martes, 31 de agosto de 2010

Pareja sin anestesia

Me ha vuelto a suceder. Ayer fue uno de esos días en los que la realidad superó de nuevo a la ficción. Estaba tomándome una clara en una terraza cuando ocurrió. Él era un hombre de unos 50 años; muy atractivo y vestido con todos los convencionalismos que le debieron elegir como el chico más popular del instituto. Ella no le andaba lejos en edad. Su pelo rubio, exquisitamente alisado, contrastaba con la delgada línea negra de sus cejas. Su traje de chaqueta era lo suficientemente elegante como para no admitir que le hacía mayor. Él hojeaba un periódico. Ella dibujaba círculos en el café con la cucharilla.

Ella: Voy a operarme.

Él: ¿Otra vez? No ha pasado un año desde la última vez.

Ella: Quiero retocarme el cuello.

(Él levantó la vista del periódico y durante unos segundos miró su cuello. Luego, regresó a la lectura. Ella vació la taza en un vaso con hielos).

Él: Deberías darte cuenta que envejecer no es un castigo, es un privilegio.

Ella: Tienes un morro increíble. Cuando quieras darle un repaso a tus patas de gallo me encargaré de recordártelo.

Él: No es lo mismo.

Ella: Desde luego que no es lo mismo. Somos nosotras las que a partir de los 40 tenemos que luchar contra la gravedad.

Él: Te aseguro que nosotros también.

Ella: Sí, pero no hay Viagra para las tetas, ni para los pómulos y mucho menos para la papada.

Él: Es un gasto extra. Quedamos en que sería una operación al año para cada uno. Con esta llevarías dos.

Ella: Es de extrema necesidad.

Él: (irónico) ¿En serio? ¿Es cuestión de vida o muerte?

Ella: No sentirse deseada también es una manera de morir.

Él: Querida, cada día me sorprendes más.

Ella: Desde que te pones botox nunca sé cuando te sorprendes. ¿Pedirás hora al doctor Román?

Él: Vale, pero tengo derecho a dos operaciones seguidas. Estoy pensando en reafirmarme los glúteos.

Ella: (irónica) ¿El culo? ¿Y eso? ¿Cuestión de vida o muerte?

Él: No. De poder. Como todo.

(Él se concentró en el anuncio del Audi Q7 de la página impar. Ella dió un sorbo al café y empezó a juguetear con la uña entre los cubitos de hielo).

Las Aventuras de Enrique y Ana. Cap. 1

Todo empezó así. En Madrid, en el año 1983.

Lo realmente sorprendente es lo lejos que están las voces de Enrique y Ana de los personajes que acabaron hechos unos x-men (o mutantes). Es que es muy difícil hacer un buen capítulo piloto.



lunes, 30 de agosto de 2010

Playlist (30 de agosto de 2010)

No entiendo la vida sin música. Bandas sonoras para nuestras inspiraciones, argumentos, desahogos, quebrantos,...Por eso he creado una playlist en Spotify para compartir la música que escucho en un momento determinado. Ahí, donde pone El Spotify del sr Paco Tomás, pinchando en la imagen, entráis en la lista musical que hoy, a modo inauguración, cuenta con:

The divine comedy, The B-52's, Rosemary Clooney, Hot Chip, Phoenix, Gloria Trevi, Algora, 30 seconds to Mars, The Temper Trap, Florence + The Machine, Mumford & sons, Carlos Berlanga y Dominique A.


Muy transversal.

Que lo disfrutéis.

Match Point


Que sepas que Marta y Emma se han peleado. Y todo por culpa de las verduras, para que luego digan que la violencia subyace tras los dientes del carnívoro. La discusión comenzó cuando quedamos con Marta para que superase su depresión post declaración de la renta. “Detesto ser solidaria, odio pagar impuestos. El único ‘de la renta’ que tolero es Óscar y con lo que me quita Hacienda bien podría costeármelo”, lloriqueaba Marta. Le propuse que fuésemos a comer algo con mucha grasa y hueso, para poder usar las manos, y elevar el ánimo como en una sobredosis de Viagra. Fue entonces cuando empezó el partido. “Nada de colesterol, que ahora soy vegetariana”, dijo Emma. “¿Vegetariana? Lo que te faltaba bonita. Pues con lo fashion que tú eres deberías saber que lo de preferir un apio a un solomillo está pasadísimo de moda. Muy setenta”, soltó Marta. “Te equivocas. ¿Sabías que Prince fue elegido como el vegetariano más sexy del mundo? ¿Acaso Prince no está de moda?”, contestó Emma. “¿Te refieres a ese cantante ‘antes-conocido-como-Prince’? Ahí está la clave. Esa rareza de quitarse y ponerse nombres no tiene nada que ver con las excentricidades de una estrella del pop. Es porque le falta vitamina B12, que evita fatigas, depresiones e inestabilidad de ánimo. ¿Y sabes dónde está esa vitamina? ¡En la carne!”, argumentó Marta. Y yo en las gradas, como si estuviera viendo una bola de set entre Nadal y Federer. “Nunca me fiaría de alguien que se mete en la boca algo que sangra”, dijo Emma. “Pues ve diciéndole adiós a tu vida sexual, querida”, contraatacó Marta. Bola de partido. “Además, ¿cómo vas a ser vegetariana si eres de derechas? ¿Conoces algún votante del PP que entre un chuletón de Ávila y una ensalada de berros elija los berros?”, añadió. “¡Tú qué sabes a quién voto yo! Eres una prepotente. Siempre te crees en posesión de la verdad. Pareces El País”, señaló Emma. “¿Ves como eres de derechas? Además, los vegetarianos son aburridos”. “¡Eso es un tópico barato!, gritó Emma”. “Seguramente. ¿Puedes decirme dónde está la alegría en el miso, el hongo y las algas? Aunque ahora que te miro...eres más aburrida que una col de Bruselas”. Emma puso cara de asesino en serie y se marchó. “Me encuentro mucho mejor. Ya ni me acordaba de Hacienda”, dijo Marta con cara de haber ganado su primera ‘ensaladera’.

