miércoles, 30 de junio de 2010

Olvidad el 68

Era el 40 aniversario de Mayo del 68 y yo escribí esto:




Sólo con imaginarme la que se nos viene encima, tiemblo. No tengo el talante para mucha conmemoración y aguantar homilías sobre mayo del 68...me pilla con mucha cana y poca gana. Y esta apatía no tiene que ver con que los años me hayan vuelto un escéptico o haya dejado de emocionarme la lucha por la utopía, que además se me antoja una palabra preciosa. Es más bien que prefiero seguir buscando nuevas utopías bajo los adoquines que vivir de la mitificación de lo que otros hicieron. En otras palabras, que no tengo ganas de escuchar a un montón de señores con traje, corbata y exquisita cuenta corriente narrar, desde detrás de una mesa de madera de caoba, cómo se lucha contra el poder, la familia y el sistema. “En eso tenía razón la consigna”, recordó mi amiga Marta. “Quizá cuando gritaban eso de ‘la imaginación al poder’, no estaban buscando un cambio, sino un intercambio.” Miré a Marta y dije: “Resulta espantoso observar las pocas cosas en las que aún podemos creer”. Marta cree que es retorcido celebrar el cuadragésimo aniversario de la revolución de mayo cuando hay que pagar una hipoteca, que te ata a un banco por el resto de tus días, con el sueldo mileurista que paga alguno de esos empresarios, nacidos del espíritu del 68, a los que trabajan en sus empresas. Marta parece un Dani, el rojo de la desmitificación. De hecho, el que fuera organizador de aquella revuelta en la que lo realista era pedir lo imposible, publica un libro en el que le quita empaque a aquellos días de París. ‘Olvidad el 68. El 68 está enterrado bajo cuarenta años que han cambiado el mundo’, dice Daniel Cohn-Bendit. ‘Eran días absurdos. No queda nada de mayo del 68’, añade. Qué raro. Toda Francia, con lo chovinistas que son ellos, renegando de su revuelta de la utopía. “¿No será todo una campaña de Sarkozy para evitar cualquier agitación que no sea la suya propia junto a Carla Bruni?”, pregunté al viento. “Lo que hay que hacer es buscar nuevos horizontes”, apuntó Marta. “Que te parece éste: El 68 ha muerto. ¡Viva el 69!”, añadió. Y pensamos que mayo era tan buen mes como otro cualquiera para celebrar una revolución sexual.

martes, 29 de junio de 2010

Katharine Hepburn

Katharine Hepburn falleció el 29 de junio de 2003. Aquel día, yo escribí esto.




Lo sé. Está un poquito harta de escuchar y leer lo mismo cientos de veces. Que si Hollywood encontró en usted a su estrella más testaruda, que si nadie le ganó en rebeldía, que si representó a una mujer adelantada a su época. Está bien. No diré eso de que fue una dama rebelde. Pero permítame un minuto, ya sé que tiene prisa, para comentarle que el otro día me sorprendí con el iris encharcado frente a una copia desgastada de Adivina quién viene esta noche. No es la primera vez que me sucede pero el otro día fue distinto. Cuando Matt Drayton, el papel que interpreta magistralmente su Spencer Tracy, cierra el filme con una lección de tolerancia y usted tan solo le mira, enamorada y entregada, no puedo evitar llorar. Pero el otro día fue distinto. El papel de Christina Drayton seguía emocionándome, pero la sensación era incómoda. ¿Sabe que sólo Meryl Streep igualó en la última ceremonia su récord de doce nominaciones al Oscar? Seguro que sí. Por cierto, Broadway apagó todas sus luces el primer martes de julio. No, no tenía nada que ver con los sindicatos de actores. Creo que fue una cuestión de amor. Pienso que sí. Basta con emocionar para recibir afecto. Y usted nos regaló muchas emociones convertidas en interpretación. Envueltas en papel de leopardo, como La fiera de mi niña; en una bolsa de palos de golf, como en Historias de Filadelfia; en papel de periódico, como en La costilla de Adán; o chorreando agua, como en La reina de África. No quiero entretenerla más. Sé que tiene que marcharse, aunque soy uno de esos que prefería saber que estaba aquí a pesar de no verla. Sólo quería darle las gracias. Gracias por su trabajo. Por la señora Venable de De repente, el último verano, por la Mary Tyrone de Larga jornada hacia la noche, por la Leonor de Aquitania de El león en invierno, por la Ethel Thayer de En el estanque dorado,... Vale. Ya paro. Sólo una cosa más. Sé que ha tenido fama de mujer fría pero, como cantó una vez un artista de mi país, quizá es que no vieron que temblaba siempre que la querían. Nada más. Bueno, una cosa. Que para mí, como para Frank Capra, hay actrices, actrices y Katharine Hepburn. Hasta la próxima, gran dama.

Kurt y Courtney. Capítulo IV. "Litium"

Resulta que Kurt ha iniciado una terapia nueva pero a Courtney no le deja dormir. Tramón.

lunes, 28 de junio de 2010

Celebrar el orgullo


Un 28 de junio de 1969 un grupo de personas le plantaron cara a un sistema represor que les trataba como ciudadanos de segunda, como víctimas perennes de la burla, el escarnio y la prepotencia de los demás. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando explicamos que aquello sucedió en el bar Stonewall de Nueva York y que las personas que se rebelaron contra la redada policial eran homosexuales y transexuales, la audiencia pone gesto de “ya estamos otra vez con lo mismo”. A nadie se le ocurriría poner esa cara cuando se habla de lo que significó el I have a dream de Martin Luther King para los derechos civiles de los afroamericanos. Quizá por eso hay que seguir celebrando cada 28 de junio como si fuera el primero. Por eso y porque, por extraño que parezca, a medida que aumentan los logros del colectivo LGTB, crece la homofobia. Lo explicó el investigador estadounidense David William Foster en una universidad mexicana y las cifras de Amnistía Internacional lo confirman. Sólo en Brasil se asesinaron 190 homosexuales en 2008. La ONU tiene aprobada una declaración contra la homofobia pero no emite informes específicos porque algunos países miembros, como Egipto, lo verían como una imposición de los países occidentales. Eufemismo donde los haya. Y no hace falta mirar a los países musulmanes. En nuestra sacro santa Unión Europea, la homofobia planea sobre sus estados sin que a nadie parezca importarle mucho. Las ONG’s alertan de un aumento considerable en Gran Bretaña y las cifras de Italia son escalofriantes. No hay semana en la que algún homosexual o transexual no sea agredido gravemente en alguna ciudad italiana. Mientras, su parlamento se niega a condenar la homofobia por ley y la Unión Europea hace la vista gorda. En España tiene que aparecer una clínica que cura la homosexualidad para que nos demos cuenta que la realidad no es tan amable. Sólo hay que rascar un poco para ver que todos esos derechos son un oasis y que, en la práctica, el oasis es sólo un espejismo.


