist (23 de diciembre)

Una playlist de villancicos. Que no todo son peces en el río ni Wham.


Annie Lennox, Cyndi Lauper, The Pogues, David Bowie & Bing Crosby, Sufjan Stevens, La Pandilla, Mariah Carey, The Darkness, Miranda, Hermanas Serrano, Love of Lesbian, Corazón, The Scholl, Jackson 5, Slade, Mogollón y Hurts



¡¡¡¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!!!

martes, 21 de diciembre de 2010

Las niñas las prefieren morenas

¿Te acuerdas que uno de mis buenos propósitos para el año que está cerca era realimentar mis relaciones con los demás? Pues no te sorprendas cuando leas que le he enviado un mail a mi ex psicoanalista argentino, con el que no me hablaba desde que abandoné su terapia a la tercera caja de Prozac. El correo electrónico incluía una felicitación (así sencilla, sin chiste ni poesía), mi predisposición a limar asperezas y una bromilla inocente, en archivo adjunto, con la que provocar una saludable sonrisa. Le preguntaba si una mujer con mucho pecho en Argentina era una sos-pechosa. Él me contestó enviándome un virus informático de una crueldad digna del Ébola, que menos mal que me dió por actualizar el antivirus que si no, lo mismo ahora estaba escribiéndote desde un ciber. Al día siguiente, quedé con Emma, la ex secretaria rubia de mi ex psicoanalista argentino, que estaba desolada. “Las rubias ya no estamos de moda”, dijo, con lágrimas en los ojos. Tema duro, como comprenderás, así que me pedí un JB doble, sin hielo. Al parecer, una compañera del trabajo de Emma le ha dicho que las chicas Timotei ya no son las reinas de la fiesta. Que lo que ahora se lleva es la morenaza, tipo Zeta-Jones o Pilar Rubio (¿qué contradicción?), por poner dos mujeres que manejan el sable. “Fíjate que hasta mi sobrina Azucena no le ha pedido a los Reyes una Barbie, que cada año quería una. Esto es una catástrofe”, lloriqueaba. Yo, para animarla, le comenté que, desde hace años, en el Reino Unido, la famosa muñeca no se encuentra en la lista de los juguetes más vendidos y que las niñas la odian. “Según un estudio que realizó la Universidad de Bath, las niñas han reconocido haber quemado, mutilado y decapitado a la muñeca estadounidense”, dije. “¿En la Universidad de Bagdad has dicho?”, reaccionó ella, buscando una esperanza. “No, Bath, al suroeste de Inglaterra. Y las niñas consideran que torturar a Barbie es una actividad legítima y ven la tortura como algo súper. Y te hablo de un país que, por aquel entonces, era de laboristas, imagínate el resto”, añadí. Desde ese día no me llama, no contesta a mis mensajes y pasa de mis correos electrónicos. Yo no sé si voy por el buen camino.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El cargante espíritu de la navidad

Amigo, ya están aquí. Los noto. Algunos de nosotros ya hemos sido poseídos y otros tienen esa extraña desazón reflejada en el rostro que anuncia el inmediato usufructo de su cuerpo por una energía desconocida incluso por Repsol, que lo sabe todo de energías.
Son los espíritus de la Navidad. Como los estorninos, que esos llegan derechos del infierno y si no que venga Dios y pasee por la Plaza de España de Palma si se atreve, estos espectros irrumpen en nuestras vidas a finales de año para condicionar nuestras emociones. Lo que yo no entiendo es por qué la gente piensa que los duendes que llegan con el frío y los villancicos son todo bondad. Espíritus de la Navidad hay muchos. Deben habitar todos juntos en una comunidad de vecinos rollo 13 Rue del Percebe, de la que escapan una vez al año y claro, acumulan tanto sentir durante ese tiempo que cuando te alquilan el cuerpo actúan como niños con playstation nueva y son incontrolables. Pero ese sentimiento puede ser dulce o, como sucede en toda comunidad, arisco y rencoroso. De ahí que ya me haya cruzado por la ciudad con personas que caminan como si se hubieran desayunado una seta alucinógena pero también con miradas hurañas, casi funestas, propias del señor Scruche de la obra de Dickens. No te asustes pero este año he sido poseído por un espíritu de esta segunda categoría. Todo me molesta. Odio no encontrar el gel al primer vistazo en el super porque en su lugar han colocado los polvorones y los turrones. No me gusta el anuncio de Freixenet y me agota que Bon Jovi, Extremoduro y Take That aprovechen para sacar sus grandes éxitos. Detesto que en el buzón de casa me cuelen un catálogo para que adorne mi vida de espumillones y bolas plateadas. Quizá en unos días ya estaré contaminado y me haya convertido en un monstruo de entrecejo muy poblado incapaz de celebrar nada y rodeado de estorninos. Menos mal que el 7 de enero se me pasa.