La despedida

Imagino que la racionalidad, esa característica humana de la que adolece el ser humano, contribuye a que aprendamos a evaluar todo lo que nos sucede para sacar el mayor partido posible a ese indeterminado espacio de tiempo al que llamamos vida. En esa constante búsqueda de la satisfacción de los objetivos acumulados, (estoy hablando como un ministro de Economía) asimilamos tantas cosas que, de alguna manera, acabamos viviendo de hábitos. Y aunque el hábito no haga al monje, nos acostumbramos a todo, hacemos cosas, reaccionamos, siguiendo un manual de conducta sin tan siquiera detenernos en el instante que estamos viviendo. Pero siempre hay algo, algo de ese catálogo de emociones, que no hemos logrado domesticar. Yo, a pesar de haberlo hecho muchas veces, no logro acostumbrarme a las despedidas. No me gustan. Vulneran mi espacio físico más íntimo, me obligan a salir del caparazón y mostrar al ‘ser’ que habita dentro y eso…me incomoda. Mentiría si les dijera que no he aprendido a fingirlas pero, aún así, acabo agotado. O sea, que no les cuento lo que le pasa a mi estructura cerebral cuando tengo que despedirme de algo o alguien que me ha hecho disfrutar. Me gustaría ponerme en contacto con los genios que elaboraron la última reforma laboral y preguntarles qué hay que hacer para que una despedida le salga más barata a mi corazón, quién se encargará de darme 33 besos por año disfrutado, si incluso puedo despedirme libremente cuando existe una previsión de pérdidas emocionales, que siempre son las más difíciles de amortizar. Me gustaría poder despedirme como los que una noche dicen que se van a por tabaco y nunca vuelven. No sé si alguna vez, en su huída, sienten remordimientos por no haberse atrevido a decir adiós. Cuando era pequeño, sólo se decía ‘adiós’. Pero hubo un tiempo, quizá en los 80, en el que se puso de moda el ‘hasta luego’ y nunca más volví a pronunciar un ‘adiós’. Ni siquiera ante esas personas que, con dificultad, el destino volverá a poner en mi camino. Y como comprenderán, no lo voy a hacer ahora. Este es el principio del último programa y eso, no es un final. Al menos, no de momento.

domingo, 29 de agosto de 2010

Paco Rabal (8 de marzo de 1926-29 de agosto de 2001)

Llegaba de Montreal con un homenaje debajo del brazo. Seguro que lloró al recibirlo. Era un hombre corpulento, de voz de dragón, corazón blandito y sangre roja. La misma que corría por sus venas y su conciencia cuando vendía pipas y caramelos, cuando aprendía a hacer chocolate y cuando actuaba de electricista para poner algo de luz encima de la mesa. Llenó su juventud de versos, de mujeres y de compromisos hasta que decidió compaginar las tres cosas con una actriz y esposa como Asunción Balaguer, una mujer sin la que sería muy difícil entender al actor que empezó a sumar joyas a su filmografía como Hay un camino a la derecha, El beso de Judas e Historias de la radio.

Al lado de Paco Rabal, "Pacorrabá" como le gritaban a su paso en su tierra murciana, se aprendían historias; la historia que contaba desde fuera el talento de Luis Buñuel y que le vistió de santo en Nazarín, de seductor en Viridiana y de Rabal en Belle de Jour. A su colección de interpretaciones sumaba momentos que en ese macro país que cree haberlo inventado todo le hubieran asegurado tantos premios que la casa de cultura de Aguilas tendría que haber ocupado el terreno de un gran almacén. Epílogo, Truhanes, La hora bruja, La colmena, Luces de bohemia, Pajarico, Átame, Goya en Burdeos, ... Sólo son algunos de los juegos que el maestro quiso compartir con los espectadores participando de una carrera quizá irregular pero en la que sólo las películas podrían hacerse pequeñas y nunca la interpretación de Paco Rabal.

Eso es algo que las diferentes generaciones iban descubriendo sumándose al carro de la admiración por el actor. Allí estaba la abuela que creció a la par que ese guapetón tan rojo que acabó haciéndole llorar con su talento; estaban los padres, que creyeron perder la epidermis detrás del Azarías de Los santos inocentes (no haber visto esta película debería estar tipificado en el Código Penal); estaba el hermano mayor, que disfrutó con las correrías de Juncal y su Búfalo; y la pequeña, tan moderna, que se dejó enganchar por aquel director inválido enamorado platónicamente de Victoria Abril en Átame.

Y si todo eso se mezcla en el continente de un hombre íntegro, honesto, bueno -los que le conocieron dicen que era el único actor que se sabía el nombre de todos los miembros del equipo de un rodaje, del director al eléctrico pasando por la maquilladora o el chaval de la furgoneta- y sabio, uno va humedeciendo sus ojos porque detesta perder genios vestidos con piel de cordero. Me han dicho que te has ido cerca del cielo. Por si acaso le ves, saluda a Alberti de mi parte. Adiós "milana bonita". Hasta mañana, Paco Rabal.

La mentira de la ambición

Pienso que el sistema, ese del que todo el mundo habla como si fuera una especie de divinidad que aunque pueda cuestionarse es indispensable, ha creado una generación, o varias, de monstruos instigados por la ambición. Durante años hemos pensado que la ambición era positiva, actuaba de incentivo, impulsaba a las personas que deseaban cambiar su entorno, viendo oportunidades donde los demás veían obstáculos. Una persona sin ambición es una persona que no progresa, que no innova, que no interesa. Y salvando los matices, así lo hemos creído. Sin embargo, esta semana, delante de un capítulo de la serie The Wire –tengo que perderme por la Fnac y comprarme el resto de temporadas que me quedan- descubrí una nueva perspectiva de la humanidad. A estas alturas, uno ya sabe que las verdaderas lecciones no están en los libros de texto. En la serie, en plena trama de drogas, su protagonista, el agente McNulty, se rebela al comprobar que si la mitad de la oficina del fiscal no quisiera ser juez, ni socia de un bufete, y tuvieran el valor de acabar las cosas, los malos serían juzgados y condenados. Eso me hizo pensar en la ambición como un motor que mueve el mundo, pero que lo mueve en la dirección equivocada. El sistema nos ha educado en la ambición y no cuestionamos nada porque una virtud no se cuestiona. Pero quizá no sea exactamente así. Tal vez nuestro deseo de llegar más lejos, de disfrutar mejores puestos, de ganar más dinero, no sólo puede convertirnos en seres despiadados con nuestros compañeros sino que puede transformarnos en individuos sospechosamente amables con nuestros superiores, tipos nada incómodos al poder y a los que tener en cuenta cuando hay despachos que ocupar. Incluso diría que la mayor parte de los ambiciosos aceptan ese segundo rasgo con más firmeza que el primero. El abogado quiere ser ayudante del fiscal, el ayudante del fiscal quiere ser fiscal, el fiscal quiere ser juez y el juez, senador. “Todo el mundo tiene un puto futuro por delante”, grita el agente McNulty en plena calle. Nadie acude a la sencilla fórmula talento/valía=recompensa y eso envicia la operación. Tal vez la sociedad funcionase mejor si no tuviésemos tanta ‘ambición’. O al menos, si no aceptásemos su protocolo tan silenciosamente. Creo que ya estoy preparado para escribir libros de autoayuda. Me siento un poco Alex Rovira. Y todo este caos me asalta la semana en la que se hace oficial que La Transversal, el programa que dirijo y presento en RNE, desaparece de la parrilla. Al mismo tiempo, me ofrecen dos propuestas: una en Radio 3 y otra en Radio 5. También me ofrecen hacer una 'pequeña transversal' de diez minutos dentro del programa que me va a sustituir. Esa propuesta la rechazo de inmediato por sentido común y, las cosas como son, un poco de dignidad. No sé qué hacer con las otras dos opciones. Si acepto las dos ¿puede denominarse ambición? Si es así, ¿soy peor persona? Creo que no pero me sobrecoge pensar que tenga que reírle los chistes a mis jefes hasta el día en que firme el contrato.

