jueves, 29 de diciembre de 2011
La energía ni se crea ni se destruye, solo se traviste
viernes, 7 de octubre de 2011
A Félix Romeo
Era una mesa redonda. Nunca ha surgido una mala idea en torno a una mesa redonda. No puedo decir lo mismo de las mesas rectangulares, ni ovaladas y, desde luego, no de las mesas con forma de U. Alrededor de esa mesa, en un restaurante chino, estaba Félix Romeo. Posiblemente, una de las personas más generosas que he tenido la suerte de conocer. Me jode haber tenido la desgracia de perderlo de vista tan pronto. Siempre es pronto.
Félix Romeo fue uno de los padres de La Transversal, “el programa de los lunes que solo se escucha los domingos”. Su voz, pronunciando esa magnífica cabecera, fruto de su derrochadora creatividad, me (nos) acompañó durante tres temporadas. Él comenzó dirigiendo el programa hasta que decidió que era yo quien debía hacerlo. Félix creía en la gente. En estos tiempos en los que parece que lo único que importa son los números, Félix creía en las personas. Me jode que su luz se apague cuando más falta hace iluminar el camino.
Sus carcajadas eran saludables. Sus abrazos te hacían sentir querido. Su afecto te hacía sentir importante. Su literatura te hacía sentir.
Félix era un ser humano con una tremenda capacidad para amar. Lo demostró durante 43 años. Me jode que haya sido precisamente el corazón el que le haya impedido seguir haciéndolo durante 43 años más. Juro que me jode.
jueves, 24 de marzo de 2011
Una estrella mayor que la vida misma

Si hay algo que en las últimas semanas he lamentado con apesadumbrada actitud es ser daltónico. No reconocer, con exactitud, el color violeta de los ojos de Elizabeth Taylor. Los miraba. Los admiraba. Pero no sabía que eran violetas. Eran bellísimos. Intuía que eran algo más que azules, pero solo era una intuición. La gente decía que eran violetas y relacioné, como un parvulito, el color con la palabra. Eran los ojos de la Taylor y eso, para mí, ya era una categoría.
El 23 de marzo, Elizabeth Taylor cerró los ojos. Para siempre. Imagino que para el mundo del cine era como si se hubiese apagado el sol. Como si los fresnel y los cuarzos se desconectasen de la corriente eléctrica con un sonido aplastante que invadiese, con la sutileza del eco, todo nuestro entorno. Como si habitásemos en un inmenso estudio de la Century Fox abandonado y, ahora, también a oscuras.
Supongo que inconscientemente, algo que también le ha sucedido a personas y amigos que he ido conociendo con el tiempo, estaba enamorado de Elizabeth Taylor. Confieso que le era infiel con Katherine Hepburn y lo más parecido a la gloria fue tenerlas juntas en De repente, el último verano, de Joseph L. Mankiewicz. Un amor que comenzaría algún sábado, cuando TVE emitía ‘Primera Sesión’, y se programase Fuego de juventud, Mujercitas o El padre de la novia.
Sin embargo, al contrario que en las relaciones sentimentales que pueblan el mundo real, los primeros meses no fueron los mejores. Lo mejor siempre estaba por llegar.
Hay representaciones que acaban por fagocitar al objeto que representan. Me van a permitir que sea obvio -en los tiempos que corren, casi es de agradecer-, pero no existirá una Maggie y un Brick como los que encarnaron Elizabeth Taylor y Paul Newman en la versión cinematográfica de La gata sobre el tejado de zinc, de Tenessee Williams. En el fondo, es frustrante pensar así pero, de igual manera, inevitable. ¿Quién podría enfrentarse a un remake de esa película, o a una adaptación teatral de ese texto, sin que le temblasen las rodillas de emoción y el vértigo le cortase la voz? Nadie más debería atreverse. Sería como querer volver a pintar el Guernica, para poder inmortalizar tu versión de la obra de arte. No hay versión que valga. La carga emocional y generacional de esa interpretación ya no puede superarse. Me refiero a toda la censura que burlaron mis ojos adolescentes cuando escuchaba a Maggie, la gata, hablar de un tal Skipper, compañero de universidad de su marido; de cómo mis amigas comprendían al personaje de Elizabeth y cómo algunos amigos, más cerca de Brick que de Maggie, hubiesen dado su colección de discos de la Streisand por ser la gata sobre el tejado de zinc bien caliente. Porque la Taylor fue mucho mejor actriz de lo que su belleza acaparaba.