Las 7 diferencias

Artículo publicado el 25 de febrero de 2006


Cuando aún toda España critica, con cierto aire de superioridad occidental y colegio de pago, el fanatismo de aquellos capaces de morir -y matar- por unas caricaturas de Mahoma, el Instituto Pontificio Juan Pablo II organiza un seminario sobre la familia en la Universidad Lateranense de Roma para hablar de “los peligros” de reconocer la homosexualidad. Curioso, ¿no te parece? Después de leer esa información uno se da cuenta de lo acostumbrados que estamos a ver la paja -con perdón- en el ojo ajeno. Me resulta tan familiar como preocupante comprobar que los fanáticos y los que “no han sabido evolucionar” sean ‘los otros’ y nunca nosotros. Como en los cuadernos de pasatiempos, yo no encuentro las 7 diferencias. Nuestros fundamentalistas también se dan golpes de pecho, también rechazan las resoluciones, las normas y hasta las leyes amparándose en sus creencias. Y, desde el verano pasado, le han pillado el puntito a salir a la calle para manifestar su ira, eso sí, de forma pacífica. Los cinturones de bombas son cosa de ‘los otros’, que no valoran la vida. Pero nuestros fanáticos no son de andar por casa, aunque vivan en ella. Los nuestros son...más occidentales. Ellos no te matan; simplemente te hacen la vida imposible, que para el caso, es lo mismo. Aunque si hacemos memoria, seguro que encontramos alguna que otra víctima de su moderado fanatismo. Ahora, como son mucho más cabales que ‘los otros’, optan por la tranquilidad. No necesitan gritar consignas en las calles, ni orar a voz en grito, ni quemar banderas y símbolos como hacen los otros fanáticos. Los nuestros son corredores de fondo y saben de la importancia que tienen las futuras generaciones, el adiestramiento de los cachorros. Como esos colegios en los que niños y niñas están separados -no es nuevo, llevan haciéndolo años- con el objetivo de crear un caldo de cultivo en el que crezcan sus consignas con la misma robustez con la que uno de ‘los otros’ se juega la vida en pos de una guerra santa. Pero no se confundan: los fanáticos son ellos, no nosotros. ¡Hombre, por Dios! Que aquí todos somos...otra cosa. Mientras, el Instituto Pontificio Juan Pablo II dice: “Nuestra sociedad intenta hacer todas las posiciones equivalentes e incluso considera la homosexualidad algo normal y quien sostenga lo contrario pierde su derecho a expresarse al ser tachado de intolerante”. ¿Tú qué crees?

domingo, 19 de diciembre de 2010

La ley y la trampa

Les habla un autor. En serio, soy socio de la SGAE desde hace años y viendo la que está cayendo, y la que está por caer, he decidido mojarme. No me gusta algún aspecto de esa Ley de Economía Sostenible que se va a aprobar el próximo martes, casi a escondidas . Soy autor y me gusta vivir de lo que escribo. De hecho creo que lo hago y las cantidades por derechos que he recibido a lo largo de mi carrera solo servirían para comprar varios paquetes de rollos de papel de cocina. De los caros, eso sí. Quizá si el empresario que me contratase me pagase mejor y no dejara parte de mi sueldo en manos de los benditos derechos de autor, todo sería más sencillo. Y más justo. Creo que los autores deberíamos defender nuestros derechos y no los beneficios de los empresarios e intermediarios del negocio de la cultura. La música, el cine, la televisión, incluso la radio, tiene que espabilarse. Darse cuenta que Internet ha cambiado el mundo y ya no vale de nada echar de menos el paraíso de hace 40 años, porque esto ya no hay quien lo pare. Y el que antes se de cuenta, mejor para él. Hace falta un cambio radical y no leyes tirita que no van a solucionar nada. Y me voy a poner chulo. Lo que tiene que hacer el Gobierno es reunirse con los creadores, con las entidades de gestión de derechos y con los responsables de las webs y buscar alternativas, crear un futuro, para que podamos vivir de nuestro trabajo pero permitir que la cultura campe a sus anchas en la sociedad y no sea una propiedad privada. Porque si yo quiero hacer un programa de televisión y necesito una secuencia de una película, o un fragmento de un concierto, para contar algo, no podré utilizarlo porque están sujetos a derechos. Solo si puedo pagarlo, podré disfrutarlo. Eso no es cultura. Eso es un Rolex. Y si hoy en día la cultura llega a cualquier rincón del planeta, es gracias a Internet. Y tranquilos todos porque ni la música ni el cine van a morir. Lo que está en peligro es un modelo de negocio que explota la música y el cine y que tiene que cambiar. Es el signo de los tiempos. Y lo que yo espero de un Ministerio de Cultura es una ley que me permita vivir de mi trabajo pero que también permita que mi trabajo se difunda lo más posible, porque cuantas más personas lo vean, más posibilidades tengo de seguir trabajando.

Wiki Wiki

“Hay gente que odia el dinero. ¿Alguien sabe lo que más odio en el mundo?”, preguntó Lady Gaga en el concierto que ofreció, hace una semana, en el Palacio de los Deportes de Madrid. “Odio la verdad. Prefiero una dosis gigantesca de mierda antes que la verdad”, añadió. Y la gente no supo si aplaudir o no al comentario de la norteamericana. Lady Gaga habla mucho en sus conciertos. Casi más que veces se cambia de vestuario. Admito que no entendí todo lo que dijo pero esa frase sí. Y me pareció extraordinariamente razonable. Lady Gaga tiene un alto porcentaje de mentira en sí misma, pero una mentira portentosa. Ver su show es un espectáculo al que cualquiera puede asistir sin tan siquiera conocer una canción de la artista, cosa –por otra parte- bien difícil. Su personaje, como en su momento sucedió con Michael Jackson, habla de ser diferente, de sentirse una estrella, del ‘freak’ del instituto que triunfa ante los matones de la clase de gimnasia, que se burlaban de él en el patio. Y recrea un universo fantástico al que enriquece con canciones, coreografías, decorados, disfraces,…Todo muy adolescente generación Glee. Hacía muchos años que no veía a las (y los) fans de un grupo o artista aparecer maquillados y con el estilismo reglamentario en un concierto de pop. Llevaban gafas de sol customizadas, rayos dibujados en el rostro, como en el Aladdin Sane de Bowie, y latas de refresco en el pelo, a modo de rulos. Eso es lo que convierte a una artista en un fenómeno. Y ella lo sabe. Ella sale al escenario y el mensaje subliminal que está lanzando a su auditorio es “vale, Madonna es siglo XX, pero yo soy siglo XXI”.