sábado, 28 de agosto de 2010

Naufragando en internet


Lo hice. Nunca pensé que fuera a ser capaz pero...lo hice. Al principio dudé, como la primera vez que vas a una playa nudista y no sabes si quitarte el bañador será el remedio que conduzca a la enfermedad. Y puestos a desnudarnos, busqué un portalito de internet y colgué la ropa seca en la cuerda, como las banderas que ondean los náufragos esperando que alguien encuentre la balsa de troncos. Nadar y guardar la ropa; o mejor dicho, navegar, a la deriva. Vamos, poesías aparte, que mi perfil descansa, porque de momento parece estar aletargado, en una web de contactos. Es un portal en el que uno puede poner hasta fotos suyas vestido. La gente ve tu edad (suponiendo que sea verdadera), tus características físicas (suponiendo que sean reales), tus aficiones (suponiendo que las tengas) y tus gustos sexuales (suponiendo que te quepan). Luego van y te envían un mensaje para quedar. Lo que sucede después lo ignoro porque en mí no se ha interesado nadie, por el momento. “¿Quién coño es Thierry Jonquet? ¿Y lo último de Lizz Wright?”, me preguntó mi amigo Carlos, tras leer mis aficiones. “Jonquet es el autor de Tarántula, una novela estupenda. Y Lizz Wright es una cantante de soul y jazz que...” “Demasiado intelectual”, me interrumpió. “Así no te va a entrar nadie. Para empezar deberías cambiar las fotos y poner alguna del torso, que se te vea la carne”. “¡Si no tengo! Además, ¿cómo voy a ofrecer carne cuando no busco eso?”, contesté, con más dudas que el protagonista de Memento. “Todos buscamos eso. Es que tu rollo echa para atrás. Para cultura ya están los libros y los documentales de La 2. Aquí lo que se cotiza es la marcha”, me dijo. “¿Marcha? Pero, ¿no estábamos hablando de amor?”, contesté con la misma cara de pringao que se le quedó a Justin Timberlake cuando vió a su novia morrearse con Madonna. A lo mejor es que mi amiga Marta tiene razón cuando nos dice que Internet es el outlet del amor: sólo hay prendas de temporadas pasadas o con alguna tara. Aunque yo, lo que menos veo es ropa.

viernes, 27 de agosto de 2010

Galería de Polaroids

Ecléctico y apaleado


Estimado amigo, para que veas que la derecha tiene inquietudes, te informo que esta semana nos ha visitado Alberto Ruíz Gallardón para hablarnos de música. Su conferencia comenzó con una máxima interesante. Dijo que “la única variante del pensamiento del hombre que no ha defraudado es la musical”. Podría añadir que no opino lo mismo cuando escucho a Julio Iglesias cantar tangos pero no lo voy a hacer porque voy a hablarte de gente que sí se decepciona con la música que escuchan los demás: los ‘xenófobos del ritmo’. Sí, has leído bien. Te pongo un ejemplo. Una vez me encontré, en el café Bosch de Palma, con un grupo de conocidos. Yo venía de comprar música y todos tuvieron la curiosidad de desvelar mis gustos. De la bolsa sacaron el I am a bird now de Antony and the Johnsons y el Feeling de Obk. Me miraron como si fuera un oso hormiguero saliendo de Loewe. “¿Es un regalo?”, me preguntó uno de ellos, con ese aspecto de diseñador gráfico catalán con gafas de pasta, levantando el cd del grupo español. “No, son para mí”, contesté con un orgullo aristocrático. “Imposible. No te puede gustar Antony and the Johnsons y Obk. Es absurdo”, dijo. Y todos rompieron a reír. ¿Sabes la sensación que te produce, cuando viajas en un avión, que la azafata cierre las cortinas que separan a los de Business -lo de primera les debía sonar clasista- para que los ‘miserables’ de la clase turista no los incomoden con sus miradas? Pues sentí algo parecido. Para ellos la música también sirve para echar la cortina entre los de Primera y los de Turista. Y si hay algo que un fan de Tom Waits deteste más que un compás latino es a alguien como yo, capaz de disfrutar con el Closing time de Waits y el Fijación oral de Shakira; que se divierta como pocos bailando el Eres de Massiel y se emocione escuchando el Delicate de Damien Rice; que tenga toda la discografía de Ani Difranco y toda la de Barbra Streisand; que escuche sin complejos a los Arcade Fire, Astrud, Dalida, Carpenters, Falete, Fischerspooner, Kevin Johansen, Hot Chip o Marta Sánchez. Por lo menos los fans de OT no te hacen sentir como un capullo porque te guste Pearl Jam. Mira Ruíz Gallardón, sin ir más lejos, que adora a Pablo Milanés.

jueves, 26 de agosto de 2010

La Transversal. Llamada a David Cantero


Cuando llamé a David Cantero y hablamos de gestionar el tiempo, de las canas y del blog. Ahora David, tras 25 años en RTVE, se marcha a Telecinco. En su blog escribió:

"Me quedan cinco Telediarios. No todo el mundo puede decir eso y que sea rotundamente cierto".

Arte.

Graffiti

Hace unos años, cuando participé en la exposición Fotos Bordadas de Lorenzo y Pasquale Caprile, dedicamos un fin de semana a componer lo que sería La verdadera y triste historia de la caída y ascensión de la simpar Lucecita Rodríguez. El núcleo central de la exposición era una serie de 11 tapices y un gran tríptico final en los que se contaba la historia de esta pobre desgraciada llamada Lucecita. La muestra presentaba fotografías que habían sido impresas en lienzos de algodón de 1,90 x 1,40 y de 1,90 x 2,30, para un posterior tratamiento mediante bordados y aplicaciones. Mi participación consistió en encarnar al sastre o modista que vestía a la doncella para una boda a la fuerza. Pero esa no era la intención de esta entrada; digamos que todo este texto actuaba a modo de introducción.

Lo que quería contar es que la sesión de fotos fue en el antiguo cine estudio Bogart, en el centro de Madrid. Un lugar magnífico e inquietante que, tras su clausura como cine, sirvió de alojamiento okupa y que hoy está cerrado a cal y canto, con los accesos tapiados. Allí saqué esta foto. Una pintada en la pared, que posiblemente siga allí, y que no pensé que me acompañara durante tanto tiempo. Y, sobre todo, que siga significando tanto.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Un buen ambiente laboral

Como una atareada telefonista de principios de los 60, esas que pasaban las llamadas a través de clavijas y que, como bien expone el guionista Matthew Weiner en la serie Mad Men, más valía que se las tuviera contentas porque eran las que acumulaban mayor información sobre el personal de la empresa, hay días que me levanto pensando que valgo más por lo que callo. Sin embargo, como un soplón de la policía de Baltimore, como un personaje de The Wire, también creo que todo tiene un precio y, de un modo casi inconsciente, dejo que la información fluya cual riada. Esta semana, mientras caminaba por los pasillos de ese insólito lugar que es la Casa de Radio, en Prado del Rey (es un sitio lleno de puertas donde uno ignora por completo qué se esconde tras ellas, como si entrase a formar parte de un falso cuadro de Magritte sobre ladrillo de posguerra), me crucé con unos sindicalistas. Les confieso, con el secretismo de una telefonista que cree conocer el cotilleo del mes, que he llegado a un punto en el que un liberado sindical me da más miedo que un miembro de la patronal. Ponían el grito en el cielo por el hecho de que David Cantero, fijo de RTVE durante más de 25 años, se marchase a Telecinco. Asumían que el mercado era el mercado –o sea, que si te pagan un pastón, no hay nada que discutir; el precio del que hablábamos antes- pero no comprendían por qué seguía presentando el informativo y no estaba ya cesado. Hablaban de desmantelamiento de la empresa y culpaban al director de informativos de TVE, Fran Llorente. Yo continué mi camino como si nada, como si fuera un loco despistado, como si mi mente estuviera intentando descifrar la letra de Alejandro de Lady Gaga y nada de lo que sucediera a mi alrededor podría arrancarme de la concentración. Lección número 1 del perfecto cotilla: pasar desapercibido.

