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viernes, 21 de octubre de 2011

A 20 centímetros del suelo

Nací con ella en mi vida. Ella estaba aquí antes que yo. Oí hablar de ella cuando era muy pequeño. Algo espantoso había sucedido. Habían matado a un hombre. Su coche voló por los aires. Tanto que cayó en la azotea de un edificio cercano. No tenía ni idea de quién era ese hombre pero, en cualquier caso, parecía que aquello que acababa de suceder era malo porque, sin saber cómo, nos iba a traer problemas. Eso decían los mayores.

Con el tiempo vi que aquel atentado fue lamentado por unos y valorado positivamente por otros. Con el tiempo comprendí que yo era un niño en una dictadura. Entendí lo que eso significaba cuando el dictador murió.

Pero el lado oscuro de la violencia se refugia, precisamente, en la ausencia absoluta de justificación. La agresión, el imperio del terror, de la coacción, del miedo, del crimen,…desgraciadamente no es patrimonio de una ideología. Ni siquiera forma parte de la ideología. Pero es sencillo amoldarse a la violencia porque, en el fondo, es una demostración de poder. No importa la manera en la que sometemos a los demás; lo importante (y cruel) es someterlos. Y esa es la forma más eficaz y repugnante de hacerlo.

Me sorprende, echando la vista atrás, haber crecido en un país amenazado por la violencia. Supongo que intentábamos no pensar en ello, para no avergonzarnos más, para no entrar en su juego y arrastrarnos hasta el lado oscuro del ‘ojo por ojo’, pero ellos regresaban, cada cierto tiempo, a sembrar el terror para mantener así su parcela de poder.

El horror acabó convertido en su filosofía de vida y el miedo a su horror, en la nuestra. Ellos no le veían sentido a su existencia si no era desde el tiro en la nuca, desde la extorsión, desde el secuestro. Y los que les apoyaban repetían los roles de los fascistas en los pueblos, pavoneándose en tabernas y plazas, amedrentando con el infecto poder que otorga esa violencia.

43 años de terror son muchos años. El escritor Bernardo Atxaga soñaba, en el documental La pelota vasca, en un día en el que el pueblo vasco caminase a 20 centímetros del suelo, levitando discretamente, porque se hubiesen quitado un gran peso de encima. Hoy, todos los españoles caminamos a 20 centímetros del suelo. Hoy no hay fuerza de la gravedad que nos impida tener ilusión.

Hoy tengo la sensación de haberme levantado en un país en paz. Son muchos los que intentan amargarme, negarme mi derecho a creer, recordándome que no debería fiarme de ellos, apuntando que si hemos pagado un precio muy alto, señalando una letra pequeña en el acuerdo de la que pronto sabremos más y nos arrepentiremos. Creo que no hay precio para pagar la sensación de un hombre, o una mujer, que puede salir a la calle con la sensación de que no le van a matar. A veces se nos olvida que en el País Vasco eran muchas las personas amenazadas de muerte. Hoy, esas personas han llorado de emoción. Si ellos lo han vivido así, ¿por qué algunos, no amenazados, se empeñan en cuestionarlo todo? ¿Cómo demonios se puede cuestionar el fin de la violencia?

Es verdad que hay matices, que todo es susceptible de análisis y que, lógicamente, existirá una letra pequeña. Seguramente hay diferentes puntos de vista. Y lo maravilloso es que todos podremos exponerlos y defenderlos en paz. Sin que nadie se crea en posesión de la verdad porque lleva una pistola en la mano.

Tengo un sobrino, ‘político’ como decían antes las madres, que se llama Bruno. Bruno aún no tiene un año pero me emociona pensar que no conocerá la existencia de ETA como yo lo hice, como lo hicieron sus padres: desde el miedo posible. Para Bruno será parte de la historia de su país, un contenido de los libros y miles de titulares de hemeroteca pero, lo más importante, es que no será una amenaza real. Eso no significa renunciar a la memoria. Pocas citas son tan eficaces como aquella que apunta que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Pero tendrá un obstáculo menos en el camino para crecer en libertad y en paz.

No dejéis que los aguafiestas os amarguen este día. Que nadie os robe vuestro derecho a la ilusión.

domingo, 14 de agosto de 2011

La tumba del eufemismo

Hace tiempo que ya nadie llama a las cosas por su nombre. Ni siquiera aquellos que creen que lo hacen. Los que sobrevivieron a la época en la que la palabra menos ofensiva determinaba un concepto peyorativo, ven la nube oscura de la ofensa, del dolor, del miedo amenazar sobre nuestras insignificantes cabezas. Parece que solo los grandes chefs siguen jugando con el eufemismo. Han logrado que nos comamos una sencilla ensalada de canónigos, hoja de roble y escarola, pagándola a precio de mariscada, gracias al eufemismo. Basta con definir el plato como ‘acompañamiento de brotes tiernos’ para lograr nuestra ciega devoción. También los políticos tienen el mérito de cambiar de ideología, de programa, incluso de desmentirse a sí mismos, empleando el lenguaje más ficticio. El eufemismo es como Mayra Gómez Kemp cuando ejercía de jueza en las subastas del Un, dos, tres: no puede mentir pero puede no decir toda la verdad.