Nunca le estaremos lo suficientemente agradecidos por su apoyo a Rock Hudson en público y lo que eso significó. Ella se atrevió a mostrar su apoyo a las víctimas del sida cuando nadie lo hacía, cuando aquella supuesta ‘maldición divina’ tenía muy pocas voces dispuestas a convertirla en lo que realmente era: una enfermedad. Y lo siguió haciendo hasta su último día de vida.
Se ha marchado con dos Oscars (por Una mujer marcada y ¿Quién teme a Virginia Woolf?), dos Michaels (su primer marido, Wilding, y su amigo Michael Jackson), un Nick (Hilton), un Mike (Todd), un Eddie (Fisher) y un prestigioso Richard (Burton). Hizo lo que le dio la real gana y eso siempre será motivo de admiración. Desde beberse las botellas de Four Roses hasta casarse con un albañil (como en un sueño decorado por los Village People) que conoció en la Betty Ford.
Los medios anglosajones la han definido como una estrella ‘mayor que la vida misma’. No sé qué pensaría ella de algo así. Yo, de momento, he quedado con un grupo de amigos esta noche para brindar, con ‘cuatro rosas’, en honor de los ojos violetas más espectaculares que iluminaron la historia del cine. Dama Elizabeth Taylor, hay cuatro rosas en su honor.
domingo, 29 de agosto de 2010
Paco Rabal (8 de marzo de 1926-29 de agosto de 2001)

Llegaba de Montreal con un homenaje debajo del brazo. Seguro que lloró al recibirlo. Era un hombre corpulento, de voz de dragón, corazón blandito y sangre roja. La misma que corría por sus venas y su conciencia cuando vendía pipas y caramelos, cuando aprendía a hacer chocolate y cuando actuaba de electricista para poner algo de luz encima de la mesa. Llenó su juventud de versos, de mujeres y de compromisos hasta que decidió compaginar las tres cosas con una actriz y esposa como Asunción Balaguer, una mujer sin la que sería muy difícil entender al actor que empezó a sumar joyas a su filmografía como Hay un camino a la derecha, El beso de Judas e Historias de la radio.
Al lado de Paco Rabal, "Pacorrabá" como le gritaban a su paso en su tierra murciana, se aprendían historias; la historia que contaba desde fuera el talento de Luis Buñuel y que le vistió de santo en Nazarín, de seductor en Viridiana y de Rabal en Belle de Jour. A su colección de interpretaciones sumaba momentos que en ese macro país que cree haberlo inventado todo le hubieran asegurado tantos premios que la casa de cultura de Aguilas tendría que haber ocupado el terreno de un gran almacén. Epílogo, Truhanes, La hora bruja, La colmena, Luces de bohemia, Pajarico, Átame, Goya en Burdeos, ... Sólo son algunos de los juegos que el maestro quiso compartir con los espectadores participando de una carrera quizá irregular pero en la que sólo las películas podrían hacerse pequeñas y nunca la interpretación de Paco Rabal.
Eso es algo que las diferentes generaciones iban descubriendo sumándose al carro de la admiración por el actor. Allí estaba la abuela que creció a la par que ese guapetón tan rojo que acabó haciéndole llorar con su talento; estaban los padres, que creyeron perder la epidermis detrás del Azarías de Los santos inocentes (no haber visto esta película debería estar tipificado en el Código Penal); estaba el hermano mayor, que disfrutó con las correrías de Juncal y su Búfalo; y la pequeña, tan moderna, que se dejó enganchar por aquel director inválido enamorado platónicamente de Victoria Abril en Átame.
Y si todo eso se mezcla en el continente de un hombre íntegro, honesto, bueno -los que le conocieron dicen que era el único actor que se sabía el nombre de todos los miembros del equipo de un rodaje, del director al eléctrico pasando por la maquilladora o el chaval de la furgoneta- y sabio, uno va humedeciendo sus ojos porque detesta perder genios vestidos con piel de cordero. Me han dicho que te has ido cerca del cielo. Por si acaso le ves, saluda a Alberti de mi parte. Adiós "milana bonita". Hasta mañana, Paco Rabal.
viernes, 2 de julio de 2010
Marlon Brando

Ignoro si Vivien Leigh, cuando levantaba el puño poniendo a Dios por testigo, sabía que estaba grabando historia del cine en la mente de un universo de espectadores. O si Anita Ekberg en la Fontana de Trevi era consciente de que esa secuencia, por sí sola, significaba cine, independientemente de la película que la incluía. Marlon Brando, el que para muchos ha sido el mejor actor de todos los tiempos, falleció a los 80 años dejando cine en las retinas de varias generaciones. Su grito en Un tranvía llamado deseo –nadie ha lucido una camiseta imperio como él- es cine. Era su segunda película, un texto de Tennessee Williams que convertiría al actor en mito, con camiseta sudada y empapada en alcohol. Stanley Kowalski gritando a los pies de la escalera es cine inmortal.