Esta misma semana me encontré con un conocido que trabajó en Pájaros de papel, la película de Emilio Aragón. Formó parte del equipo técnico, esos que, en pleno rodaje, siempre parecen ir por libre. Son los pragmáticos, los irónicos, los que están ahí sin que te des cuenta que están ahí. Mientras escribo esto, una amiga actriz está viendo, delante del escritorio, la primera temporada de The Wire bajo prescripción facultativa mía. Le comento lo que acabo de escribir sobre el equipo técnico de una película. Ella no está de acuerdo. Da a la pause. Dice que los eléctricos, y la mayor parte del equipo técnico, están tan buenos que difícilmente puedes creer que no están ahí. Da al play. Sigo. Ese chico me dijo que Pájaros de papel iniciaba su recorrido internacional en el Festival de Montreal y que ya estaba vendida a Japón. Me extrañó que un ‘eléctrico’ me aportase esos datos. Es el director, el actor, el guionista, el productor, el que te vende la película a cada frase, pero…¿alguien del equipo técnico? Eso nunca. Y según iba hablando me fui dando cuenta de lo que había pasado: estaba abducido por el Universo Aragón, efecto que las bichas de la profesión llaman Dimensión Milikito. Parece ser que Emilio Aragón consigue un clima en el set absolutamente inconcebible para el cine español. Nada que ver con un rodaje de Alex de la Iglesia, donde se grita mucho. Aragón saluda a todo el mundo, como los personajes de la serie Periodistas, que cuando llegaban a la redacción se besaban para desearse los buenos días. Crea tan “buen rollito” que incluso llevó masajistas al rodaje para que el equipo no tuviera ninguna tensión. A eso le llamo yo crear buen ambiente laboral. Así, difícilmente puede salir mal el trabajo. Mi amiga da a la pause. Dice que fue a ver Pájaros de barro y que, en la primera aparición de Imanol Arias, ya quiso salirse del cine. Según ella, que me pide que no escriba su nombre para no crearse (más) enemigos en la profesión, la carrera de Imanol acaba en Cuéntame y en su interpretación del señor Alcántara. Yo lo que creo es que no debo leer en voz alta lo que voy escribiendo. Da al play. Le pregunto a mi amiga, que asume el rol de soplón, cuales son, a su entender, las actrices con reputación de ‘difíciles’ en el cine español. Lección número 2 del perfecto cotilla: preguntar barbaridades como quién pide la vez en la carnicería. “Loles León y Candela Peña”, me dice, casi sin pensar. “Pero a esas se las ve venir. Hay otras bien chungas que ni te las imaginarías”, añade. “Dame nombres”, le digo, en pleno interrogatorio policial. “Ana Millán”, suelta. ¡Uff! No valgo para inspector de policía. No puedo con tanta presión. Me vendría bien un masajista. Me vendría bien formar parte, alguna vez, de la Dimensión Aragón.


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Viaje a los sueños polares

Cuando uno empieza un viaje, lo habitual es conocer el destino de antemano. Tener la maleta perfectamente distribuida, devorar la guía del lugar elegido e incluso planificar los días y las rutas que harán de ese sitio nuestro hogar, más o menos fugaz. Sin embargo, hay otro tipo de viajes en los que uno puede llegar a intuir dónde comienzan pero que, de ninguna manera, acertaría a señalar en qué punto del mapa concluirán. No pongan esa cara; no estoy hablando de drogas. Me refiero a que, en ocasiones, los trayectos acaban incluso por encima de nuestras propias intenciones o deseos. Como en una road movie espontánea, La Transversal empezó casi sin saber quién se iba a subir al coche ni cuantas maletas llevábamos; imaginad, en esa circunstancia, hablar de destino. Nadie sabía si pillaríamos una autovía o una carretera comarcal. Ignorábamos si éramos más de playa o de montaña o de ambas cosas a la vez. Desconocíamos si el viaje duraría tres meses o diecisiete años. Lo único que teníamos claro es que íbamos a parar a todo aquel que nos hiciera auto-stop.

Quizá eso provocó que, a los pocos meses de haber iniciado este viaje, olvidásemos a dónde queríamos ir. Estábamos disfrutando tanto que, como explicamos en aquella ocasión en la que debatimos sobre el final de “Perdidos”, nos dimos cuenta que lo importante no era el destino; era el camino. Es cierto que parar el taxímetro nunca fue decisión mía. Hay unos jefes que deben tomar decisiones y lo han hecho. Para algunos esa decisión será errónea, para otros acertada, para unos injusta y para vaya usted a saber quien, adecuada. Pero una vez tomada lo único que puedo hacer es…reflexionar. Pensé que cuando la meta sale al encuentro del corredor, el hecho extraordinario ya te está obligando a detener el ritmo de tus zancadas. Y en nuestro caso, el coche ya funcionaba un poco como el de Los Picapiedra. Pasamos de dos horas y un equipo a 45 minutos y unos becarios maravillosos que dividieron sus prácticas del máster entre nosotros e informativos. Gracias chicos/as.

Cuando se me informó del fin de La Transversal se me instaló un vacío helado en la garganta, como si las cuerdas vocales se hubieran descolgado y cayesen, a través de mi cavidad corporal, para acabar desfibradas en los pies. Pero al poco tiempo comprendí que si no lográbamos que nuestro vehículo siguiera siendo el más bonito, el más original, el más interesante, el más divertido, quizá es que había llegado el momento de parar en el pueblo más cercano. Quería seguir haciendo La Tranversal, pero La Transversal que yo quería. Una que se aproximase un poco a la que caracterizó las dos primeras temporadas y eso era imposible. Un programa de 45 minutos semanales no tiene muchas opciones. Así que decidí ser obediente, por una vez en la vida, y quitar la llave de contacto. No es fácil renunciar a algo que te gusta. Y la mejor manera de hacerlo es sustituyéndolo por otra cosa que también te guste.

Quiero escribir. Llevo muchos años tomando notas en innumerables cuadernos que, algún día, deberían nutrir una novela. Nunca encuentro el momento preciso en el que detenerme y empezar con la disciplina del escritor. Así que me enfrenté al destino y pensé que si él había previsto acabar con La Transversal, tal vez también había contemplado la posibilidad de una novela para el año que viene. Y eso pensé. Hasta que en Radio Nacional me ofrecieron otra cosa.