Para un país y sus habitantes celebrar el orgullo gay no es un problema, celebrarlo en traje de chaqueta o en tanga no es un problema, tener pluma o no tener pluma no es un problema; ser homófono, sí es un problema. Y cuando hablo de homofobia no sólo me refiero al asesino que sale a la caza del homosexual para acabar ensangrentando titulares en los medios de comunicación más sensacionalistas; también señalo al grupo de niñatos que, de botellón, gritan “maricones” a una pareja de chicos que pasa a su lado. Incluso me parece que hay mala intención en la consulta que aparecía la semana pasada en un periódico andaluz, en la que se preguntaba a la gente qué le parecía que el ayuntamiento invirtiera 300.000 euros en financiar los actos del Día del Orgullo Gay. La encuesta, manipuladora y malintencionada, logró que un 82% de la población se posicionase en contra. Claro, con ese enunciado, hasta yo estoy en contra; si hay que ajustarse el cinturón, nos lo ajustamos todos. Así que espero que ese periódico también consulte si hay que financiar el desfile de las Fuerzas Armadas o si en esta época de crisis nos parece bien que cada jugador de la Selección Española cobre 600.000 euros si ganan el mundial.


Les voy a confesar algo, antes de irme de vacaciones. En el programa de RNE que dirijo y presento -"La Transversal"-, no habitualmente, las cosas como son, pero de vez en cuando me encuentro con mensajes en el contestador en el que se me insulta con un lenguaje académico tipo “palomo cojo” o “es que no hay más presentadores en RNE que tienen que poner ustedes a ese maricón…”. Que yo sea un “palomo cojo” no es un problema; que alguien coja el teléfono, marque el número del programa y deje ese mensaje en nuestro contestador, con rabia en la voz, sí es un problema. Lo que no tengo muy claro, señor, es si su problema tiene solución.

Feliz Orgullo Gay a todos y todas.


viernes, 25 de junio de 2010

Animales de compañía


Hace una semana me presentaron a un matrimonio austríaco, Karin y Gerhard, que disfrutaba de unos días de vacaciones en España. No recuerdo en qué momento de la conversación, ni siquiera en qué copa de vino, empezamos a hablar de animales. Nunca he entendido las conversaciones de humanos que versan sobre animales de compañía y se alargan más de veinte minutos. Que si cómo quererlos, que si cómo mimarlos, que si cómo cuidarlos, con qué alimentarlos,... Y justo cuando estaba a punto de aislarme en el cuarto de baño más cercano, Karin comenzó a narrar, en un inquietante castellano, la historia de su última mascota. Se llamaba Frida y era una boa constrictor. “Era un delicia”, interrumpió Gerhard. Según contaron, la serpiente convivía con ellos en una perfecta armonía. Incluso llegaron a permitir que durmiera a los pies de la cama. Hasta que un día, dejó de comer. El tiempo que pasó la boa sin ingerir las presas que Frida y Gerhard le proporcionaban superó los datos que recibieron sobre su alimentación el día que la compraron. Así que el matrimonio optó por llevar a Frida al veterinario. “Este animal no puede salir de aquí”, les explicó. “Ha dejado de engullir porque piensa comerse a uno de ustedes”, añadió. Y el animal acabó en un terrario municipal. “Es increíble la personalidad que tienen las serpientes, ¿verdad?”, apuntó Gerhard. “Al principio lo pasé fatal con su ausencia -comentó Karin- porque una boa puede proporcionar unos momentos fantásticos en la convivencia”. Y yo les miraba y pensaba: “Pero estos dos...¿son gilipollas?” Nunca comprenderé ese esnobismo -siempre delictivo- que empuja a determinados seres, supuestamente humanos, a introducir animales salvajes en un entorno doméstico. Sería preferible que ellos se internasen en un dominio salvaje y todos viviríamos más tranquilos. Karin y Gerhard continuaban hablando de exóticos animales de compañía cuando abandoné la reunión. Mientras me alejaba, no podía evitar pensar en el reconocimiento social que hubiera merecido Frida al zamparse a uno de los dos.

jueves, 24 de junio de 2010

El síndrome de la abuela esclava


Todo sucedió la pasada tarde, cuando quedé con Marta para tomar un café. A los quince minutos de espera, recibí un sms anunciándome un pequeño retraso. Como normalmente soy yo el que llega tarde, no pude hacer otra cosa que aceptarlo con deportividad y aguantar solo en el bar, delante de mi segunda taza de café vacía. Fue entonces cuando me fijé en una señora de unos 70 años, elegante pero no ostentosa, sentada dos mesas más allá. No leía, no fumaba, no miraba a su alrededor ni se entretenía perdiendo la atención en la pantalla de la televisión del bar. En la expresión de su mirada se percibía que no estaba allí, que estaba lejos, en cualquier otro lugar. De repente, un sonido agudo y chirriante, como el de un tenedor rayando la cerámica de un plato, destrozó la calma. “¡Abuelaaa!”, gritó un niño. Junto a él, una cría de pocos años menos se enganchó al cuello de la abuela con una pasión desenfrenada que casi vuelca la silla. Luego entró la que debía ser la madre de las criaturas, con actitud desbordada y varias bolsas en las manos. “Mamá, perdona que hayamos llegado tarde pero es que el tráfico está espantoso”. Y besó a la abuela. “Te los dejo que tengo mucha prisa. Si en una hora no te he llamado, te los llevas a casa, los das de merendar y por favor, que hagan los deberes. Nada de tele que se atocinan”. “Pero si la abuela no tiene Play”, reprochó el niño. “Luego me paso por casa y los recojo. Portáos bien”. Otro beso y salió del bar en un visto y no visto. Los niños empezaron a hacerle preguntas a la abuela que la mujer no sabía, no quería o no podía contestar. Ella solo sonreía, aunque sus ojos no habían abandonado la expresión ausente. “Síndrome de la abuela esclava”, pensé. Recordé un estudio de la Universidad Autónoma de Madrid que asegura que solo un 18% de las abuelas creen que esa tarea de cuidar a los nietos para que sus hijos puedan conciliar vida laboral y familiar es una obligación y no un placer. Algo me dice que esa estadística no es del todo cierta. Sospecho que el número es mayor pero... ¿quién puede decir en voz alta que está harta de críar hijos para empezar a criar nietos, con lo mal visto que está eso? Las estadísticas hablan de abuelas enfermas de hipertensión, migraña, angina de pecho y depresión. Y en ese instante recibí otro sms de Marta. Acababa de ver una portada de los Mojinos Escozíos y se le había cortado la digestión. Anulaba la cita. No estaba para nadie. Como una abuela.