El eufemismo se convirtió en un instrumento de manipulación social. Los políticos, los medios de comunicación, todo aquel que se sintiese respaldado en su parcela de poder, hizo uso de él para dulcificar la realidad y favorecer, en muchos casos, sus propios intereses. Hasta que un día alguien decide definir como ‘corrupto’ a aquel que es ‘corrupto’, como ‘derecha’ lo que fingía ser ‘centro’ y como ‘injusticia’ lo que, objetivamente, era una injusticia. Fue entonces cuando el eufemismo empezó a cavar su tumba. Sin embargo, como en la historia de las siete plagas, lo que estaba por venir no era mucho mejor.

El lenguaje vuelve a posicionarse al lado del poderoso que, curiosamente, es el mismo desde hace muchos años. Ahora no hay que suavizar, no hay que agradar, no hay que buscar en el diccionario la palabra que menos ofenda, que menos incomode, que menos dañe. Ahora no. El poder, en estos tiempos, se basa en infundir recelo, en la incertidumbre, en el miedo. Ahora es tiempo de dañar, de amedrentar, de minar toda esperanza. Como si alguien quisiera que la sociedad regresase a aquellas oscuras iglesias del románico donde Dios era alguien a quien temer. La diferencia es que hoy no tememos a lo desconocido; hoy conocemos la razón de nuestro temor.



Hoy los poderosos emplean palabras como ‘negro’, ‘desplomar’, ‘contagio’ o ‘disturbios’ sin ninguna connotación positiva, sin intención de amortiguar el golpe. Con el argumento de una verdad cada vez más plural y, por lo tanto, más relativa y menos absoluta, los dominantes siembran la alarma, la inquietud, la desconfianza, con el fin de aplacar cualquier denuncia, cualquier voz, que reclame un cambio real: el cambio hacia un panorama político, económico y social mejor. Porque para volver a los tiempos de la escasez, la represión y la desigualdad manifiesta, no necesitamos 8.112 alcaldes, 65.896 concejales, 1.206 parlamentarios autonómicos, 1.031 diputados provinciales, 650 diputados y senadores, 139 responsables de Cabildos y Consejos insulares y 13 consejeros del Valle de Arán.

Me sorprende que aún algunos definan la barbarie de los jóvenes en las calles de Londres como intolerable. Desde luego que lo es pero difícilmente podrá un Estado educar en la no-violencia cuando cada día hace uso de la violencia, como argumento, desde todas las acepciones posibles. La manera en la que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado colaboran con un desahucio, es violencia. Permitir que todos los miembros de una familia estén en paro, es violencia. Las cargas policiales para evitar que la sociedad se exprese en la calle, es violencia. Que el sistema de salud no sea sostenible y los privilegios de la clase política sí, es violencia. Que el Metro de Madrid suba un 50% pero se rebaje un 80% el abono transportes para aquellos que vayan a ver al Papa, es violencia. Un sueldo de 600 euros, es violencia. Que un pueblo reaccione con una violencia desproporcionada ante tanta violencia empieza a parecer, dolorosamente, inevitable. Por eso sueño con una clase dirigente capaz de gestionar este tremendo conflicto sin olvidar que los movimientos de los derechos civiles que han triunfado, y de los que hoy nos vanagloriamos todos, son aquellos que lograron apoyo en los discursos políticos.

Y como no quiero acabar este artículo con la hiel en los labios, voy a buscar un eufemismo para evadirnos de una realidad cruda y desagradable. Aunque a estas alturas ya he aprendido que la mejor manera de encontrar es dejar de buscar.


martes, 31 de mayo de 2011

Primer propósito de Año Nuevo

Flashback.


Últimamente me tengo preocupado. Soy víctima de un desvelo espiritual. Quizá por eso he borrado el primer puesto de mi lista de propósitos del año nuevo, que curiosamente es la misma que hace dos años, y he incorporado una novedad: quiero ser mejor persona. Todo tiene que ver con una noticia que me encontré en una columna aislada de un periódico. ‘Un estadounidense ha sido detenido por disparar a un individuo en un cine, durante la proyección de una película, porque éste no se callaba y jugaba a tirar palomitas’. Y ahora viene el motivo de mi desvelo y mi propósito: comprendí al agresor.