Sé que muchos habéis recibido una respuesta de la Defensora del Oyente en la que se os informa de que continuaré vinculado a la casa. Eso es cierto. Me han ofrecido algo que, en cuanto se materialice, os contaré de qué se trata en este mismo blog que, por otra parte, deseo que se convierta en el punto de encuentro de todos aquellos ‘seres’ que durante tanto tiempo han habitado al otro lado, que ahora también es mi lado. Mi lado bueno. Voy a procurar compaginar ese nuevo rumbo con la escritura y deseo no deshidratarme en el intento.

En el nombre de todos los que alguna vez habitaron La Transversal quiero daros las gracias. No quiero ponerme ñoño, que sabéis que lo detesto, pero sería tremendamente injusto si pasara por alto los mensajes que habéis dejado en este blog, que habéis enviado al correo del programa o que habéis escrito en el muro del Facebook. Que pongáis mi nombre al lado del de Lolo Rico me parece encantadoramente exagerado. Y que habléis ya de una Generación Transversal me asusta tanto que me paraliza. Pero debo daros las gracias porque sé que lo decís de corazón, que no tenéis ningún interés en regalarme los oídos y menos en los tiempos del cólera, y que creéis en lo que manifestáis. Gracias infinitas. Prometo ir colgando fragmentos del programa en mi blog (como ya estoy haciendo) cada vez que me invada la nostalgia, que ya sabéis que es muy traicionera. Incluso estaba pensando empezar con “Las aventuras de Enrique y Ana” desde el capítulo 1. Ya veremos.

Ahora sólo me queda despedirme con un ‘hasta luego’. No me gusta la palabra ‘adiós’. Aún queda un programa y luego…nuevos caminos que recorrer. Espero que juntos. Y si me permitís una recomendación transversal, buscad en vuestra discoteca, cedéteca, digitalteca o en el mismo Spotify la canción “Viaje a los sueños polares” de Family, una banda indispensable. La canción es para vosotros, ‘raros seres del otro lado’ a los que tanto os estimula esa ‘tonta sensación de libertad’. Un beso.


Paco Tomás, un inmigrante al otro lado de La Transversal

martes, 24 de agosto de 2010

La Transversal. Llamada a Concha Velasco


Cuando llamé a Concha Velasco ella estaba en pleno rodaje de la serie "Herederos". Y lo mejor de todo, cumplí un sueño: cantar con ella. Un duet. A lo Tony Bennet.

Y otra cosa: creo que pronuncio la palabras "maravilla/maravilloso/a" unas 150.000 veces. Me pongo un negativo.



El arrepentimiento bíblico


Todos tenemos en nuestro entorno alguien que aún sigue yendo a misa. En mi caso se trata de la tía Eulalia. Es de comunión diaria desde que tenía 16 años. Vamos, que la palabra de Dios es casi tan suya como de Él. Para mí que no se hizo monja de milagro, nunca mejor dicho. El caso es que me encontré con ella una tarde, mientras salía de la parroquia. “Leo lo que escribes en el Diario de Mallorca”, dijo. “Me alegro”, le contesté risueño. “No lo entiendo”, añadió ella. Cambié la sonrisa por un gesto más acorde con el dolor de estómago. “De todos modos, lo poco que llego a comprender no me gusta. Deberías arrepentirte de algunas cosas que escribes que haces. El arrepentimiento es el remedio para la muerte. Deberías leer la Carta de San Pablo a los Gálatas donde aparece un listado de las cosas de las que uno debe arrepentirse porque aquellos que las hacen no heredarán el reino de los cielos”. “¡Joder!”, pensé. “Si lo llego a saber no la saludo”. Angustiado, corrí a documentarme. San Pablo había escrito que los actos que nos llevan derechitos a las puertas del infierno son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías “y cosas semejantes a estas”. Lo primero que me vino a la cabeza al leer la lista del equipaje necesario para viajar al lago de fuego y azufre fue reservar una buena habitación con vistas, porque el infierno debe estar más colapsado que Torrevieja cuando al 'Un, dos, tres' le dio por regalar apartamentos allí. En nombre de la tía Eulalia hice un intento de arrepentimiento bíblico, pero no pude. No puedo arrepentirme de nada, como Edith Piaf. Si acaso, como el poeta romántico, de los pecados que no llegué a cometer. “Piensa más en ello”, me dijo mi amigo Josep. “Seguro que hay algo de lo que afligirse. Yo, por ejemplo, me arrepiento de relajar mi esfinter en el ascensor cuando estoy solo”. Le colgué el teléfono. Pero tenía razón, todos tenemos algo de lo que mostrarnos pesarosos. Y yo también. Siempre me arrepiento de comer ali oli, de salir de día de una discoteca, de ir de viaje con alguien que apenas conoces, de dar explicaciones, de abrir la puerta a los Testigos de Jehová y de querer ser plural y escuchar la COPE.

martes, 17 de agosto de 2010

Kurt y Courtney. Capítulo VII. "Frances Bean se porta mal"

La directora del colegio de Frances Bean pide una reunión con sus padres. Por pedir, que no quede.

Kurt y Courtney. Capítulo VI. "Kurt se quiere operar"

Courtney lava los platos en la cama. Kurt quiere someterse a una operación de cirugía estética. Y los armadillos tienen 25 dientes en cada mandíbula.

El lamento del agua

Nada más regresar de mis mini vacaciones –cualquier descanso temporal que no me provoque nostalgia del ambiente laboral se me antoja minúsculo-, quedé para cenar con unos amigos. La convocatoria fue en un restaurante que una conocida tenía ganas de visitar. Cuando reparé en la carta me di cuenta que el que le tenía ganas era el restaurante a ella. Ejemplo: las botellas de agua costaban 30 euros. Entre plato y plato (por cierto, muy ricos) comenté: “No os lo vaís a creer pero llevo como dos meses conviviendo con una especie de fantasma”. Antes de que la conocida empezase a soltarme una chapa sobre lo poco romántica que es la convivencia, le saqué de dudas. “Todo el día se escucha un lamento que proviene de la cocina. Es como un quejido, como si tuviera un alma en pena en la secadora”, comenté, echándole un poco de teatro al asunto. That´s entertaiment. Nos interrumpió el camarero, que deshaciendose en disculpas por la tardanza y con una cortesía pelín empalagosa, nos invitó a una pequeña cata de aguas. “Les ofreceremos un vasito de Bling H2O, la que está considerada el agua más cara del mundo”, dijo. “Pero, ¿el agua más cara del mundo no era la de Barcelona?”, pregunté. El camarero sonrió con condescendencia y siguió: “Se trata de un agua de excepcional pureza, extraída a más de 800 metros de profundidad de un manantial en Smokey Mountains, en Tennesse, Estados Unidos”. Vivimos en un mundo esquizofrénico que lucha por dejarnos a todos a su imagen y semejanza. “Tan solo es agua, ¿verdad?”, dijo uno de los comensales, cabal como él solo, tras beber un trago del líquido milagroso y comprobar que en la carta su precio ascendía a 50 euros la botella. No sé qué se puede esperar de un líquido insípido, incoloro e inodoro para justificar semejante coste. “Teníais que probar el agua corriente de Palma”, añadí. “Esa sí que sabe…a rayos y centellas, pero al menos tiene sabor”. Está claro que el agua se está conviertiendo en un bien cada vez más preciado pero nunca imaginé que llegaríamos a convertirla en un objeto de lujo. “Esto es solo el principio”, dijo uno, en plan apocalíptico. Quizá tuviera razón. El planeta agua tiene muy poco más que ofrecer al consumo humano. El 97% del agua es de mar y está salada, el 2% está congelada y solo queda un 1%. Y esa hay que pagarla a 50 euros la botella. “Hay una edición especial de 370 euros”, apuntó el camarero. “En este caso debo reconocer que lo que realmente encarece el producto es la botella –y nos mostró un envase de cristal ahumado con la marca en incrustaciones de cristalitos Swaroski- y el tapón”. Luego me contaron que los ruidos extraños de mi cocina posiblemente se debieran a las tuberías y estuvieran provocados por la presión del agua. “El agua se manifiesta como un espíritu y lo hace en mi cocina”, pensé. En el aire acondicionado de mi hogar, me quedé un buen rato observando el envase de Bling H2O que el camarero me había regalado y que yo guardaría en la nevera, aunque previamente la llenaría de agua del grifo. Del grifo de Madrid, se entiende.