Me encantó que, en plena explosión de las filtraciones de Wikileaks, Lady Gaga dijera que prefería una gigantesca dosis de mierda antes que la verdad. Ya sé que esa asociación de ideas sólo germinó en mi poliédrica mente pero…yo también fui un niño diferente en la escuela. Después de sufrir las consecuencias de la verdad en tus propias emociones, creo que alguien debería reinventar la verdad, dotarla de unas características positivas, optimistas, nobles. Siempre que empleamos ‘la verdad’ es para herir, para hacernos daño los unos a los otros, para desnudarnos en público, como la Mari Gaila de Valle-Inclán, delante de todo un pueblo dispuesto a lapidarnos. Cuando alguien te dice que te va a ser sincero, que te va a decir la verdad, nunca te dirá algo amable; sólo te hará daño. Me temo que hasta que la verdad no recupere su buena fe, hasta que comprendamos que no hay una verdad absoluta y que todas son relativas, lo mismo no está tan mal una buena dosis de mierda que, al fin y al cabo, con una ducha, lo mismo se quita.

Leo las publicaciones de los documentos de Wikileaks y nada me sorprende en especial. Supuestamente su valor radica en que todo aquello que sospechábamos, que intuíamos, que asumíamos respecto al gran hermano yanki, se confirma. De acuerdo. Es verdad. Imagino que el argumento que justifica que estemos desayunando cada día con los secretos de los Estados Unidos es el interés general, algo tan abstracto como el rostro de Donatella Versace. Pero mi mente poliédrica se pregunta: ¿cuántos de nosotros soportaríamos las consecuencias de que los demás supieran lo que pensamos realmente de ellos? ¿Cuántos familiares, amigos, amantes y compañeros de trabajo estarían dispuestos a leer nuestros secretos? Estoy convencido que el interés general es mucho más mediocre de lo que Julian Assange cree.

En el fondo, las filtraciones de Wikileaks son a las relaciones internacionales lo que la entrevista al abogado Rodríguez Menéndez al mundo del corazón.

Si llego a saber con tiempo que Shakira era la encargada de presentar el anuncio navideño de Freixenet de este año, me hubiera puesto en contacto con los publicistas para aconsejarles que pusieran a Julian Assange de acompañante. Del Waka Waka al Wiki Wiki. Llegados a este punto, podríamos reducir déficit despidiendo a diplomáticos y embajadores porque, total, la verdad ha anulado su papel. O quizá sea al revés y ahora sepamos para qué sirven realmente. Algo me dice que para solucionar este problema tendremos que iniciar otro. Pero lo que yo me pregunto es: ¿por qué la gente escribe sus secretos? ¿Por qué no nos guardamos lo que opinamos de los demás en un lugar más seguro? ¿Por qué preferimos la verdad a una dosis gigantesca de mierda si, en el fondo, es lo mismo?

sábado, 18 de diciembre de 2010

El misterio


En casa de mi madre ha tenido lugar ese maravilloso acontecimiento anual que consiste en sacar, del fondo de algún lugar remoto, una caja de cartón de patatas Risi donde, desde que tengo uso de razón, se han guardado las figuritas del Belén. Debe ser el único objeto de la casa que no ha sufrido una reforma, una rehabilitación o, directamente, un cambio. El Belén permanece, algo que no ha logrado mi fe, por poner un ejemplo. “¿No crees que va siendo hora de cambiar las figuritas?”, comenta mi hermana mientras saca de la caja una oveja con dos patas y el brazo amputado de vaya usted a saber qué pastorcillo. “Esas figuritas llevan toda la vida con nosotros. No estaría bien cambiarlas por otras más modernas. Sería...como una traición a la nostalgia”, contesta mamá. Y retira el papel de periódico del año anterior con el que intenta proteger a los actores del montaje escenográfico que se representará en el recibidor de casa hasta el 7 de enero. Mi madre es una mujer que se entrega con facilidad a la nostalgia. Yo siempre le digo que la culpa de todo eso la tiene "Cuéntame", que nos hipnotiza y nos hace pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. La nostalgia es traicionera, pero mi madre no quiere traicionarla. Paradojas familiares. Mi hermana le insiste en que el ritual está empezando a ser algo doloroso, ya que cada vez hay menos figuras. “Como en la vida”, dice mamá. Y nadie rebate la verdad, así que empezamos a desembalar piezas, sabiendo que metemos la cabeza en la trampa. Y hablamos de aquel año que me dió por poner a C3PO y a R2D2 en el portal, adorando al niño, y mi madre me los quitó, con una sonrisa en los labios, al grito de: ¡Hereje! Y reímos con la figurita de la mujer que llevaba el cántaro a la fuente, que al final perdió el cántaro y el brazo pero la seguímos colocando, manca y todo, a ver si los Reyes Magos, que además son majos, le traían un brazo nuevo, aunque fuera sin cántaro. Al Belén le faltan los efectos especiales. Ya no tiene agua, ni luz, ni musgo, que ahora es delito ecológico. El Belén ya parece un campo de refugiados. Creo que mi madre por fín se ha dado cuenta. “El año que viene pondremos solo el Misterio”, ha dicho. “Pues si hay misterio, yo traigo a Harry Potter”, suelto. Y entre risas, mi madre nos manda a todos a la cocina.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Lo que cuesta un hijo