Y aunque hay trabajos que justifican carreras enteras, en el caso de Brando fue sólo el comienzo de una de las trayectorias interpretativas más sólidas del séptimo arte. Mientras La ley del silencio, El Padrino (sus dos Oscar de la Academia), La jauría humana, Guys and Dolls, Sayonara o Reflejos en un ojo dorado iban forjando la leyenda de un actor, el protagonista se encargaba de desmitificarse declarando lo poco que le interesaba el cine –contaba que lo hacía sólo por dinero-, siendo impuntual en los rodajes y negándose a aprenderse los diálogos. La leyenda se tornó negra y su espíritu algo ¡Salvaje! parecía conducirle a la autodestrucción del mito.
Como todas las grandes estrellas de un Hollywood dorado, acabó sus días en producciones menores, muy por debajo de su talento, en las que aún dejaba boquiabiertos a muchos. Cuentan que en el rodaje de la prescindible Cristóbal Colón: el descubrimiento, Brando, que interpretaba a Torquemada, clavaba su interpretación en la primera toma. No debía querer perder ni un minuto en aquel set. Su aparición al final de Apocalypse Now aún pone los cabellos de punta y no conocer su interpretación en El Padrino tendría que estar castigado en el código penal.
Ni siquiera él, con su exceso de peso, arruinado (debía más de 20 millones de dólares al banco), envuelto en tragedias familiares y judiciales, postrado en una silla de ruedas y rodando bodrios de la factura de La isla del Dr. Moreau o Don Juan de Marco, ha logrado que tiñamos de desencanto su leyenda. Brando fue un estupendo actor que se convirtió en icono del siglo XX, y no al revés. Brando fue Stanley Kowalski. Brando fue, y será, cine.
martes, 29 de junio de 2010
Katharine Hepburn

Katharine Hepburn falleció el 29 de junio de 2003. Aquel día, yo escribí esto.
Lo sé. Está un poquito harta de escuchar y leer lo mismo cientos de veces. Que si Hollywood encontró en usted a su estrella más testaruda, que si nadie le ganó en rebeldía, que si representó a una mujer adelantada a su época. Está bien. No diré eso de que fue una dama rebelde. Pero permítame un minuto, ya sé que tiene prisa, para comentarle que el otro día me sorprendí con el iris encharcado frente a una copia desgastada de Adivina quién viene esta noche. No es la primera vez que me sucede pero el otro día fue distinto. Cuando Matt Drayton, el papel que interpreta magistralmente su Spencer Tracy, cierra el filme con una lección de tolerancia y usted tan solo le mira, enamorada y entregada, no puedo evitar llorar. Pero el otro día fue distinto. El papel de Christina Drayton seguía emocionándome, pero la sensación era incómoda. ¿Sabe que sólo Meryl Streep igualó en la última ceremonia su récord de doce nominaciones al Oscar? Seguro que sí. Por cierto, Broadway apagó todas sus luces el primer martes de julio. No, no tenía nada que ver con los sindicatos de actores. Creo que fue una cuestión de amor. Pienso que sí. Basta con emocionar para recibir afecto. Y usted nos regaló muchas emociones convertidas en interpretación. Envueltas en papel de leopardo, como La fiera de mi niña; en una bolsa de palos de golf, como en Historias de Filadelfia; en papel de periódico, como en La costilla de Adán; o chorreando agua, como en La reina de África. No quiero entretenerla más. Sé que tiene que marcharse, aunque soy uno de esos que prefería saber que estaba aquí a pesar de no verla. Sólo quería darle las gracias. Gracias por su trabajo. Por la señora Venable de De repente, el último verano, por la Mary Tyrone de Larga jornada hacia la noche, por la Leonor de Aquitania de El león en invierno, por la Ethel Thayer de En el estanque dorado,... Vale. Ya paro. Sólo una cosa más. Sé que ha tenido fama de mujer fría pero, como cantó una vez un artista de mi país, quizá es que no vieron que temblaba siempre que la querían. Nada más. Bueno, una cosa. Que para mí, como para Frank Capra, hay actrices, actrices y Katharine Hepburn. Hasta la próxima, gran dama.
martes, 15 de junio de 2010
Gregory Peck (1916-2003)

El pasado 12 de junio se cumplieron siete años de la muerte del actor Gregory Peck.