miércoles, 23 de junio de 2010

La melancolía de viajar en Metro


Amigo, desde que sobrevivo en Madrid viajo mucho en Metro. El Metro, esos vagones subterráneos que alguna mente con exceso de sol instaló en Palma, fuera o no fuera necesario, es uno de los medios de transporte más efectivos y tristes que existen; tal es la melancolía que provoca un trayecto en Metro, donde no existe la luz natural y los seres humanos se mueven en desfiles de autómatas como en La invasión de los ladrones de ultracuerpos, que la gente prefiere dormir, cerrar los ojos a su entorno, o aislarse mediante un mp3 o algo de lectura más o menos convencional. A veces a mí también me pasa y si el Ipod no tiene batería o me he dejado en la mesilla Una casa en el fin del mCursivaundo de Michael Cunningham, busco una salida al abatimiento y comienzo a imaginarme historias detrás de los ojos de la persona que tengo sentada enfrente, y en las expresiones congeladas desde las 8 de la mañana de un grupo de ecuatorianos, y en las manos que sujetan un libro envuelto en papel de periódico, para que no se ensucie la cubierta, o tras las cabezadas incontrolables de una mujer casi anciana que oculta sus zapatos tras varias bolsas con compra del mercado. En uno de esos recorridos por el subsuelo, sin libro ni música que echarme a la imaginación, me llamó la atención un titular sensacionalista del periódico de veinte páginas que leía la persona que viajaba a mi lado. En la misma tipografía que el publicista de Pepa Flores utilizaría para promocionar el regreso de ‘la más grande’ a la música, leí: “¡Tranquilos, los ricos viven menos!”. Así, con signos de admiración y subtítulos jocosos que nos hicieran pensar, a todos esos individuos anónimos que viajábamos en ese vagón –porque los ricos no van en Metro-, que en el fondo, los afortunados éramos nosotros no ellos, que viajan en coches de lunas tintadas y aire acondicionado, que ven la luz del sol mientras hablan por el móvil con la secretaria que les reserva mesa para esa noche en el restaurante de moda. ¡Qué bueno ser pobre de clase media ahora que el dinero, además de no dar la felicidad, acorta la vida! Al llegar a mi destino se lo conté a Emma, la ex secretaria rubia de mi ex psicoanalista, y dijo: “¿Estaba bueno el tío que leía eso?” Así que llamé a Marta, que es como entrevistar a Loquillo, que siempre te da un titular. O dos. “Me parece una ofensa inmoral que alguien se dedique a elaborar estadísticas absurdas con el objetivo de hacernos creer que los ricos también lloran porque su consumo insostenible de bienes y servicios perjudica seriamente su esperanza de vida”, contestó indignada. Le expliqué que existen 14 consejos para vivir más tiempo y que quizá deberíamos ponerlos en práctica: no dormir demasiado, ser optimista, practicar más sexo, tener una mascota, hacerte análisis regularmente, dejar de fumar, vivir con tranquilidad, comer alimentos antioxidantes, emparejarte bien genéticamente (o sea, que tu pareja también tenga padres y abuelos longevos. Eso suponiendo que desees que tu hijo también viva mucho, que eso va en gustos), hacer ejercicio, reír, perder peso, controlar el estrés y meditar. “¿No te das cuenta que hay que ser rico para poder cumplir con todo eso?”, apuntó Marta. Y decidimos que, aunque pobres, esa noche íbamos a intentar cumplir con el tercer consejo tantas veces como ricos dicen que entran en el infierno.

lunes, 21 de junio de 2010

Cromosoma Y


No tengo ni idea sobre qué papel puede jugar el cromosoma Y en una ley de embriología pero de lo que cada vez estoy más seguro es de que el gen masculino provoca unos acabados de serie en el humano que los posee que le permiten, de un modo casi inconsciente, atribuirse toda la responsabilidad de un éxito e inculpar al ser humano portador del cromosoma X de su propio fracaso. Eso, como el fútbol, une a todos los cromosomas Y del mundo, ya sean españoles, ingleses, chinos o congoleños. Porque hay que tener pelotas, nunca mejor dicho, para responsabilizar a la periodista Sara Carbonero, novia de Iker Casillas, del primer fracaso de la selección española en el mundial y quedarse tan anchos. Así tituló el periódico británico The Times tras el primer partido de ‘la roja’: “¿Derrota de España? Culpa a la novia” y “La sexy Carbonero hunde a España”. Según ellos, y les aseguro que también muchos otros cromosomas Y españoles, un portero no puede estar al cien por cien si tiene detrás de la portería a su novia. Menos aún si esa novia está como un queso delante de miles de hinchas con la testosterona por las cejas. Puro argumento para un documental de La 2. Son once cromosomas Y en el terreno de juego y la culpa de que pierdan es de un solo cromosoma X que andaba por ahí. Magnífico regate. Qué pena que no acabase en gol. Lo que no llego a entender es qué hace un cromosoma Y como yo, que a la única “roja” que admira es a Pilar Bardem, hablando de fútbol. Voy a cambiar de trama.

La gira de La’s Mónica’s Randall’s Dj’s –esto sí que es una alteración cromosómica y no la de los X-MEN- empezó la semana pasada en Menorca y nos llevará a Palma, esta semana que entra, para celebrar allí el orgullo gay. En la isla de la calma tuvimos el cardado placer de poner música en la boda de la actriz María Adánez con David Murphy. Hacía mucho tiempo que no asistía a una boda tan bien organizada, en la que hubiese tanto amor, tanto cariño, tanto talento condensado en palabras escritas para ser leídas en voz alta y en la que el rostro de la novia irradiase una felicidad que podría haberse almacenado para abastecer de energía a la isla durante todo un año. Ante esa estampa, mi cromosoma Y sufrió una subida de admiración que le empujó a plantearse contraer matrimonio. No hay nada, afortunadamente, más contagioso que la felicidad. Aviso por si acaso alguno está buscando mi foto en la revista Hola de esta semana: no salgo en la foto. Allí pueden ver a amigos invitados como los actores Jorge Calvo y José Martret, las actrices Cristina Fenollar, Cayetana Guillén Cuervo, Elisa Matilla y Marina San José, el coreógrafo Víctor Ullate, el director teatral Luis Luque, el fotógrafo Omar Ayashi y la diseñadora del traje de novia, Alma Aguilar, pero yo…yo he perdido la que probablemente sea mi única oportunidad de salir retratado en el Hola. Lo sé, pero cuando parte de los invitados salieron a la puerta de la finca, para hacerse la foto que todos ustedes han visto, me asaltó la humildad y pensé: “Si a mí no me conoce nadie”. Acto seguido imaginé el pie de foto en el que se enumeraban a los invitados a la boda y a mí me ubicaban en un invisible ‘entre otros’. Los cromosomas Y tenemos estos subidones desproporcionados de autoestima. Así que me quedé en la finca, disfrutando del vino tinto y de un jamón ibérico que estaba para ponerle un piso a su nombre, en compañía del actor Rubén Mascato.

El próximo sábado, y sin fotógrafos del Hola –ellos se lo pierden-, La’s Mónica’s Randall’s Dj’s estaremos celebrando el orgullo gay en la plaza Remigia Caubet de Palma. Me gustaría pensar que los vecinos de la zona tendrán paciencia –yo en Madrid vivo en una zona de bares de copas y sé de lo que hablo- y sabrán disculpar y valorar el revuelo que pueda ocasionar una fiesta en la que se celebra los derechos de miles de ciudadanos que, hasta hace apenas diez años, eran considerados ciudadanos de segunda categoría y se reivindican metas que alcanzar en esta carrera que empezó un 28 de junio de 1969, cuando una redada policial irrumpió en el bar Stonewall, del Greenwich Village neoyorquino. Esa revuelta puso de manifiesto que, por primera vez en la historia del colectivo gay, los oprimidos empezaron a luchar para dejar de serlo. Señores vecinos de la plaza Remigia Caubet, cuando les moleste la música, piensen que en la calle hay un grupo de personas celebrando que viven en un país en el que su amor no se paga con la cárcel, como en otros 80 países del mundo, ni con la pena de muerte, como sucede en otros cinco. Su conciencia, y sus cromosomas, se lo agradecerán.