Nuestra amiga Encarna está imposible. Como recordarás de antiguos mails, su empeño por darle cuerda al reloj biológico y tener un niño antes de que le canten los 40, ha apartado el resto de temas de conversación. Con ella ya no se puede hablar del gustillo que le ha pillado la derecha a manifestarse, ni de la Ley Sinde, ni de nada que no sea un futuro bebé. Yo, que no es que tenga un interés especial en perpetuar una especie de la que tampoco me siento muy orgulloso, sí disfruto con los amigos, la conversación, las largas sobremesas y los chill out espontáneos; algo que, cuando alguna miembro de la pandilla está fecundada, se convierte en un monotemático monólogo que empiezo a sospechar durará hasta que el muchacho en cuestión deje el hogar paterno y se independice. Así que, cansado de teorizar sobre inseminaciones artificiales y donantes de semen, me presenté en casa de Encarna, con la socorrida excusa del café, y un informe del Instituto de Política Familiar (IPF) en la mano. “Mira”, le dije, soltando los papeles sobre la mesa. “5.546 euros/año es lo mínimo que te va a costar un hijo durante sus primeros dieciocho años de vida. Esto supone un coste medio de 455 euros al mes y 15 euros al día que tú, ahora que le has pillado el punto a comprar en tiendas caras, no deberías asumir”. Buen ataque, pensé. “Me da igual lo que opine el IPF ese. Estoy en un momento de mi vida que lo único que quiero es sumar, no restar”. La frase, en boca de Encarna, sonó trascendental, así que contraataqué. “Pero sumar uno más a la familia es restar en todo lo demás y, chica, para procrear ya están los de derechas. La izquierda debería recuperar su actitud hedonista ante la vida”, solté, en plan guay. “La izquierda es compromiso y yo no estoy dispuesta a dejar un planeta gobernado por hijos de señores que han inculcado principios capitalistas, insolidarios e intolerantes a sus vástagos”, contestó en plan Pasionaria Prenatal. “Piénsatelo. Una familia gasta, como mínimo, 98.200 euros en cada hijo durante los 18 primeros años. Metes ese dinerito en una hucha y te pegas luego un viaje de lujo. Yo te acompaño”. Quemé el último cartucho argumental. “Lo que hay que reclamar al gobierno es más ayudas para las familias”, apuntó Encarna. Y yo lo que creo es que deberían ayudarnos a los solteros, que bastante tenemos con aguantar al resto. Misántropo me estoy volviendo.

martes, 14 de diciembre de 2010

Mi Moleskine


Dicen que es un síntoma de inteligencia saber rodearse de gente más brillante que uno mismo. Yo miro a Ana Obregón y tengo mis dudas. También dicen que todo se pega menos la hermosura y como la belleza nunca me pareció un talento, sino una consecuencia genética sin ningún mérito, dejé ese reconocimiento para modelos y actores de Hollywood. Me encantaría que el resto de talentos se ajustasen al dicho popular y fuesen contagiosos. Por eso me he comprado una Moleskine. Se trata de un modelo de libreta de notas que emplearon intelectuales de la talla de Van Gogh, Picasso, Hemingway o Bruce Chatwin. Sus páginas guardaron esbozos, apuntes, historias y sugerencias antes de que llegasen a convertirse en obras. Leo que en 1986 desapareció su último fabricante. “Le vrai Moleskine n’est plus” era el anuncio de la propietaria de la papelería de la Rue de l’Ancienne Comédie, donde se abastecía Chatwin. Al parecer, el autor había hecho un pedido de cien Moleskines antes de salir para Australia, donde escribiría Los trazos de la canción. Ni siquiera logró acumular ese número. Por suerte, sobre todo para mi nuevo cometido, en 1998 volvió a fabricarse, gracias a una pequeña editorial milanesa. “Voy a provocar a las energías que Iker Jiménez dice que se transforman”, le comenté a mi amigo Josep. “¿Ves esta libreta? Es un acumulador de ideas y emociones que esperan descargarse en el tiempo”. Le expliqué que mi objetivo pasaba por escribir sobre el cuaderno de notas que inspiró a los grandes y provocar, así, el contagio. “¿A quién quieres parecerte? ¿A Van Gogh, que murió pobre y sin una oreja? ¿A Ernest Hemingway, que se suicidó tras sufrir múltiples depresiones? ¿O mejor a Bruce Chatwin, que murió a los 48 años tras desarrollar el VIH?, soltó Josep, sin anestesia. Aún no se ha dado cuenta que, aunque los finales nunca serán felices, son las muertes las que forjan las leyendas. Admiro las vidas de los creadores de la misma manera que me atraen sus muertes. Quizá porque haya muchas maneras de morir, incluso estando en vida. La frustración y la mediocridad bien podrían ser un ejemplo. Y aunque sé que en mi Moleskine hay más de fetichismo que de fe en una propagación de energías, voy a continuar tomando notas sin pensar en el día en el que se me agote la libreta.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Nombres y apellidos