Finales de junio de 2002. La televisión emitía un vídeo en el que se apreciaba cómo un grupo de agentes “del orden” apaleaba a un joven negro en una gasolinera. No era la primera vez que la impotencia y la indignación se apoderaban de mi sala de estar. Ya sucedió, aunque la sala era otra, el año en que Rodney King fue brutalmente golpeado por un grupo de policías blancos de Los Angeles. Aquello provocó uno de los mayores disturbios raciales que se recuerdan. En mí siempre ocasiona la necesidad de buscar en mi videoteca Matar a un ruiseñor, una película casi tanto de Robert Mulligan como de Gregory Peck.
Hace unos años, el instituto fílmico de los Estados Unidos eligió al héroe más destacado del cine. No fue Rambo, ni Terminator, ni los policías de Arma Letal o los minimalistas defensores de Matrix. Fue Atticus Finch, el abogado de Matar a un ruiseñor. El ciudadano que decidió, en el Alabama de los años 30, defender a un hombre negro acusado de violar a una mujer blanca.
Ya sé que los actores, y más de la talla de Gregory Peck, son más que una película. Pido perdón. Para mí siempre será Atticus Finch. Aunque me emocione pensar que todos gastamos la misma broma que él gastaba a Audrey Hepburn frente a la Bocca della Verità en Vacaciones en Roma; aunque crea que no se puede concentrar más romanticismo que en el final de Duelo al Sol; aunque no me lo crea en Moby Dick o le comprenda en La profecía. Sé que el Gringo viejo sabrá disculparme. En una ocasión le comentó a un periodista que las películas favoritas de su filmografía eran La barrera invisible, El hidalgo de los mares, Vacaciones en Roma, Los cañones de Navarone y Matar a un ruiseñor, su único Oscar tras haber estado nominado en cinco ocasiones. Sé que lo entenderá. No vivimos buenos tiempos para la justicia social, para la verdad, para la humanidad, para la igualdad, para el respeto, para los derechos humanos. No vivimos buenos tiempos para quedarnos huérfanos de Atticus Finch.
martes, 25 de mayo de 2010
Sidney Pollack
El 26 de mayo de 2008, murió Sidney Pollack.
Uno tiene la sensación que Sidney Pollack pertenecía a un grupo de realizadores, como el otro Sidney (Lumet), que pasa discretamente por la historia del cine, sin la repercusión mediática y ostentosa de un Spielberg o un Tarantino, pero va dejando su huella, dosificada, dispersa entre diferentes ámbitos de la profesión, pero absolutamente indispensable. Si un adjetivo tuviera que definir la trayectoria de Pollack ese sería generoso. Como actor, se vestía del histórico secundario que servía la escena en bandeja al protagonista pero sin dejarse eclipsar por él. Le vimos de representante de actores en Tootsie, junto a Dustin Hoffman; como doctor que descubría que Meryl Streep estaba muerta en La muerte os sienta tan bien, como el personaje que hace replantearse la relación de pareja a Woody Allen y Mia Farrow en Maridos y mujeres, o convertido en el inquietante compañero de fiesta de Tom Cruise en Eyes Wide Shut, a las ordenes de Stanley Kubrick. Como productor, hizo posible que Ang Lee nos diera su versión de Jane Austen en Sentido y sensibilidad, que Anthony Minghella nos descubriese a un sorprendente Jude Law en El talento de Mr. Ripley, que Michelle Pfeiffer nos deslumbrase vestida de rojo y cantando sobre un piano en Los fabulosos Bakers Boys o que Tony Gilroy rodase Michael Clayton. Pero donde su talento generoso llegó a niveles admirables fue en su filmografía como director. Regaló papeles históricos a Dustin Hoffman, a Robert Redford, a Barbra Streisand, a Meryl Streep, a Jane Fonda, a Paul Newman y a una larga lista de estrellas norteamericanas. Con las películas de Sidney Pollack sucede como con los álbumes de fotos: que uno no es consciente de lo que ha vivido hasta que los abre. Cuando su fallecimiento, víctima de un cáncer, truncó su carrera, acudimos a consultar su filmografía y nos dimos cuenta de la cantidad de trabajos maravillosos que nos ha dejado y de las emociones que sentimos viéndolos. La angustia que nos generó Danzad danzad malditos, una historia que no