lunes, 16 de agosto de 2010

Agosto pirata


Hace un tiempo que noto que mis años no comienzan el 1 de enero, como sería lo lógico, sino el 1 de septiembre. Eso convierte el mes de agosto en una especie de pasarela de barco pirata desde la que darse impulso. Aunque la principal incógnita siempre será si el mar que aguarda abajo estará lleno de tiburones o de pececillos de colores. Historias de bucaneros aparte, tengo la vida planificada como un estudiante: por cursos académicos. Tras las vacaciones de verano, acechan llenos de incertidumbres y nuevos retos. Me he acostumbrado a ello, hecho que no significa que disfrute con esa sensación. Lo apuntaba el otro día en mi Facebook. Sé que la duda forma parte del ser humano; que lo importante no es el final, sino el camino; y que estoy aprendiendo a convivir con la incertidumbre pero, aún así, la impresión es bien rara. Es como ese incómodo pitido que se apropia de nuestro oído cuando abandonamos el volumen atronador de una discoteca. Nos lo llevamos a casa, como si siempre hubiese estado ahí, como si formase parte de nosotros. Pero cuando cerramos los ojos sobre la almohada deseamos, con una intensidad feroz, que desaparezca. Estas reflexiones, propias de un agosto pirata, se convierten en la voz en off de una película de Jim Jarmusch cuando planean sobre una aletargada ciudad como Madrid. Agosto en la capital provoca la misma reacción que el GHB en las ‘musculocas’ de una rave. La ciudad está tan sedada que siento encontrarme ante el mes perfecto para trabajar. No hay atascos, siempre hay sitio en el metro, no hay colas, no hay distracciones, los informáticos de la empresa bajan a arreglar el ordenador cuando les llamas y no 45 minutos después,... Es como si la urbe permaneciese aletargada mientras las empresas funcionan con la tranquilidad y el ritmo productivo con el que deberían trabajar el resto del año.

A esta ciudad le importa un pimiento de Padrón si Jaime Lissavetzsky –creo que hay un estudio que apunta que los apellidos difíciles de pronunciar nunca triunfan en política- y Trinidad Jiménez son “un tándem ganador” o los nuevos concursantes de Hombres y Mujeres y Viceversa. Incluso diría más. Creo que si fueran lo segundo tendrían más respaldo social.

Tengo una vecina que vive enganchada a Telecinco. Prácticamente las 24 horas. Escucho, a través del patio, como empalma, con perdón, un programa con otro. Supongo que disfruta con ello porque no ríe, no se indigna, no llama a los concursos que pueblan todos sus programas,... Si no fuera porque algunas noches noto que se enciende una luz y ningún olor nauseabundo invade el patio, pensaría que está muerta, delante de la televisión, con un montón de envases de helados La Sirena vacíos a sus pies y con los gritos de los colaboradores de Sálvame como únicos testigos de su despedida. Estoy casi seguro que si los candidatos a la alcaldía y a la comunidad de Madrid tuvieran su minuto en Vuélveme loca o se dejaran despellejar los secretos en El juego de tu vida, tendrían su voto. Cuando aún me estaba recuperando de la noticia de que David Cantero será el nuevo rostro de los Informativos Telecinco de las 15.00 horas, me llega una convocatoria al correo electrónico. Me invitan a solidarizarme con una acción que pretende que el próximo 20 de agosto nadie vea la ‘cadena amiga’. La fecha coincide con el estreno de la tv movie Vuelo IL8714, sobre el trágico accidente de Spanair. Los familiares de las víctimas ya han mostrado su desagrado con la miniserie de dos episodios, protagonizada por Carmelo Gómez y Emma Suárez, y han pedido a la cadena que no lo emita al considerarlo una “brutal agresión a las víctimas” por un “afán materialista”. Y apuntan que “no todo vale para conseguir más audiencia”. Ahí se equivocan. Todo vale. Y eso que creo que la miniserie será mucho más respetuosa con las víctimas de lo que lo fueron, hace dos años, los servicios informativos y los programas de todas las cadenas.

domingo, 15 de agosto de 2010

Dos bandos


Una noche de mi más reciente existencia soñé que Tony Bennett me llamaba para interpretar junto a él For once in my life. Y, de repente, antes de que pudiera contestar con un emocionado sí, una mujer entraba gritando en la habitación y me despertaba. Al abrir los ojos, confuso en la plataforma que separa lo real de lo onírico, comprobé que no quedaba ni rastro de la voz de Tony Bennett pero que los gritos continuaban, como si pretendieran acompañarme de la mano hasta la cruda realidad. Las voces alteradas que discutían al otro lado de la puerta eran femeninas y perfectamente reconocibles. Brinqué de la cama, con el corazón pellizcado, y justo cuando salí del dormitorio escuché: "Tú siempre le has tenido manía desde lo de Encarna Sánchez", apuntaba mi hermana. "No tiene nada que ver. Lo que pasa es que no sabe cantar boleros y no tiene ni la mitad de presencia en un escenario que la Jurado", contestaba mi madre. "Pero, ¿tú has visto cómo mueve la bata de cola?", argumentaba mi hermana. "¿Y el chorro de voz de Rocío? La Pantoja no le llega ni a la suela del zapato", aclaraba mi madre con la serenidad del que cree tener la razón. Así es; las dos estaban discutiendo, cual Zapatero vs Rajoy, por Isabel Pantoja y Rocío Jurado. "¿Os parece normal?", pregunté, intentando serenar, con algo de sentido común, la discusión. "Si es que le ha cogido una manía a la Pantoja...", decía mi hermana. "Yo lo único que digo es que si lo ha hecho, que lo pague", contraatacaba mi madre, pegando donde más dolía. Desde entonces, cada vez que veo o leo una noticia sobre La Pantoja y Marbella, me acuerdo de mi casa, como ET. No he dejado de pensar en el hogar familiar y en cómo se desarrollaría la batalla de claveles, coplas y volantes. "Se ha metido en la cama", dijo mi madre cuando llamé por teléfono. Y mi madre me contó que no hacía otra cosa que ver programas de televisión para luego incordiar a mi hermana con la evolución de las pesquisas. Pensé en lo mucho que nos gusta a los españoles posicionarnos en bandos contrarios. Ya sea deporte, política, religión o canción española; lo importante es asegurarnos delante un buen rival con quien discutir como Dios manda. Y en ese momento recibí un sms desde el móvil de mi hermana: "Por la salud de la copla. ¡Pantoja en libertad! Pásalo". Menos mal que no nos falta el sentido del humor.