Sólo hay algo más peligroso que un gran empresario y eso es el hijo del gran empresario. El padre suele ser alguien emprendedor, diligente, constante; cualidades que ayudan a levantar imperios comerciales prácticamente de la nada y amasar sus consecuentes fortunas, evolucionando hacia grandes inversores. Entre sus logros también suele estar la habilidad de aprovechar la crisis, o el mal que venga, como una oportunidad exclusiva para consolidar posiciones de ventaja frente a sus trabajadores, ya sea mediante la paralización de convenios colectivos o a través de reformas laborales. Ese rasgo es natural, forma parte de la propia esencia del empresario. En un sistema como el nuestro, no se pueden hacer fortunas si se defiende el ‘estado del bienestar’ de los empleados. Dicho eso, estos empresarios son la reencarnación de Marcelino Camacho comparados con sus hijos. Últimamente estoy conociendo, casi por casualidad, a altos cargos de empresas que al conocer su apellido, inmediatamente me hacen sospechar que papá allanó el camino. Lo sé, estoy generalizando; espero que sepan disculpármelo. Y, además, estoy manifestando un resentimiento de clase obrera nada positivo en los tiempos que corren. Me lo haré mirar. Pero volviendo a los hijos del gran empresario, que heredan cargos con la facilidad con la que el resto sumamos contratos basura, lo que sucede es que todo el entorno del hijo, y del apellido, suele hablar pestes de su eficacia, su preparación, su experiencia e incluso, su talante. Vamos, que la gente piensa que el apellido abre puertas pero lo realmente interesante es conocer lo que opinan cuando el apellido sale por ellas. Sospecho que les falta el espíritu de superación del padre. Algo que han sabido compensar con una prepotencia, una ignorancia atrevida y una ostentación digna de un emperador romano. Y claro, como imaginar es lo único realmente gratuito que nos queda, sueño con estados de alarma, perfectamente constitucionales, que aconsejen, a todos esos ‘apellidos propios’, la importancia de empezar desde abajo (y cuando digo ‘abajo’ hablo de contratos en prácticas) para que, mientras se forman y van acumulando experiencia, otra persona más capacitada pueda desempeñar su trabajo.

Lo curioso de estos hijos es que son absolutamente inconscientes de su inutilidad. De hecho, podrían estar leyendo este texto asintiendo con la cabeza, como si no fuera con ellos y hasta asegurando que conocen a tipos así. Y es que todo lo consanguíneo es peligroso. Mira cómo le ha ido a la realeza, sin ir más lejos. Por cierto, me han contado que doña Letizia, una mujer con todas las características de un gran empresario, se comporta en la intimidad como el hijo de un gran empresario. Vamos, como si la sangre azul de toda Europa corriera por sus venas desde el siglo V. Dicen que la futura reina salió a comprar unas sales de baño difíciles de encontrar y entró en una tienda especializada en tratamientos estéticos. Cuando la dependienta le dijo que no las tenía, ella apuntó: “Claro, es que a mí me las traen de Japón”. No sé, pero lo mismo un día se le ocurre comentar que si el pueblo no tiene pan, debería comer pasteles y…calla, calla, que ya sabemos cómo acabó la historia y no queremos volver hacia atrás ni para tomar impulso.

Cambiando de tema, pero tampoco mucho, les contaré que durante todo el puente de la Constitución, y parte del anterior fin de semana, se celebró en Madrid el ‘Mad Bear’, una reunión internacional de ‘osos’ dispuestos a pasar un fin de semana a lo grande, nunca mejor dicho. Por si hay algún neófito/a al argot explicaré que los ‘osos’ son una especie de rama, dentro de la comunidad gay, que se caracteriza por su corpulencia, su rechazo absoluto a la depilación y su obsesiva actitud por huir del estereotipo del homosexual afeminado. Aclarado ese punto, hombres de toda España y resto del mundo se dieron cita en Madrid. Los que pudieron, porque a muchos de ellos les sorprendió la ‘indisposición’ de los controladores aéreos e imagino que acabaron haciendo de los baños y cafeterías de sus aeropuertos de origen, pequeñas saunas y chill outs en los que no perder el tiempo.

A estas alturas ya no hay nada que se pueda decir sobre los controladores que no se haya dicho ya. Así que…me voy a relajar un poco, que yo también tengo mucho estrés.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Playlist (11 de diciembre)

La BBC dice que entre estos grupos, y algunos más, está el 'boom' musical del año que viene. Vamos, que el 2011 va a sonar así:


The Naked & Famous, The Vaccines, James Blake, Jessie J, Wretch 32, Anna Calvi, Esben and the witch, Jamie Woon y Warpaint


Y ellos apuntaron que Franz Ferdinand sonaría en 2004, Bloc Party en 2005, Mika en 2007 y The Tin Tings en 2008.