sábado, 19 de junio de 2010

El cuento cambiado


Érase una vez una niña, hija de un rey, que tenía una madrastra obsesionada con matarla al saber que la superaba en belleza. No vamos a tener en cuenta que el informador de la malvada reina era un impertinente espejo mágico; es lo que tiene el reino de la fantasía, que el número de malos hábitos humanos son adoptados por animales y seres inanimados, para más coña. La joven, que respondía al sencillo nombre de Blancanieves, acabó escapando del oscuro dominio de la madrastra y se refugió en la casa de siete enanitos que echaban horas como locos en una mina de diamantes, aunque eso no significaba que viviesen con todo lujo de comodidades. Es lo que tiene la fantasía, que es irracional. Hasta que llegó el día en que la madrastra descubrió el paradero de Blancanieves y decidió tomarse una poción mágica -en el reino de la fantasía, esa bebida es tan popular como un Cacique con Coca Cola en nuestros fines de semana-. Se transformó en una bruja irreconocible, sin necesidad de inyectarse bótox, y, con un cesto de manzanas envenenadas, fue al encuentro de Blancanieves. Cuando tuvo delante ala muchacha, la bruja le ofreció una manzana. Sin embargo, para sorpresa de la madrastra, Blancanieves se negó a comérsela. “Pero, ¿cómo que no? Si no muerdes la manzana no podemos seguir con el cuento”, le reprochó la bruja. “Me importa un pimiento la manzana. Estoy harta de envenenarme cada dos por tres por las cuatro perras de mierda que me pagan. O hablamos de un aumento de sueldo o la manzana se la come el enano como que me llamo Blancanieves”, soltó la chica. Los cuentos ya no son lo que eran. En un sistema capitalista como el que rige las voluntades, y los bolsillos, de todo occidente, la realidad siempre supera a la ficción. El pasado viernes, los visitantes que entraban al mágico mundo de Disneylandia, en Los Angeles, vieron con asombro cómo la policía detenía a Blancanieves, Cenicienta o Campanilla por reclamar mejoras laborales. Cerca de 32 empleados del parque, que representaban a 2.000 trabajadores de los hoteles del parque temático, todos propiedad de la empresa Disney, fueron detenidos por obstaculizar el tráfico con sus reclamaciones. “Yo pediría una indemnización al Estado por el trauma ocasionado a los cientos de niños que vieron esa escena”, dijo Emma. “Yo hubiese pagado por verla”, añadió Marta. En nuestro planeta ya no queda espacio para la fantasía. Si hemos llegado a un punto en el que ni Blancanieves ni Cenicienta pueden pagarse un seguro médico y no llegan a fin de mes, quizá es que algo no funciona. “Que no se lamenten tanto”, interrumpió Marta. “Suerte tienen de estar en Los Ángeles, que si el EuroDisney lo llegan a abrir en España, Blancanieves sería una mileurista y no podría independizarse de los enanitos en toda su vida”. Y se quedó tan pancha.

viernes, 18 de junio de 2010

Amigos




Me he despertado y he sonreído. Hoy cumple años una amiga y aunque no puedo asistir a su fiesta de aniversario -creo que siempre hay que celebrar los cumpleaños; de hecho opino que hay que festejarlo todo en esta vida-, el primer pensamiento del día ha sido para ella. Solo hay una cosa más importante que el amor, y esa es la amistad. Puede que suene cursi pero el que lo probó, lo sabe. No voy a ir de moderno. Creo que ya fueron los griegos los que especularon sobre si la amistad era más necesaria en la prosperidad o en el infortunio. Mi madre siempre ha acuñado esa máxima de que “para una fiesta, todo el mundo está dispuesto, pero cuando vienen las vacas flacas, todos desaparecen”. Yo le decía que esa era una mentalidad de posguerra; que esos años les había hecho grises, desconfiados y bastante reprimidos a todo lo que destilase placer. Entonces ella me miraba, pensando que convertir a su hijo en alguien de provecho era una batalla perdida, y yo le guiñaba un ojo, que eso la desarma. Volviendo al tema, nunca he comprendido esa necesidad de valorar a los amigos por el número de desgracias que comparten contigo. Confío en la hermandad de la fiesta, en los lazos de la risa, en los vínculos de la felicidad. Creo que a los amigos hay que apreciarlos por el número de juergas, de demostraciones de felicidad que habéis compartido. Los buenos ratos son los que forjan los pilares de la amistad, la manera más noble de abrazarlos. Precisamente esas risas juntos son las que hacen que estén presentes cuando asaltan las lágrimas, y no al revés. La atenuación de los disgustos importa poco y quizá por eso todos huímos de la idea de ser objeto de pena para los amigos. Lo que deseamos es el placer, a veces auxiliador, que provoca su sola presencia. Lo que te contaba: me he despertado y he sonreído. Luego he pensado que me conformaría con que, en algún minuto de la fiesta, alguien echase de menos un buen dj. Aunque fuera ‘virtual’.




martes, 15 de junio de 2010

Gregory Peck (1916-2003)

El pasado 12 de junio se cumplieron siete años de la muerte del actor Gregory Peck.

Finales de junio de 2002. La televisión emitía un vídeo en el que se apreciaba cómo un grupo de agentes “del orden” apaleaba a un joven negro en una gasolinera. No era la primera vez que la impotencia y la indignación se apoderaban de mi sala de estar. Ya sucedió, aunque la sala era otra, el año en que Rodney King fue brutalmente golpeado por un grupo de policías blancos de Los Angeles. Aquello provocó uno de los mayores disturbios raciales que se recuerdan. En mí siempre ocasiona la necesidad de buscar en mi videoteca Matar a un ruiseñor, una película casi tanto de Robert Mulligan como de Gregory Peck.

Hace unos años, el instituto fílmico de los Estados Unidos eligió al héroe más destacado del cine. No fue Rambo, ni Terminator, ni los policías de Arma Letal o los minimalistas defensores de Matrix. Fue Atticus Finch, el abogado de Matar a un ruiseñor. El ciudadano que decidió, en el Alabama de los años 30, defender a un hombre negro acusado de violar a una mujer blanca.

Ya sé que los actores, y más de la talla de Gregory Peck, son más que una película. Pido perdón. Para mí siempre será Atticus Finch. Aunque me emocione pensar que todos gastamos la misma broma que él gastaba a Audrey Hepburn frente a la Bocca della Verità en Vacaciones en Roma; aunque crea que no se puede concentrar más romanticismo que en el final de Duelo al Sol; aunque no me lo crea en Moby Dick o le comprenda en La profecía. Sé que el Gringo viejo sabrá disculparme. En una ocasión le comentó a un periodista que las películas favoritas de su filmografía eran La barrera invisible, El hidalgo de los mares, Vacaciones en Roma, Los cañones de Navarone y Matar a un ruiseñor, su único Oscar tras haber estado nominado en cinco ocasiones. Sé que lo entenderá. No vivimos buenos tiempos para la justicia social, para la verdad, para la humanidad, para la igualdad, para el respeto, para los derechos humanos. No vivimos buenos tiempos para quedarnos huérfanos de Atticus Finch.

