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viernes, 11 de febrero de 2011

Ese santo con forma de corazón

No te rías pero comienzo a tener los síntomas del soltero en vísperas de San Valentín. Empiezo a soñar con la Anne Igartiburu que salía en Homo Zapping. Se me aparece en medio de mis descansos nocturnos para recordarme que el tetra brick de leche tiene forma de corazón, corazones, y que cuando el día 14 me dé por llorar y me suene la nariz, me fije en el pañuelo porque seguro que los moquitos tienen forma de corazón. Ni qué decir que me despierto sobresaltado todas las noches. No llevo bien lo de San Valentín; siempre dudando si sucumbir a las leyes de la oferta y la demanda o mantenerme firme frente a un amor que no necesita rosas y bombones para demostrar que está vivo. Recuerdo un año en que decidimos, de mútuo acuerdo, no sucumbir al marketing ni gastarnos un euro en un gran almacén. Nada. Nos amamos todo el año y nos pasamos por el forro de los Calvin Klein al santo del amor. Pero el 14 es un número implacable y uno no puede evitar pensar que, en el fondo, un detallito tampoco hace mal a nadie. Así que compré una rosa y un compacto de baladas italianas, lo que demuestra que el 14 de febrero el cerebro se licúa. Busqué el momento e hice entrega de mi regalo, con todo mi amor. “Pero... ¿no habíamos quedado en que no nos regalábamos nada?”, dijo. “Ya, pero no lo he podido evitar”, argumenté. Me dio un beso y unas gracias pero no un regalo. “¿Será capaz de haber pasado de San Valentín y dejarme sin detalle?”, pensaba. “No, está disimulando. Hace como que no ha comprado nada pero cuando menos me lo espere...” Según avanzaba el día, el 14 daba paso al número de la bestia y comienzas a pensar cosas horribles de tu pareja, que ni siquiera ha sido capaz de romper el trato para comprarte cualquier cosa. Porque, para tu desgracia, es del tipo de personas que cumplen su palabra. Aquel año decidí dejar de celebrar San Valentín y empezar a celebrar San Ballantines.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El enemigo invisible

Una funda de viaje para el cepillo de dientes, una crema antiarrugas de las baratas, un vinilo de Mari Carmen y sus muñecos, un Oscar de plástico al más cabezota, una bruja de resina, una corbata amarilla con varias muecas de Jim Carrey y una hucha con forma de retrete que ni te cuento cómo sonaba la cisterna cada vez que se tragaba una moneda. Todo eso es lo que yo he obtenido desde que a tu amiga Luisa se le ocurrió que la mejor manera de celebrar la hermandad era jugando al ‘amigo invisible’. No sé nada de incorpóreos pero de lo que estoy seguro es de que ‘ése’ no es amigo mío. ¿Acaso se le puede llamar así a alguien que, amparándose en el anonimato, te regala unos calzoncillos con dibujitos de Piolín? Más le vale seguir siendo invisible porque como se materialice soy capaz de partir en su cabeza el pisapapeles recuerdo de Covadonga que me tocó hace 3 años.
No dándose por vencida, Luisa ha convocado la IX edición del amigo invisible, como si fueran los Goya. “Este año no vale pasarse de 20 euros”, dijo el comité organizador. “¿Este año? ¿Eso significa que alguien se gastó más de 20 euros en alguien? ¿Acaso mi funda para el cepillo de dientes rozó, por alguna fórmula matemática que ignoro, ese límite presupuestario? ¿Quizá lo hizo mi váter tragapesetas?”, pregunté con esa rabia con la que sólo sabemos preguntar González Pons y yo. Han vuelto a cabrearse todos conmigo. Encima, cuando se lo he contado al psicólogo argentino me ha dicho que lo que me pasa es que proyecto en ‘el amigo invisible’ mi miedo a pasar desapercibido. Que tengo la autoestima maleducada y que debería asistir a una conferencia que impartirá el próximo enero titulada ‘El ego, ¿bálsamo o veneno?’ Y para colmo me ha tocado obsequiar a Marta, que odia los regalos perecederos. Invisible...eso es lo que quiero ser.