Familia tradicional


No sé qué pedirle a los Reyes. La verdad es que lo que deseo ya se lo he pedido a Papá Noel. Para mí, los regalos son como el transporte: hay que elegir el que antes llegue. Y algo como eso se ha convertido en una característica antipatriota. Internet está lleno de mensajes contra Santa Claus y a favor de los Reyes Magos. El virus del nacionalismo es lo que tiene, que muta a la velocidad del AVE. “Nuestra tradición son Melchor, Gaspar y Baltasar y no ese gordo que no tiene nada que ver con nuestra cultura”, soltó mi amiga Encarna mientras se zampaba un Whopper con queso y extra de pepinillos. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Pensé que las costumbres que pasan de generación en generación no tendrían porqué suponer un conflicto social, excepto en la mente de aquellos que lo único que les interesa de la tradición es ese ingrediente conservador que bloquea todo progreso. Olvidan que la tradición también es susceptible de cambio; que las cosas pueden llegar a ser tradicionales, o dejar de serlo, en el plazo de una generación. Y aunque hay tradiciones aparentemente sólidas, hay que entender que deben ser compatibles con otras, como no puede ser de otra manera en ese famoso planeta multicultural que nos venden cada día. Hay hombres, mujeres y obispos que hablan de la tradición como si fuera una condecoración militar, una medalla que ganaron en vaya a saber usted qué batalla. Salen a las calles y se manifiestan en defensa de la familia tradicional, eligiéndose representantes de esa institución. Mi familia, que es una familia tradicional, no se siente reflejada en las señoronas y señorones que salen a la calle diciendo que ellos protegen un modelo de familia, como si la familia fuera el lince ibérico. Y como mi familia, miles más. Esa gente no representa a la familia tradicional. Esas personas representan a confesiones como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y demás doctrinas de extrema derecha. A esas familias son a las que representan, no al resto. Que mantengan a salvo sus tradiciones que yo mantendré las mías lejos de ellos. Con lo monas que estarían todas en sus casas, poniendo regalitos bajo el árbol de Navidad y encerradas en la Misa del Gallo por los siglos de los siglos. Amén.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Pistolas por condones


Os voy a contar una cosa que me sucedió hace unos años. Quedé con Marta, una amiga. “Por favor, tenemos que vernos. Es urgente. De lo contrario soy capaz de pasarme la Epilady por la cabeza, que sabes que cuando me asalta la ansiedad me pongo muy bruta”, me dijo al teléfono. Estaba nerviosa, así que me eché tres lexatines en el bolsillo y acudí a la cita. “Soy un monstruo”, dijo, con esa mirada que pone Marta, a lo Catherine Deneuve en Repulsión. “Y no es la primera vez que me pasa”. “¿Que te pasa qué? Chica, que das más rodeos que la televisión local de Oklahoma”, le dije, con esa sensibilidad terapéutica que he aprendido con los años de paciente de un psicólogo argentino. “Me ponen los malos”, soltó así, de golpe. “Me ha vuelto a pasar. Compré el periódico y ahí estaba él, en la portada: el criminal de guerra croata más buscado. Se llama Ante Gotovina, tiene 50 años y está buenísimo. En la foto, con su pelito corto y sus vaqueros, tenía esa dureza balcánica que me hizo imaginar noches de sexo salvaje y entregado. Como los chiítas de Mujeres al borde de un ataque de nervios, al vivir perseguido por la ley, creo que se entregará más en la cama porque nunca sabe si será la última vez que estará con una mujer en años. La gente lee esa noticia y se congratula de que el asesino fuera detenido. Otros recuerdan el desastre de la batalla y sufren con la mirada. Y yo, ¡yo veo a un hombre acusado de la matanza de 150 serbios y me pongo más cachonda que una Playmate en un colchón de látex! ¡Estoy enferma! Y te digo que no es la primera vez. Ya me ha pasado con algún etarra, que los veo guapos en esas fotos que les hacen cuando los detienen. Quizá falta asearles un poco y arreglarles el pelo, que llevan unos estilismos espantosos, pero tienen materia prima. Fíjate que una vez soñé que le planteaba al Ministerio de Interior un programa de reinserción que se llamaba ‘Pistolas por condones’ y consistía en que cada vez que un malo tenía ganas de matar, yo iba y le hacía el amor. Soy un monstruo, ¿verdad?” Entonces saqué los tres lexatines de mi bolsillo, pedí un JB y me los tomé sin mediar palabra. A ver, qué iba a hacer.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El enemigo invisible

Una funda de viaje para el cepillo de dientes, una crema antiarrugas de las baratas, un vinilo de Mari Carmen y sus muñecos, un Oscar de plástico al más cabezota, una bruja de resina, una corbata amarilla con varias muecas de Jim Carrey y una hucha con forma de retrete que ni te cuento cómo sonaba la cisterna cada vez que se tragaba una moneda. Todo eso es lo que yo he obtenido desde que a tu amiga Luisa se le ocurrió que la mejor manera de celebrar la hermandad era jugando al ‘amigo invisible’. No sé nada de incorpóreos pero de lo que estoy seguro es de que ‘ése’ no es amigo mío. ¿Acaso se le puede llamar así a alguien que, amparándose en el anonimato, te regala unos calzoncillos con dibujitos de Piolín? Más le vale seguir siendo invisible porque como se materialice soy capaz de partir en su cabeza el pisapapeles recuerdo de Covadonga que me tocó hace 3 años.
No dándose por vencida, Luisa ha convocado la IX edición del amigo invisible, como si fueran los Goya. “Este año no vale pasarse de 20 euros”, dijo el comité organizador. “¿Este año? ¿Eso significa que alguien se gastó más de 20 euros en alguien? ¿Acaso mi funda para el cepillo de dientes rozó, por alguna fórmula matemática que ignoro, ese límite presupuestario? ¿Quizá lo hizo mi váter tragapesetas?”, pregunté con esa rabia con la que sólo sabemos preguntar González Pons y yo. Han vuelto a cabrearse todos conmigo. Encima, cuando se lo he contado al psicólogo argentino me ha dicho que lo que me pasa es que proyecto en ‘el amigo invisible’ mi miedo a pasar desapercibido. Que tengo la autoestima maleducada y que debería asistir a una conferencia que impartirá el próximo enero titulada ‘El ego, ¿bálsamo o veneno?’ Y para colmo me ha tocado obsequiar a Marta, que odia los regalos perecederos. Invisible...eso es lo que quiero ser.