sábado, 14 de agosto de 2010

Yo, Sociedad Limitada


“Me siento como una cebra invitada a una fiesta de leones”, me comentó mi amiga Encarna la otra tarde. Así definió la sensación que le provocó abrirse un perfil en una famosa red social. Yo le había inducido a ello asegurándole que era la manera más rápida de conocer gente pero ahora, tras ese comentario, ya no sé si opino lo mismo. “Encarna hace algunos años que abandonó la cuarentena”, subrayó Marta, en otra ocasión. “¿Qué quieres decir con eso?”, pregunté. “¿Qué las redes sociales son cosa de adolescentes?” Y Marta, con esa seguridad que se gasta, colocó encima de la mesa un artículo en el que se leía, en una impactante negrita: ‘Yo, Sociedad Limitada”. El texto hablaba de un estudio sobre usuarios de comunidades online que había llegado a la conclusión de que la gente que usa estos servicios de redes sociales tenía un ego difícilmente saciable. “Yo tengo perfil en Facebook y otro en Tuenti. ¿Acaso me ves como un egocéntrico?”, dije, sobreactuando en el papel de ofendido. “Estábamos hablando de Encarna y hemos pasado a hablar de ti. Contéstate tú mismo”, respondió. Odio que me deje sin argumentos. “Y todavía vosotros, que venís de la generación de los lápices Alpino, tenéis un pase. Pero los de 20 y 30 años…esos tienen un ego inabarcable”. Según Marta, los usuarios de las redes sociales tipo Facebook, Tuenti o MySpace, son gente muy segura de sí misma y con alta autoestima. “Gestionan su propio esfuerzo personal como si se tratase de una empresa: autopromocionándose, gestionando las amistades,…”, explicó Marta. Y empecé a sentirme un poco cebra. “Has empujado a Encarna hacia un mundo igual de competitivo que el real”, sentenció. Ya en mi casa, corrí a Internet y busqué el famoso estudio para intentar encontrar un oasis en el que las cebras pudiésemos beber sin miedo a servir de canapé a los leones. El estudio había clasificado a los diferentes usuarios por su forma de estar y relacionarse en la red. Estaba el famoso (que normalmente no tiene detrás a la mismísima Madonna), el líder (conectado las 24 horas), el artista (que autopromociona su obra), la mariposa social (buscan relaciones afectivo-sexuales), el reportero (cuenta su vida en la red), el viajero (intercambiando datos de interés sobre los lugares que visita), el desconfiado (pocos amigos en perfiles poco activos) y el mirón (cotillear la vida de los demás sin interrelacionarse). Llamé corriendo a Encarna. Le dije que no debía tener miedo. Que en las redes sociales no hay cebras. Solo mariposas. Aunque, ahora que lo pienso, eso no es ningún consuelo.

viernes, 13 de agosto de 2010

El número 1

En ocasiones, me olvido del último superventas, de la novedad discográfica de la semana, y rebusco en mi discoteca algún compacto -los vinilos, hasta que encuentre un plato, los tengo de exposición- que me devuelva a ese tiempo pasado que, si bien no fue mejor, sonaba de maravilla. Volver a escuchar a los Thompson Twins, a Yazoo o a Radio Futura es una experiencia muy recomendable que, aunque siempre negaremos haber llegado a esta conclusión, nos hace pensar que ya no se hacen canciones como las de antes, detalle inequívoco de que nos estamos haciendo mayores. El otro día recuperé Enemigos de lo ajeno, de El Último de la Fila, uno de los mejores discos del pop-rock español. Y desgañitándome a golpe de Insurrección, llegué al argumento de que no me gusta ser el primero. Tengo cierta alergia al número 1, al que acepta sin discusión las normas del sistema y hace de su vida una carrera en la que lo importante no es llegar, sino llegar el primero. Existir en un absorvente estado de competitividad que le obliga a saberlo todo, a tenerlo todo, a probarlo todo, antes que los demás. Los periódicos, la televisión y, desde luego, nuestro lugar de trabajo, están llenos de personas que, como recién salidos de un máster en Nietzsche, han renunciado a la humildad y se han encarnado en ‘superyos’ contemporáneos. “¿Te das cuenta que piensas como un cura?”, me dijo mi amiga Marta, sabiendo que esa frase provocaría en mí unas llagas que ríete tú de las que producía el agua bendita en la carne de la niña de El Exorcista. “‘Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos’. Eso dijo Jesús a sus apóstoles. Flipo que aún me acuerde de las clases de religión”, añadió. Y mientras yo me lamía las heridas e intentaba diferenciar entre cristianismo y catolicismo, me asaltó una duda: ¿qué va a ser de esos 10.000 españoles que quisieron ser los primeros en tener un HD-DVD y Toshiba decidió dejar de fabricarlos, sin devolver un duro? Y en ese instante sonó Soy un accidente y se disiparon todas mis dudas.



jueves, 12 de agosto de 2010

Mi barba


Me la dejo o no me la dejo. Esa es la cuestión. Dejar de sufrir las implacables y afiladas intervenciones de la cuchilla de afeitar o abrir los poros a la bella -mejor escrito, a la ‘vella’- libertad del pelo. Vamos, que me estoy dejando la barba. Ya lo había decidido mucho antes de que los voluntarios del PP le pidieran a Rajoy que se afeitase para poder ganar las elecciones. E incluso antes de saber que en la mayoría de las culturas, los hombres con vello facial representan atributos como sabiduría, potencia sexual y estatus social. Todo lo que los voluntarios del PP quieren arrebatarle a don Mariano de un plumazo, con perdón, que no soy yo de chistecitos con las cosas de comer. Hablé con mi amiga Marta y ella me dio una pista. “Todos los hombres que yo conozco se han dejado barba al menos una vez en la vida”, me aclaró. O sea, que uno no llega a ser un verdadero hombre hasta que se enmoqueta la cara con su buen pelo. Sin embargo, Emma, la ex secretaria rubia de mi ex psicoanalista, me dijo que a ella la barba le producía sensación de falta de higiene y que, para colmo, le resultaba una característica sospechosa que, en un conflicto, ayudaría a inculpar a su propietario. “Por favor, eso es una estupidez”, apunté. “La gente bondadosa tiene barba. Mira Santa Claus. O Solbes”, añadí. “O un cura ortodoxo”, contraatacó ella, dejándome boquiabierto porque, que yo sepa, Emma es rubia de nacimiento y ese tipo de afirmaciones levantan dudas sobre un pasado moreno. “Nuestros obispos van afeitados y tampoco me fiaría mucho de ellos”, apunté. Emma, como hace siempre, me dejó por imposible y yo me autoconvencí de que la barba posiblemente me hiciera más mayor pero lo compensaría con interés, que es lo que despierta el vello facial en quien lo mira. “¿Has probado a besar apasionadamente a alguien con barba?”, preguntó Marta. No contesté. “¿Te acuerdas de aquel novio montañero que tuve?”, continuó. “Desde que empecé a salir con él, cambié la piel del contorno de los labios tres veces. Lo tuve que dejar porque no ganaba para aloe vera”. Luego le dije que mi barba sería diferente; suave y romántica como una balada; que mi barba se llamaría Barba Streisand. Y Marta se marchó amenazándome con no volver a verme jamás. Con o sin barba.