La crisis no es democrática

“¡Como alguien vuelva a mencionar en mi presencia la palabra crisis, le pego un moco!”, dijo Marta en un arrebato de elegancia. “¿Ibex 35 vale?”, pregunté, por prevenir más que nada. “No vale. Ni eso ni Euribor ni bajadas de medio punto, que yo con el único medio punto que me entiendo es con el que me dan tres copas de vino”, aclaró ella. “Pues como no hablemos de la boda de la Duquesa de Alba…”, comenté, algo desesperanzado. Y es que Marta lleva unas semanas intratable debido al bombardeo informativo sobre la crisis económica y el déficit. Ella cree que nadie entiende ni una palabra de lo que se está contando en titulares pero que la estrategia del terror está funcionando. Mi amiga, e ideóloga de la modernidad, está convencida de que la crisis existe pero también de que la magnifican los ricos para atemorizar a la clase media y así seguir tejiendo sus estrategias de poder que, por cierto, les hacen aún más ricos. “Lo que quieren es que todos nos apretemos el cinturón para ellos desabrocharse un agujero más. ¿Sabías que la cantidad de ricos ha aumentado en un 20% y que sus riquezas personales crecen mientras nosotros tememos por nuestros ahorros? Tenemos que espabilarnos porque la crisis no es democrática”, soltó, en plan new Pasionaria. “A ver si se te mete esto en la cabeza: cuando un rico habla de crisis, lo que quiere decir es que no ha ganado tanto como esperaba. Y si la cosa va achuchada, amenaza con congelar sueldos en su empresa, le pide al Gobierno que facilite el despido y se queda tan tranquilo”, añadió. “Has dicho la palabra crisis dos veces”, le comenté. “Deberías pegarte un moco para cumplir con el ejemplo”, añadí. Lo que sucedió a continuación no pienso relatarlo. Sólo comentar que si los Farrelly la hubieran visto, ella sería la protagonista de su próxima película. Con eso lo digo todo.


Viva Forges!!

domingo, 13 de junio de 2010

Error humano

Puede que la decepción sea el sentimiento más antipático que existe. No hace distinciones; es igualmente molesto para el que lo provoca, la mayoría de las veces de manera involuntaria, que para el que lo sufre. En esa silla, en la silla más incómoda del salón de baile, se ha tenido que sentar muchas veces nuestra profesión, la periodística. Acudimos a entrevistas con personajes a los que admiramos y que, delante de nuestros ojos, se van derritiendo como las figuras de cera de aquella película de Vincent Price. También es verdad que, en ocasiones, el personaje, aparentemente mediocre, se torna interesante frente a nosotros pero, ¿para qué hablar de cosas positivas si podemos hacerlo de negativas? El otro día, Toni Garrido, compañero de RNE y director y presentador del magazine de tarde Asuntos Propios, acudió al Hotel de las Letras de Madrid para entrevistar al que, posiblemente, sea su autor favorito: Chuck Palahniuk. Se ha leído todos sus libros y, con seguridad, se preparó el encuentro desde la admiración, no desde una (fingida) objetividad periodística. Yo, desde la modestia que imprime jugar en segunda división, acepté el ofrecimiento de un estudiante del máster que también acudiría a la cita con el escritor, enviado por otro programa de la casa, y que, de paso, recopilaría más información para hacer un reportaje para mi programa. Algunos lo llaman sinergia; yo lo llamaría otra cosa pero bueno…dejémoslo en sinergia.

Me gusta mucho el impulso narrativo de Palahniuk y me he leído El club de la lucha, Nana, Asfixia, Diario una novela, Error humano y Rant. En mis pesadillas megalomaníacas he llegado a imaginar que, tras publicar mi primera novela, un crítico del Babelia me comparaba con él. En el blog del programa, le tenemos como uno de nuestros referentes y, aunque de un modo natural, brotan de mi cabeza historias con mucho sexo, violencia, familias desestructuradas y estupefacientes, me gusta que él ya haya acuñado el término ‘ficción transgresiva’ para definir algo que, en otro tiempo, me hubiera servido para vestir una camisa de fuerza. Por todas esas cosas puedo llegar a imaginar cómo se sintió Garrido cuando el Palahniuk que se le sentó delante fue el más aburrido, desganado, seco y monosilábico del mundo. Escuchar la entrevista que ambos mantuvieron provoca un ataque de ansiedad que no se salva ni con unos lexatines de 1,5. Y si tenemos en cuenta que había una traductora que se encargaba de trasladar la pregunta en inglés al escritor y devolver sus escuetas respuestas al entrevistador, el resultado es aún más angustioso si cabe.

Una parte de mí, posiblemente la más descerebrada, asume que si te apasiona un escritor de personajes autodestructivos, que maneja el cinismo con precisión, que casi es la estrella del rock de la literatura contemporánea, ya deberías estar vacunado ante la posibilidad de que se presente a tu entrevista con una resaca del quince y un buen cóctel de pastillas para superar el ‘jet lag’, o lo que sea. Eso, de alguna manera, contribuye a alimentar una leyenda inexistente, el siempre fascinante universo en el que la ficción y la realidad se solapan, para nuestro asombro. Sin embargo, mi otro yo, mi mini yo, se muestra solidario con el entrevistador. Aterrado ante el abismo de la decepción, no llego a comprender si estaba más inquieto por lo ingrato de una entrevista difícil o por el tormento añadido de ser a alguien a quien admiras. Pienso que para mí hubiese sido más decepcionante encontrarme con un Palahniuk contestando a las preguntas como si fuera Matilde Asensi. Sin embargo, en mi contradicción, hubiese echado de menos un poco de la profesionalidad de la autora de Venganza en Sevilla que, aunque no me interese nada su literatura, por lo menos, cuando hay que vender libros, sabe cómo hacerlo. Ni qué decir tiene que el estudiante del máster no pudo ni recibir un monosílabo por respuesta. En cuanto el autor de Snuff acabó su ‘charla’, se metió en la cama, anulando el resto de encuentros que tenía previstos esa tarde.

Hoy, a punto de empezar su última novela, me pregunto si, a estas alturas de la vida, ya habré aprendido a diferenciar la creación del creador. Hoy, a punto de empezar su última novela, no tengo respuesta.

jueves, 10 de junio de 2010

La última rubia


Que la mayoría de las rubias habitan en otra dimensión, no sé si paralela o transversal, es algo que descubrí hace años, cuando aquella compañera platino de una amiga llegó escandalizada al colegio mayor en el que vivía después de haber visto 'La lista de Schindler'. Su estupor no estaba en el dramatismo del filme, ni siquiera en la emotividad de su banda sonora, sino en que estaba “basada en un hecho real”. Pero desde que trato más a Emma, la ex secretaria rubia de nuestro ex psicoanalista argentino, la constatación de ese hecho diferencial adquiere tintes (y lo de tintes no es coña) científicos. Sobre todo cuando la muchacha en cuestión no acaba de aceptar la repercusión social de su condición capilar e intenta transformarla a base de leer todo lo que cae en sus manos: desde el folleto del Carrefour hasta los diarios gratuitos. “Una vez leí que las rubias podríamos desaparecer en 200 años debido a que los genes asociados a nuestro cabello son recesivos”, contaba Emma, asustada. “¿Conoces el significado de la palabra ‘recesivo’?, preguntó Marta, morena con algunas gotitas de crueldad. La simple idea de que las rubias pudieran extinguirse, como los dinosaurios, como la Mirinda o como los políticos honestos, me incomodaba. Esa incertidumbre despertó en Emma un deseo por acumular información con la absurda creencia de que eso alteraría la coloración de su pelo y así aseguraría su supervivencia. “Es que los genes de las morenas y las castañas son más dominantes y acabarán con nosotras como especie”, argumentó Emma, valga la contradicción. Marta valoraba tanto el silencio de Emma que le pasó un periódico para que se entretuviera. Y en plena conversación sobre lo inmoral que nos parece un grupo como el G8, Emma interrumpió: “¿Le han dado el Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional al del gore? No lo entiendo. Su cine no aporta nada. Hay demasiada violencia y demasiada sangre. Creo que una cosa es el terror y otra el asco”. Marta tuvo que pedir una tila y tres ansiolíticos. Yo, confieso que pensé que si algún día se hacía realidad aquel bulo del gen recesivo, yo montaría una granja de crianza selectiva para salvar a las rubias.