martes, 7 de diciembre de 2010

Tono Caoba

Hay quien, cuando cree que la vida le sonríe, lo pinta todo color de rosa. A primera vista, me resulta tan naif que me parece hasta entrañable. No quiero pecar de déspota, pero siempre que he pintado la vida color de rosa, el destino, metamorfoseado en paloma, ha cagado encima. El rosa es un color contradictorio; me provoca las mismas dosis de atracción que de rechazo. Es lógico: se trata de un color que nace de mezclar blanco (pureza, virginidad) y rojo (pasión, deseo). Y aunque esa discordancia me estimule, huyo de ella procurando pintar mi vida de otro color. Tarea ardua para un discrómata como yo, pero ese es otro tema. Me incordia no tener la posibilidad de diferenciar los matices, los detalles, que diferencian un color de otro. Especialmente porque si disfrutase de esa característica, ya hubiese encontrado un tono con el que definir mis días rosas. Algo que mezclase la inocencia con el pragmatismo, la imaginación y la realidad. Yo, en esos casos, voy a empezar a decir que tengo un día ‘con tonos Caoba’, muy L’Oreal. No porque sepa qué color es el ‘tono caoba’ sino porque lo relaciono con la vedette mallorquina Vivian Caoba, una mujer que mezcla lentejuelas y lentejas, o sea, que es, a partes iguales, fantasía y sensatez.

Ya les he hablado mucho en este rincón de la fiesta ‘¡Qué Maravilla!’, que organiza cada mes el actor Jorge Calvo, y que es la cita festiva de moda en la capital. Pues bien, Vivian Caoba es la artista residente de esa fiesta. Las colaboraciones van cambiando de una edición a otra pero las únicas estrellas estables son Vivian y Omeoprazol (personaje interpretado por el actor, también mallorquín, José Martret). En el último ‘¡Qué Maravilla!’, que en esta ocasión tenía el subtítulo de ‘una fiesta para señoras separadas y que no están bien’, la Caoba brilló con luz propia. Se fotografió con el libro del escritor y guionista Juan Flahn, ‘De Gabriel a Jueves’, una novela que ya tiene su propio Club de la Lectura en Facebook, donde todos –amigos, conocidos o simplemente lectores- se retratan leyendo el libro. Desde el director de cine Félix Sabroso a Boris Izaguirre, pasando por la actriz Loles León, el diseñador Lorenzo Caprile e, incluso, yo mismo (qué osadía incluirme en esta lista de nombres pero…como el artículo es mío…), tenemos nuestra foto leyendo el libro de Juan. Desde el pasado domingo, también está Vivian.

Ella tiene la misión, en la fiesta, de cantar una canción de Ana Belén. Ha cantado Agapimú, El Hombre del Piano y Desde mi libertad, tema con el que acabó desnuda en el escenario, cual Venus de Botticelli, ante una tremenda ovación del público. En esta ocasión, Vivian interpretó Lía, en una adaptación que, de repente, se convertía en un tema mucho más rockero que el original y donde se despojaba de su falda larga, transformando el vestido de noche con el que salió al escenario en una especie de maiot de súperheroína vintage. Toda esta explicación no tendría mayor importancia si no fuera porque, esta vez, entre el público, a mi lado, estaba la actriz Marina San José, hija de Ana Belén y del cantautor Víctor Manuel. Cuando Vivian empezó a deshacer el ‘nudo de dos lazos’ de la canción, Marina, muerta de risa, buscó el móvil en su bolso y comenzó a grabar la actuación. No fue lo único que registró esa noche su iPhone. Cuando Vivian regresó al escenario para interpretar, junto a Isaía’s (Jorge Calvo), el tema La Puerta de Alcalá, Marina volvió a grabarlo todo. “Mañana pienso enseñárselo a mi madre”, me dijo, entre risas. Por supuesto, Vivian se enteró.

Superados los nervios iniciales, nuestra vedette se hizo una foto con Marina –“te la paso si pones, como pie de foto, ‘Marina San José y su madre putativa’”, me dijo Vivian-, y le suplicó que no se lo mostrara a su madre –“por su bien, por tu bien y por mi bien”-, aunque al final, asumiendo que ese video se iba a reproducir varias veces, apuntó que su interpretación estaba hecha con todo el cariño. Aquello fue puro ‘tono Caoba’.

También aprovechó el micrófono para arremeter contra aquellos que, tras una de sus actuaciones, en la que interpretó una versión reducidísima del Cant de la Sibil·la, se quejaron por lo aburrido de la actuación, sin comprender por qué se permitía una actuación tan larga, tan anacrónica y, encima, en mallorquín medieval. Y ella recordó que ese canto fue proclamado por la Unesco, hace unas semanas, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad y definió, a las que se quejaron entonces, como “tontas e incultas”. Otro tono Caoba.

“Ha venido un chico y me ha dicho que tengo una voz especial”, me contó Vivian, al final de la fiesta. “Mujer, especial es”, le dije. Llegar al ‘tono Caoba’ no es nada fácil. Al parecer, el muchacho, un adolescente argentino, le había afirmado que todos los que actuaron esa noche le habían dado el valor suficiente para salir del armario, el miércoles siguiente, delante de su familia. ¿Qué por qué justo el miércoles? Eso no lo sabemos. Hay razones que se escapan al mismísimo ‘tono Caoba’.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Los ricos viven menos

No sé si ya he colgado este texto pero...hoy me apetecía hablar de esto así que, si está repetido, perdón. Y si no, ya tienen algo nuevo que leer hoy. Les adoro.