Es una sensación incómoda. Como si mi Jekyll fuera consciente del Hyde que lleva dentro, reprimido, y se aterrorizase de sí mismo. Vamos, carne de psicoanalista. “¿De verdad que nunca has tenido el deseo de tirotear al típico imbécil que habla en el cine, que hace ruido con la comida, que se ríe a destiempo para llamar la atención?”, le dije a Marta. Ella cree que, como le pasaba al personaje de la obra de Stevenson, nos estamos volviendo misántropos. “Pero, si a mí siempre me ha gustado conocer gente”, contesté. “Ese es el proceso natural. Primero conoces a la gente y luego te haces misántropo”, aclaró Marta. “Pero en lugar de ir pegando tiros por la ciudad a todos los maleducados quizá sería más adecuado construirte una casa en las afueras”. Tal vez tenga razón. Tal vez lo mejor sea abandonar a los contemporáneos a su suerte y convertirme en un anacoreta –sin penitencia alguna-. Aunque estoy convencido que, desde mi lejano refugio, seguiría pensando porqué es tan difícil disfrutar de una película en el cine.


Sospecho que la respuesta esté en la necesidad de complementar el respetuoso visionado de un filme transformando las salas de proyección y exhibición en una especie de parque temático donde uno pueda comer nachos (¡¡¡nachos en un cine!!) y por su puesto comentar la película. Luego les extrañará que haya tipos con cámaras grabando lo que se proyecta en pantalla para luego venderlo en el top manta. A mí, esos me merecen más respeto que el individuo que habla y contamina la proyección. Al menos el que graba está en silencio y me permite amortizar los 7 eurazos que cuesta la entrada. No creo que los cines sean lugares en los que cualquiera pueda comportarse como si estuviera en una bolera. Y que los empresarios se sometan al placer de la masa no me parece la mejor manera de evolucionar. A mí la masa solo me gusta en la pizza.


“¿Tú crees que el tipo que recibió el disparo volverá a hablar en un cine?”, pregunté. Marta me miró asustada. “Yo creo que no”, añadí. “¿Sabes? Creo que la violencia está infravalorada como método educativo”. Y Marta me pidió hora en el psicoanalista. Ya tengo un segundo propósito para el año nuevo.


martes, 1 de junio de 2010

Está en su naturaleza

Hará como tres años que me preparo psicológicamente para leer un periódico o ver un Telediario. Los índices de irracionalidad, de ira, de intransigencia, son tan altos que es difícil encontrar una noticia en la que no medie el odio, de una u otra manera. 'Israel ataca una misión humanitaria y deja nueve muertos'. 'Hallados cuarenta cadáveres en una fosa clandestina en México'. 'Hamás declara el Día de la Ira y llama a la venganza contra Israel'. '17 neonazis de 'Blood and Honour' fueron candidatos a las generales de las elecciones españolas de 2004'. 'Una nueva ley en Arizona convierte la inmigración ilegal en delito'. 'Dos mujeres que no denunciaron maltrato, asesinadas en Sevilla'. 'La izquierda abertzale rehúye pedir a ETA el cese de la violencia'. 'Grave agresión homófoba contra un joven de 22 años en Roma'. Acabo dándome una pausa. Mi paciencia emocional tiene un límite. Me cuesta comprender los mecanismos del ser humano, las razones por las que unos necesitan provocar agresiones y los motivos por los que otros deciden agredir. A estas alturas, lo dejo por imposible y busco la evasión. En mi contradicción, deseo que comience la tercera temporada de True Blood. Por si alguien no lo sabe, se trata de una serie creada por Alan Ball, el de A dos metros bajo tierra, que cuenta cómo conviven los habitantes de un pueblo de Luisiana en un tiempo en el que los vampiros reclaman sus derechos y luchan por reinsertarse en la sociedad. A ello contribuye que los japoneses hayan creado una sangre artificial que se comercializa y permite a los vampiros abandonar el mundo de las sombras, dejando de ser una amenaza para los humanos. En la primera temporada aparece una trama que me devuelve al lugar del que pretendía escapar. Algunos vampiros rechazan incorporarse a la sociedad, saben que pueden alimentarse con True Blood pero ellos prefieren seguir extrayendo el manjar del torrente sanguíneo de sus víctimas porque, de lo contrario, ¿qué sentido tendría ser vampiro? O sea, hay vampiros que tienen la opción de habitar en un mundo menos agresivo pero prefieren seguir asesinando por una única razón: está en su naturaleza. La simple idea de que los seres humanos también pudiésemos dividirnos en esos dos grupos me inquieta aún más si cabe. Doy a la pause del reproductor de DVD. Espero unos minutos. Al final regreso a la serie. Aunque me lleva un rato autoconvencerme de que todo es ficción, que los vampiros no existen y que la naturaleza del escorpión bien podría ser el título de un futuro Premio Planeta.