miércoles, 9 de junio de 2010

Los chicos sí lloran



Ya lo decía mi abuela y, años después, lo cantó Miguel Bosé: los chicos no lloran, tienen que pelear. Pero en este siglo del reciclaje, de la desmitificación arbitraria y de las leyendas contrastadas, el Instituto Canadiense de Estadística nos quitó, a unos cuantos hombres, un peso de encima. Las rupturas sentimentales suelen deprimir más al hombre que a la mujer. De hecho, según el estudio, los hombres lloran más; seis veces más. “Una vez, lloré en público por la ruptura sentimental de otros”, comenté, ante la mirada estupefacta del resto. “En el cine, viendo Los puentes de Madison. Es que con la secuencia de la lluvia, y Meryl en la furgoneta, y Clint empapado, y Meryl con la mano en el picaporte,...” Y me puse a llorar. Ahora que me amparan estadísticas internacionales, no me iba a cortar. “Mi madre siempre lo tuvo claro: el sexo débil eran ellos”, apuntó Marta, pasándome una servilleta de papel. “Cuando mi padre o mis hermanos caminaban por la casa como si fueran Margaritas Gautiers por un simple dolor de cabeza, ella suspiraba y decía: ‘Ay, si tuviérais que parir’, aliviada en el fondo de saber que la perpetuidad de la especie no dependía de ellos". “Reconozco que con el final de Tal como éramos, cuando se encuentra Barbra con Robert en la puerta del hotel Plaza y...” Y me entró la congoja. “Antes parecía que el dolor era patrimonio femenino, pero ya véis que no. Los chicos lloran y tienen una capacidad de sufrimiento, y de regodeo en el dolor, infinita”, explicaba, como si estuviese retransmitiendo una autopsia en directo y yo fuese su cadaver exquisito. “También lloré con E.T. Y con En el filo de la duda, con El color púrpura, con El pequeño ruiseñor,...” “Quitando éste” -dijo Marta, señalándome-, “que rompe todas las estadísticas, a los chicos les sigue costando exteriorizar sus sentimientos con lágrimas porque no saben llorar y les da pudor que les vean. Ponen caras raras, muecas imposibles que, en muchos casos, provocan la carcajada del que tienen delante en lugar del consuelo. Es que hay que saber llorar”. Y puso el ejemplo de Victoria Abril, una de las actrices que mejor ha llorado en el cine. “¿Acaso hay algún actor que sepa llorar?”, preguntó Marta. Me soné los mocos y, con la voz entrecortada, respondí: “Eduard Fernández”. “Tú calla y llora”, contraatacó Marta. “Habéis aprendido a llorar pero aún os queda mucho camino y ya lleváis 2.000 años de déficit”, añadió. No sé qué quiso decir pero me entraron unas ganas de llorar...

martes, 8 de junio de 2010

Miedo al futuro


Estaba a punto de salir de casa, cacheándome para comprobar que no olvidaba nada, cuando sonó el móvil. “¿Podemos pasar antes por casa de Consuelo?”, preguntó Marta. Habíamos quedado para gastarnos unos ahorros en ropa pero nuestra amiga decidió alterar los planes. “Es que he leído el periódico y he vuelto a tener un ataque de ansiedad”, añadió. Le tengo dicho que viva al margen de la realidad pero no me hace caso. Cada vez que abre las páginas de un diario y se dá de bruces con la crisis económica, la sinrazón terrorista, el cambio climático o la programación de Telecinco, le invade un miedo al futuro que aplaca visitando a una vidente llamada Consuelo. Y aunque pueda parecerme analgésico que alguien que se dedique a predecir el futuro se llame Consuelo, siempre intento quitarle esa idea de la cabeza. “Necesito que alguien me diga que nada malo va a suceder, aunque sea mentira, pero que me lo diga con auténtica convicción”, explicó Marta. “Es como cuando me resfrío y tomo un Ilvico. Sé que no me cura el enfriamiento pero me alivia los síntomas”, agregó. Eso me empujó a pensar que quizá esa era la razón del aumento de supuestos videntes en tiempos difíciles: no tanto la creencia en sus fingidos poderes como la seguridad con la que te los comunican. Un arte dramático que dejaría en evidencia a los políticos -la mayoría de ellos no se creen lo que están diciendo- y a la Iglesia, que lleva tantos años empleando la fe como único argumento que ya carece del énfasis necesario para vender el producto. Es como el actor que lleva años interpretando el mismo papel en una función teatral y que, aunque presuma de que cada día es como el primero, ya lo suelta como una sucesión de palabras sin verdadera emoción. “Yo también le tengo miedo al futuro”, le dije a Marta. “¿Cómo no tenerlo en un mundo cada vez más sometido al terror, a la violencia, a la injusticia, y cada vez más alejado del diálogo, del razonamiento, del sentido común? Pero pagar a un individuo para que se aproveche de tu miedo, de tu sensación de indefensión, solo contribuye a un futuro peor”, expliqué. “Entonces, ¿qué hago? Porque yo sigo teniendo ansiedad”, aseguró Marta. “Entregarnos al hedonismo más elemental en una sociedad capitalista. Vamos de compras”, apunté. Mientras salía de casa pensé que hace años no hubiese creído al que vaticinase que el Defensor del Pueblo insultaría a los ciudadanos a los que no nos gustan los toros. Y me entró un ataque de ansiedad sin consuelo.