Amigo, desde que sobrevivo en Madrid viajo mucho en Metro. El Metro es uno de los medios de transporte más efectivos y tristes que existen; tal es la melancolía que provoca un trayecto en Metro, donde no existe la luz natural y los seres humanos se mueven en desfiles de autómatas como en La invasión de los ladrones de ultracuerpos, que la gente prefiere dormir, cerrar los ojos a su entorno, o aislarse mediante un mp3 o algo de lectura más o menos convencional. A veces a mí también me pasa y si el Ipod no tiene batería o me he dejado en la mesilla Una casa en el fin del mundo de Michael Cunningham, busco una salida al abatimiento y comienzo a imaginarme historias detrás de los ojos de la persona que tengo sentada enfrente, y en las expresiones congeladas desde las 8 de la mañana de un grupo de ecuatorianos, y en las manos que sujetan un libro envuelto en papel de periódico, para que no se ensucie la cubierta, o tras las cabezadas incontrolables de una mujer casi anciana que oculta sus zapatos tras varias bolsas con compra del mercado. En uno de esos recorridos por el subsuelo, sin libro ni música que echarme a la imaginación, me llamó la atención un titular sensacionalista del periódico de 20 páginas que leía la persona que viajaba a mi lado. En la misma tipografía que el publicista de Pepa Flores utilizaría para promocionar el regreso de ‘la más grande’ a la música, leí: “¡Tranquilos, los ricos viven menos!”. Así, con signos de admiración y subtítulos jocosos que nos hicieran pensar, a todos esos individuos anónimos que viajábamos en ese vagón –porque los ricos no van en Metro-, que en el fondo, los afortunados éramos nosotros no ellos, que viajan en coches de lunas tintadas y aire acondicionado, que ven la luz del sol mientras hablan por el móvil con la secretaria que les reserva mesa para esa noche en el restaurante de moda. ¡Qué bueno ser pobre de clase media ahora que el dinero, además de no dar la felicidad, acorta la vida! Al llegar a mi destino se lo conté a Emma, la ex secretaria rubia de mi ex psicoanalista, y dijo: “¿Estaba bueno el tío que leía eso?” Así que llamé a Marta, que es como entrevistar a Loquillo, que siempre te da un titular. O dos. “Me parece una ofensa inmoral que alguien se dedique a elaborar estadísticas absurdas con el objetivo de hacernos creer que los ricos también lloran porque su consumo insostenible de bienes y servicios perjudica seriamente su esperanza de vida”, contestó indignada. Le expliqué que existen 14 consejos para vivir más tiempo y que quizá deberíamos ponerlos en práctica: no dormir demasiado, ser optimista, practicar más sexo, tener una mascota, hacerte análisis regularmente, dejar de fumar, vivir con tranquilidad, comer alimentos antioxidantes, emparejarte bien genéticamente (o sea, que tu pareja también tenga padres y abuelos longevos. Eso suponiendo que desees que tu hijo también viva mucho, que eso va en gustos), hacer ejercicio, reír, perder peso, controlar el estrés y meditar. “¿No te das cuenta que hay que ser rico para poder cumplir con todo eso?”, apuntó Marta. Y decidimos que, aunque pobres, esa noche íbamos a intentar cumplir con el tercer consejo tantas veces como ricos dicen que entran en el infierno.


Me voy de fin de semana...

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Lo dice la tele

Abrí la puerta y encontré el rostro malhumorado de Marta. “No puedo con mi madre”, dijo. Y me apartó para adentrarse en la casa sin que mediase invitación. “¿Te puedes creer que me llama cada día para decirme que por qué no me vuelvo al pueblo con ella, que qué se me ha perdido a mí en la ciudad, con lo peligrosa que es? Está obsesionada con que las calles están llenas de asesinos, violadores, psicópatas y skin heads que la van a dejar sin hija”, contó, todo de un tirón. “Hombre, tu madre ve mucho la tele y si yo pensase que el mundo es unicamente eso que sale por la tele, también me preocuparía”, apunté. “¡Tú lo has dicho!”, contestó con vehemencia. “El problema no es la inseguridad ciudadana, que existirá, por supuesto, como en todo el mundo. El problema es que su idea del mundo es la que le cuenta la televisión”. Hablando con Marta me di cuenta de que los canales de televisión son paradigmas culturales de nuestra sociedad y nos damos cuenta cuando descubrimos que nos relacionamos con la realidad metiatizados por ellos. “Mi madre cree que el mundo es España Directo o Callejeros. O sea, personas pobres a la que le suceden todo tipo de desgracias, incluidos incendios, inundaciones, asesinatos y desapariciones, y gente rica a la que invitan a presentaciones y que, cuando les toca sufrir, les pagan fortunas para que lo cuenten”, explicaba Marta. Con ese concepto, su madre sospecha que vive en la primera parte de Gente, o sea, la parte de los pobres. “Mujer, podías invitar a un equipo de televisión para que te persigan en tu jornada cotidiana y tu madre se quede tranquila, pero algo me dice que eso no sería noticia”, dije. “Por mucho que le tranquilice a un país saber que hay gente pasándolo peor, creo que ese tipo de programas son opio para el pueblo. Mientras ven cómo sufren los demás no provocarán cambios en sus vidas. Los países más conservadores son aquellos que le inculcan el temor a su sociedad. Y nuestra tele va por ese camino”. Luego me dijo que tenía prisa, que llegaba tarde al fisioterapeuta. Y se marchó como vino. Sin avisar y malhumorada con su madre y con el mundo.