martes, 10 de agosto de 2010

"Galimatías", de Algora

Freddie coleccionaba mariposas. Era un chico introvertido que un día, embriagado de valor, secuestró a Miranda, la chica de la que se había enamorado, sin tan siquiera cruzar dos palabras, y la encerró en el sótano de su casa de campo, a esperar que en ella naciese el mismo sentimiento. Freddie era el protagonista de El Coleccionista, la novela de John Fowles que, en 1965, llevó al cine William Wyler. Hay algo de ese personaje que me visita cada vez que escucho el último disco de Víctor Algora, “Galimatías”.

Fantaseo con que Algora, tras esa apariencia de niño introvertido, esconde un entomólogo fascinado por los insectos. Desde hace tres años, colecciona cucarachas, libélulas y escarabajos. Con el tiempo, su habitación se ha convertido en un cuarto de maravillas, como aquellos del siglo XVI, donde uno podría encontrar desde sangre de dragón hasta esqueletos con cuatro dedos. Imagino que en una vitrina especial duerme el querido hombre cebolla, junto a la mesa de anatomías animales. Y mirando hacia la pequeña pared que enmarca la puerta de entrada, hay bocetos de Disney en blanco y negro, cráneos rotos sobre mesas cubiertas por viejos tapetes de terciopelo, cocodrilos disecados e hijos larva sobre un colchón de crisálidas.

Y es que Galimatías es el tablero de un juego que no tiene instrucciones, que se va desarrollando a medida que lanzas los dados y las fichas recorren, a paso de peregrino, el universo de uno de los creadores musicales más cautivadores de los últimos años. Si nos cuenta una historia de amor, no suena a historia de amor. Y eso, en los tiempos de Vale Music, significa mucho. Nos habla de inmigración ilegal en 50 estrellas, de amores mal entendidos en Cocodrilo y de amor en Los ojos del insecto. Escucho Menos que cero y me sorprendo al descubrir a Andrew McCarthy entre los renglones torcidos de Los Ángeles, cantando ‘cierra bien la puerta’ marcando el playback perfectamente. Es dejar escapar los primeros compases de Escornabois (escarabajo en gallego) y trasladarte a una canción escrita y dibujada por Tim Burton. Y como los cuartos de maravillas, como las discotecas abarrotadas, como los desvanes, esconde una pequeña joya que aumenta su valor a medida que pasa desapercibida. Se titula Y le sacarán los ojos. Y si se pudiera engarzar, sería un perfecto broche con el que enterrarnos, como faraones venidos a más.

He escuchado mucho Galimatías. Aún no tanto como Planes de verano, pero eso es cuestión de tiempo. Lo he escuchado lo suficiente como para estar convencido de que Algora, como Freddie con Miranda, hace canciones con el único objetivo de que nos enamoremos perdidamente de él, aunque él prefiera seguir mirando, embelesado, los ojos del insecto.

Parece que fue ayer

Parece que fue ayer cuando España ganó el Mundial. Parece que fue ayer, y no hace un mes, cuando sentí que el país rompía con los prejuicios de la bandera, oscuro patrimonio de un pasado, y renacían nuevos complejos en colectivos nacionalistas que confundían el tocino con la velocidad. Hoy, paseando por las calles de un barrio madrileño casi desértico, compruebo que las banderas siguen colgadas de los balcones, como lantanas secas que no responden al viento porque, fundamentalmente, no corre ni una pizca de aire. He pasado unos días en Amsterdam y Bruselas y en ambos destinos he encontrado hombres, en bares y museos, vestidos con la camiseta de la selección española. Hombres españoles, no se vayan a creer ustedes que la fiebre es europeísta. Quizá para ellos no ha pasado el tiempo y el 11 de julio fue ayer. Dice una amiga mía que España padece el síndrome del nuevo rico, que como no está acostumbrado al lujo y la victoria, lo vive con una ostentación casi ridícula. No sé si acierta ese diagnóstico pero me he aburrido de escuchar a jóvenes ‘erasmus’ cantar eso de “yo soy español, español, español”, curiosamente el mismo día que todos los medios de comunicación en Bruselas informaban de la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Admito que no profeso ninguna querencia por la supuesta fiesta nacional, que detesto el maltrato en todas sus posibilidades y que el mundo del toro no me resulta especialmente simpático. Sin embargo, una vez más la actitud ejemplarizante de Cataluña se ha quedado en un quiero y no puedo. Si en la era de la versión original ellos optan por doblar, en la ruptura con el maltrato animal ellos deciden mantener los ‘correbous’, otro ejercicio de crueldad que, curiosamente, han olvidado prohibir. Decepcionante. Me bloqueo como un PC y me niego a resucitar la teoría de las dos Españas. Me aburre el simple impulso de escribirlo. Pero asisto a las reacciones de mis contemporáneos con escalofriante incredulidad. Me cuentan una anécdota relacionada con Valery Lagutik, un acordeonista ruso que, junto a su hermano gemelo Vitaly, forma parte del paisaje urbano de Zamora como músico ambulante. Lo mismo interpreta un ‘Asturias’ de Albéniz que un ‘Campanera’. En plenas fiestas de San Fermín, Valery probó suerte en Pamplona. En la vorágine mundialista, el hombre se plantó la camiseta de la selección ganadora, lo que para él sería un detalle de hermandad, y acabó víctima de una agresión por parte de un grupo de energúmenos que vieron en esa camiseta un enemigo. Valery cogió su acordeón y, asustado, regresó a Zamora. Curiosidad: su hermano y él grabaron hace unos años un cedé que incluía su versión del pasodoble/jota ‘No te vayas de Navarra’. Toma regate del destino. Me encuentro como una hormiga desconcertada, observando el mundo humano a través de un caleidoscopio, desde un estremecedor contrapicado que deforma los cuerpos y nubla las mentes, algunas apenas dotadas de ideas dispuestas a construir un mundo más justo. Creo que no me ha sentado bien la vuelta al trabajo. Voy a ver si me potencio las endorfinas y cambio el ánimo. Lo mismo después soy capaz de ver al ser humano con mejores ojos.