envejece y que perfectamente podría adaptarse a la sociedad actual, a los mileuristas que buscan salidas que les permitan pagar la hipoteca y poder seguir viviendo; o las carcajadas arrancadas con Tootsie, un filme en el que el director salió victorioso de un enfrentamiento a un género que no era el suyo, aportando a la comedia un toque de verdad que la convirtió en única. Y Ausencia de malicia, y Las Aventuras de Jeremias Johnson, y La tapadera,…pero si hay dos películas que si un mitómano como yo olvidase en este obituario, merecería ser desterrado para siempre al infierno de los traidores: Tal como éramos y Memorias de África, que le valió un Oscar como director. De la primera, me sé de memoria el diálogo final entre Katie (Streisand) y Hubel (Redford) en la puerta del Hotel Plaza de Nueva York. Y les juro que cuando irrumpe la partitura de Marvin Hamlisch, ya estoy llorando. Y de la segunda, creo que la secuencia en que Denys (Redford) le lava el pelo a Karen (Streep) es ya historia del cine con mayúsculas. Emotiva obra maestra con la que uno puede homenajear el talento de Pollack cualquier día de la semana, a ser preferible de noche y con una copa de buen vino cerca. Va por usted, maestro.
domingo, 4 de abril de 2010
En el nombre de Billy

El 28 de marzo de hace 12 años murió Billy Wilder, posiblemente, el mejor guionista y director de la historia del cine. En aquella ocasión, la revista Fancine me pidió un obituario y yo escribí esto:
Soy, en esencia, mitómano. Es una enfermedad apasionante aunque se nos va la vida con cada sueño que se desvanece. Imaginé que nunca iba a suceder. Que ante la escasez de genios no estaba el planeta para deserciones.
Desde una entrega de los Oscars en la que Trueba me mostró la luz, cada noche rezaba a Billy Wilder. Pero esa noche, la del 28 de marzo de tal año como hoy, el hombrecillo de mirada irónica, verbo procaz y mente ingeniosa no contestaba. No era una noche calurosa y dudo mucho que oliese a madreselva, algo que Walter Neff si percibía en 'Perdición'.
Me encomendé a aquella 'Ninotchka', la soviética que logró que Greta Garbo riera, y al gigoló que tanto se parecía a Charles Boyer en 'Si no amaneciera'. Me abracé a mi libro sagrado ('Conversaciones con Billy Wilder', de Cameron Crowe) y juré que, como los protagonistas de sus películas, cuando tuviera que elegir entre dinero y felicidad, elegiría lo segundo, para señalar mi grado de madurez. Apostaría por el individuo antes que por el grupo, amaría y criticaría mi sociedad a partes iguales, exploraría la realidad burlándome del reflejo en el espejo o estremeciéndome al paso del dolor, me travestiría siempre que una banda de gángsters se cruzase en mi camino y haría de mis crisis de identidad una carcajada a medio camino entre la obra maestra y la genialidad.
Cumplí con la tradición y me arrodillé ante mi altar catódico cuando Ray Milland, en la piel de Don Brinam, le dice a Jane Wyman en 'Días sin huella': "Estoy intentando no beber". Y ella le responde: "Sí, estás intentando no beber como yo estoy intentando no quererte". Y cuando Norma Desmond desciende las escalinatas de su mansión en Sunset Boulevard convencida de ser Salomé mientras Joe Gillis flota en la piscina de 'El crepúsculo de los dioses'. O cuando Fran Kubelik (Shirley MacLaine) te deja boquiabierto, en 'El apartamento', con un contundente "Si te enamoras de un casado, no te pongas rimmel".
Iba perdiendo las fuerzas, como si de mí dependiera introducir la Coca Cola en el mercado ruso en plena guerra fría. Mi fe comenzó a desdibujarse como el rostro de 'Fedora'. Prometí que si nada de "eso" que me habían dicho había sucedido, visitaría con más asiduidad los templos de 'En bandeja de plata','Primera plana', 'Testigo de cargo', 'Irma la dulce', 'El gran carnaval' o 'La tentación vive arriba'.
Me hice un combinado musical con unas gotitas de Waxman, un chorrito de Previn y una rodaja de Deutsch y me senté a esperar. Uno piensa, y más si padece mitomanía, que "eso" no te iba a pasar nunca. Pero, qué quieres que te diga, nadie es perfecto.