lunes, 7 de junio de 2010

Estoy en venta

¿Qué pasará por la cabeza de una persona cuando descubre que hay gente capaz de pagar 41.100 dólares por conocerla? Yo no lo sé, pero Scarlett Johansson sí. La protagonista de Match Point se 'subastó', hace tiempo, en la red con el fin de recaudar fondos para la ong Oxfam America. El pujador podría acompañar a la actriz, en coche con chófer, al estreno mundial de He's just not that into you. “A mí me daría miedo”, dijo Encarna. “Si alguien es capaz de pagar 25.000 euros por compartir contigo el estreno de una peli, donde no vas a poder hablar, porque en el cine no se habla,...” “Eso era antes”, interrumpió Marta. “Ahora se habla, se come, se telefonea, se todo.” “Lo que quiero decir -reanudó Encarna- es que la persona no se va a gastar ese dineral a cambio de algo que no colme sus expectativas. Y si hablamos de hombres, sus expectativas están bien claras. Y eso, asusta”. Marta no pensaba lo mismo. “Si alguien pagase 25.000 euros por conocerme lo menos que puedo hacer por él, y por la ong, es tirármelo”. A veces pienso que Marta es un tío. “Aunque saber que alguien te idolatra tanto como para desembolsar la cuarta parte de una hipoteca en compartir contigo unas horas resulta perturbador” “Yo, por ejemplo, sé lo que es pagárselo todo a un hombre; pero que un hombre pague por mí,...no tengo ni la más remota idea”, soltó Emma, que aunque sea rubia, a veces reflexiona como una morena. “Creo que algo así redecora tu ego. Si te despiertas una mañana con el ánimo desgastado, siempre podrás mirarte al espejo y recordar que hay gente capaz de pagar media fortuna por unos minutos de tu tiempo. Y, acto seguido, saldrás a la calle dispuesto a comerte el mundo”, apunté. “Todo eso está muy bien pero...¿qué pasa por la cabeza del individuo que paga? Esa es la cuestión”, insistió Encarna. “Creo que confía en fascinar a su cita hasta que ella acabe enamorada de él”, apuntó Emma, que, de repente, volvió a razonar como una rubia. El resto pensamos que, en su foro interno, el tipo soñará con follársela. Esa es nuestra fe en el ser humano.

domingo, 6 de junio de 2010

Domingo Diesel

Como en la canción de Miqui Puig, tengo la impresión de que los domingos pasan lentos. Sospecho que el séptimo día de la semana funciona con un motor Diesel. Muchas veces, durante la ingenua niñez y la desconcertante adolescencia, pensé que ese sentimiento acabaría desvaneciéndose, que maduraría con el tiempo y que sería un recuerdo que desempaquetar sólo en casos de extrema necesidad. Pero no, ahí siguen los domingos diesel. Si bajo la guardia, me ponen tristón. Es como si hubiera interiorizado esa sensación infantil que, a medida que avanzaba el reloj dominical, me iba recordando el regreso a la escuela. Era escuchar la sintonía del programa de televisión Estudio Estadio y ya me entraban los siete males. “Si es que hay demasiado fútbol. Eso es lo que nos pone de mala leche: los domingos de fútbol”, se quejó Marta. Le expliqué que no es irritabilidad, ni siquiera ansiedad; a mí los domingos simplemente me sedan el ánimo. “La única manera de combatirlos es eliminándolos”, añadió Encarna. “Y eso sólo es posible si logras no saber en qué día vives. Desengáñate: la culpa es del lunes”. “Pero creo que el domingo es triste de por sí, incluso cuando el lunes es fiesta”, dije. “De lo contrario, tendría un problema mayor, ya que estaría desperdiciando el presente pensando en el futuro”. Quizá los domingos padezcan también el síndrome navideño y esa absurda necesidad de ser feliz. Son días que se llenan de familias por las calles, alertados por un pequeño rayo de sol; de padres que acompañan a sus hijos, que montan en bicicleta; de restaurantes que cocinan paella para números pares; de aperitivos y vermut,...En definitiva, son días que te sumen en la rutina, días en los que uno ya no sabe qué hacer para mejorarlos, días en los que soñamos con la posibilidad de echarle un pulso al tiempo. “Y eso sin contar lo que sentimos si amanece un domingo con un cielo color panza de burro”, apuntó Marta, para más congoja. Y Santi, que había asistido a esa conversación sin abrir la boca, dijo: “¿Habéis probado a pasar un domingo sin encender la televisión y haciendo el amor?” Nos quedamos pensativos un instante. Nadie respondió, pero algo me dice que tal vez nos pongamos a plan hoy mismo.

sábado, 5 de junio de 2010

Anne Bancroft


Mañana, día 6 de junio, hará cinco años que murió Anne Bancroft. Y este fue el obituario que escribí en la revista Fancine en aquel momento:


Quizá porque hay días en los que pensamos que uno de los condicionantes de la calidad de vida pasa por serle fiel a la ignorancia; quizá porque mantenernos desinformados nos hace creer que vivimos en un mundo perfecto; quizá por que uno se empeña tanto en desconocer la realidad que subestima el sobresalto, un mal día, cuando menos te lo esperas, frente a un plato de pasta, alguien alude a la muerte de Anne Bancroft. Si usted, lector, es un habitual de esta sección, digna de titularse A dos metros bajo tierra, sabrá que si algo caracteriza a este humilde enterrador es la mitomanía. Puede imaginarse, pues, el número que continuó a la sorprendente noticia, reacción que yo achaqué a un maldito tallarín.

“Todos nos hemos sentido alguna vez como el Benjamín Braddock de El graduado”, me dijo un amigo. Y descubrí que yo no. Yo siempre me había sentido como la sra. Robinson, algo que, entre otras muchas cosas, me hacía bastante más mayor que mis conquistas y remarcaba mi satisfactorio vínculo con el Martini. Por eso, Anne Bancroft formaba parte de mi olimpo cinematográfico. “¿Puedes dejar por un instante de hablar de ti y dedicarle unas palabras a una de las actrices más importantes del siglo pasado?”, me apuntó mi amigo. Y le contesté que no. Que el mejor homenaje que se le puede hacer a una grande es revivirla a través de sus películas. Correr hacia la videoteca y buscar su temperamento tras los movimientos de la Anna Sullivan que le proporcionó un Oscar en 1962; escuchar su voz intensa en Buenas noches, madre; sonreír frente a su mirada traviesa en Trilogía de Nueva York; y emocionarse asistiendo a ese duelo de actrices que es Agnes de Dios –junto a Jane Fonda y Meg Tilly-. Sus interpretaciones siempre estaban a la altura del producto y, en ocasiones, por encima, como sucede con Jesús de Nazaret de Franco Zzzzzzzeffirelli, Grandes esperanzas o A casa por vacaciones, de Jodie Foster. Su magnetismo atravesó los lentes de las cámaras de Jacques Tourneur (Nightfall), John Ford (7 mujeres), Herbert Ross (Paso decisivo) y David Lynch (El hombre elefante) y fue una de las primeras en sentarse en la silla del director, en 1980, con Fatso, basada en una obra suya.

A algunos nos llevó un tiempo entender cómo una gran dama de la interpretación podía compartir su vida con Mel Brooks, un cómico de mal carácter con quien rodó el remake de Ser o no ser, de Lubitsch.

La respuesta quizá esté en que el sentido del humor sea una de las formas más elevadas de inteligencia; quizá porque una grande sólo puede estar al lado de un hombre que le haga reír; quizá porque añore, desde el cielo de las estrellas, la sonrisa en los homenajes; quizá porque ella sabía, mejor que nadie, que el 6 de junio, por sorpresa para algunos, las marquesinas de los teatros de Broadway atenuarían sus luces mientras un tipo corriente, emocionado en tristeza, se pelearía con un tallarín en un restaurante de Palma.

jueves, 3 de junio de 2010

La vanidad

Hojeando una revista antigua nos dimos de bruces con su foto. Estaba saliendo del mar con un bañador rojo. Era como la versión homoerótica de la primera aparición de Ursula Andress en 007 contra el Dr. No. Durante unos segundos permanecimos en silencio, con la mirada impresa en la imagen. “¿Tú crees que John John Kennedy se lo tenía creído?”, preguntó Marta, con la dicción sedada por la fotografía. “Tenía motivos, ¿no?”, contesté. “Creo que los políticos deberían ser todos sex symbols. Si tu físico no soporta una salida del mar en bañador, mejor que te retires”, añadió Marta. Aparté la vista de la publicación y la trasladé hasta mi amiga, buscando algún dato más. “Lo leí una vez, creo que a Ernesto Sábato. Decía que la vanidad era el motor del progreso humano. La vanidad es el combustible que nos empuja a crear, inventar, decidir, intervenir,...” Un planeta de creídos, pensé, ¿puede existir algo peor? Además, la vanidad no siempre está ligada al físico. Incluso diría que la mayor parte de las veces, va ligada a un físico anodino. Los guapos, bastante tienen con ser guapos, no se sienten en la obligación de tener que demostrar nada más. Salvando los casos de megalomanía que sufren algunos artistas, escritores, periodistas, jueces y hasta tertulianos de La Noria, los responsables de que alguien se lo tenga creído siempre son los demás. Podemos lograr que hasta un país entero 'se lo crea'. Ejemplo: Estados Unidos. Nos quejamos de que se autoproclamen la policía del mundo, que decidan en los conflictos internacionales como si estuvieran en su casa, pero los que provocamos que se sientan autorizados a hacerlo somos nosotros. En este punto, era Marta la que me miraba fijamente. “La cobertura informativa que se da a un congreso republicano, o a uno demócrata, a la elección de sus candidatos, a los debates, a los vicepresidentes,...no se produce con ningún otro país del mundo. Si tú ves que hasta se retransmiten en directo los debates de tus candidatos en las emisoras de radio extranjeras, ¿no te lo creerías? Nosotros les demostramos que son importantes, entonces ¿por qué nos extraña que ejerzan como tales cada vez que les apetece?”, dije. Marta estuvo un instante callada, como reflexionando. Al rato dijo: “Si Obama estuviera la mitad de bueno que John John yo le dejaría intervenir todo lo que quisiera”. Cuando quiere, sabe cómo sacarme de quicio.


P.D: Acabo de descubrir que una periodista riojana que vive en Mallorca y que se llama Lorena G. Diaz 'pilló' este artículo en 2008, cuando lo publiqué en Diario de Mallorca, y se lo colgó en su blog sin mencionar la fuente. Ya sabéis que soy muy partidario de que la información circule libremente por la red pero lo de mencionar la fuente me parece un detalle de cortesía que agradezco y valoro. Lo otro me parece un apropiacionismo que queda feo.


miércoles, 2 de junio de 2010

No pienso ahorrar en risas


El otro día, mientras me dejaba lobotomizar por la tele, llegué a pensar que existe una red internacional dispuesta a acabar con la especie humana tal y como la entendemos ahora. Creo que cada noticia, cada titubeo del Gobierno, cada mordisco de la oposición, cada decisión de la sacrosanta Unión Europea, sólo tiene un objetivo: acabar con nuestra seguridad, con nuestra ilusión y con nuestra paciencia. Tengo la impresión que todos estamos algo perdidos, abandonados a nuestra suerte y acosados por un Humo Negro cuyo único objetivo es apagarnos la luz y quitarnos el tapón del desagüe de la bañera. Cuando se habla de jubilarse más tarde, de congelar pensiones, de bajar los sueldos,…se está hablando de la desnutrición del estado del bienestar. Y mientras pensaba todo eso, en la tele se celebraban las semifinales del Festival de Eurovisión, con Grecia dando saltos de alegría porque había pasado a la final. Y alguien a mi alrededor dijo: “Pues si hay tanta crisis, si hay que ajustarse el cinturón, ¿por qué no empezamos ahorrándonos ese festival que es una chorrada?" Entonces lo vi claro. Cuando ellos hablan de austeridad, de ahorro, se refieren a que van a recortar de donde más nos duele: de nuestra capacidad de ser felices, de nuestra ilusión y de nuestro divertimento. Todo es indispensable menos el ocio. Cualquier actividad que conlleve una risa, un salto, una diversión, está mal vista en estos tiempos. Hay que ahorrar. Y no se dan cuenta que cuando un país está totalmente perdido es cuando deja de reír, cuando deja de divertirse. Prefiero que ahorren en aviones de combate, en coches oficiales o en dietas de políticos viajeros y que nos dejen reír en paz. Que como nos toquen mucho las narices, lo mismo nos vamos al bando del Humo Negro y…quien sabe si nos da por ser ‘insolidarios’ e iniciar una campaña tipo “Esto que lo arreglen los que lo jodieron” y nos quedamos más anchos que largos. Que bastante paciencia estamos teniendo…

martes, 1 de junio de 2010

Está en su naturaleza

Hará como tres años que me preparo psicológicamente para leer un periódico o ver un Telediario. Los índices de irracionalidad, de ira, de intransigencia, son tan altos que es difícil encontrar una noticia en la que no medie el odio, de una u otra manera. 'Israel ataca una misión humanitaria y deja nueve muertos'. 'Hallados cuarenta cadáveres en una fosa clandestina en México'. 'Hamás declara el Día de la Ira y llama a la venganza contra Israel'. '17 neonazis de 'Blood and Honour' fueron candidatos a las generales de las elecciones españolas de 2004'. 'Una nueva ley en Arizona convierte la inmigración ilegal en delito'. 'Dos mujeres que no denunciaron maltrato, asesinadas en Sevilla'. 'La izquierda abertzale rehúye pedir a ETA el cese de la violencia'. 'Grave agresión homófoba contra un joven de 22 años en Roma'. Acabo dándome una pausa. Mi paciencia emocional tiene un límite. Me cuesta comprender los mecanismos del ser humano, las razones por las que unos necesitan provocar agresiones y los motivos por los que otros deciden agredir. A estas alturas, lo dejo por imposible y busco la evasión. En mi contradicción, deseo que comience la tercera temporada de True Blood. Por si alguien no lo sabe, se trata de una serie creada por Alan Ball, el de A dos metros bajo tierra, que cuenta cómo conviven los habitantes de un pueblo de Luisiana en un tiempo en el que los vampiros reclaman sus derechos y luchan por reinsertarse en la sociedad. A ello contribuye que los japoneses hayan creado una sangre artificial que se comercializa y permite a los vampiros abandonar el mundo de las sombras, dejando de ser una amenaza para los humanos. En la primera temporada aparece una trama que me devuelve al lugar del que pretendía escapar. Algunos vampiros rechazan incorporarse a la sociedad, saben que pueden alimentarse con True Blood pero ellos prefieren seguir extrayendo el manjar del torrente sanguíneo de sus víctimas porque, de lo contrario, ¿qué sentido tendría ser vampiro? O sea, hay vampiros que tienen la opción de habitar en un mundo menos agresivo pero prefieren seguir asesinando por una única razón: está en su naturaleza. La simple idea de que los seres humanos también pudiésemos dividirnos en esos dos grupos me inquieta aún más si cabe. Doy a la pause del reproductor de DVD. Espero unos minutos. Al final regreso a la serie. Aunque me lleva un rato autoconvencerme de que todo es ficción, que los vampiros no existen y que la naturaleza del escorpión bien podría ser el título de un futuro Premio Planeta.