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domingo, 14 de agosto de 2011

La tumba del eufemismo

Hace tiempo que ya nadie llama a las cosas por su nombre. Ni siquiera aquellos que creen que lo hacen. Los que sobrevivieron a la época en la que la palabra menos ofensiva determinaba un concepto peyorativo, ven la nube oscura de la ofensa, del dolor, del miedo amenazar sobre nuestras insignificantes cabezas. Parece que solo los grandes chefs siguen jugando con el eufemismo. Han logrado que nos comamos una sencilla ensalada de canónigos, hoja de roble y escarola, pagándola a precio de mariscada, gracias al eufemismo. Basta con definir el plato como ‘acompañamiento de brotes tiernos’ para lograr nuestra ciega devoción. También los políticos tienen el mérito de cambiar de ideología, de programa, incluso de desmentirse a sí mismos, empleando el lenguaje más ficticio. El eufemismo es como Mayra Gómez Kemp cuando ejercía de jueza en las subastas del Un, dos, tres: no puede mentir pero puede no decir toda la verdad.

El eufemismo se convirtió en un instrumento de manipulación social. Los políticos, los medios de comunicación, todo aquel que se sintiese respaldado en su parcela de poder, hizo uso de él para dulcificar la realidad y favorecer, en muchos casos, sus propios intereses. Hasta que un día alguien decide definir como ‘corrupto’ a aquel que es ‘corrupto’, como ‘derecha’ lo que fingía ser ‘centro’ y como ‘injusticia’ lo que, objetivamente, era una injusticia. Fue entonces cuando el eufemismo empezó a cavar su tumba. Sin embargo, como en la historia de las siete plagas, lo que estaba por venir no era mucho mejor.

El lenguaje vuelve a posicionarse al lado del poderoso que, curiosamente, es el mismo desde hace muchos años. Ahora no hay que suavizar, no hay que agradar, no hay que buscar en el diccionario la palabra que menos ofenda, que menos incomode, que menos dañe. Ahora no. El poder, en estos tiempos, se basa en infundir recelo, en la incertidumbre, en el miedo. Ahora es tiempo de dañar, de amedrentar, de minar toda esperanza. Como si alguien quisiera que la sociedad regresase a aquellas oscuras iglesias del románico donde Dios era alguien a quien temer. La diferencia es que hoy no tememos a lo desconocido; hoy conocemos la razón de nuestro temor.



Hoy los poderosos emplean palabras como ‘negro’, ‘desplomar’, ‘contagio’ o ‘disturbios’ sin ninguna connotación positiva, sin intención de amortiguar el golpe. Con el argumento de una verdad cada vez más plural y, por lo tanto, más relativa y menos absoluta, los dominantes siembran la alarma, la inquietud, la desconfianza, con el fin de aplacar cualquier denuncia, cualquier voz, que reclame un cambio real: el cambio hacia un panorama político, económico y social mejor. Porque para volver a los tiempos de la escasez, la represión y la desigualdad manifiesta, no necesitamos 8.112 alcaldes, 65.896 concejales, 1.206 parlamentarios autonómicos, 1.031 diputados provinciales, 650 diputados y senadores, 139 responsables de Cabildos y Consejos insulares y 13 consejeros del Valle de Arán.

Me sorprende que aún algunos definan la barbarie de los jóvenes en las calles de Londres como intolerable. Desde luego que lo es pero difícilmente podrá un Estado educar en la no-violencia cuando cada día hace uso de la violencia, como argumento, desde todas las acepciones posibles. La manera en la que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado colaboran con un desahucio, es violencia. Permitir que todos los miembros de una familia estén en paro, es violencia. Las cargas policiales para evitar que la sociedad se exprese en la calle, es violencia. Que el sistema de salud no sea sostenible y los privilegios de la clase política sí, es violencia. Que el Metro de Madrid suba un 50% pero se rebaje un 80% el abono transportes para aquellos que vayan a ver al Papa, es violencia. Un sueldo de 600 euros, es violencia. Que un pueblo reaccione con una violencia desproporcionada ante tanta violencia empieza a parecer, dolorosamente, inevitable. Por eso sueño con una clase dirigente capaz de gestionar este tremendo conflicto sin olvidar que los movimientos de los derechos civiles que han triunfado, y de los que hoy nos vanagloriamos todos, son aquellos que lograron apoyo en los discursos políticos.

Y como no quiero acabar este artículo con la hiel en los labios, voy a buscar un eufemismo para evadirnos de una realidad cruda y desagradable. Aunque a estas alturas ya he aprendido que la mejor manera de encontrar es dejar de buscar.


miércoles, 3 de agosto de 2011

Adictos al poder


Sabéis que cuando me aburro soy peligroso porque me da por pensar. Pienso que regresa Gran Hermano y con él, Mercedes Milá. No sé si regresará peinada, eso ya es mucho pensar. Supongo que volverá más calmada en su particular lucha contra el tabaco.

Una duda: ¿es más peligrosa una sustancia adictiva o un poderoso que adquiere consciencia de su poder? Ahora pensarán que he vuelto a mezclar Orfidal con Beefeater. Aseguro que no, que aquello solo fue para superar un abandono.


Recuerdo que ver a la Milá moverse ante la cámara pavoneándose de la fuerza de sus palabras y de la repercusión que tendrán gracias al medio en el que trabaja me hizo creer que el poder también es una sustancia adictiva y que ser consciente de él provoca la inmediata proliferación de sufridores pasivos de ese poder mientras que el poderoso, al contrario que el fumador, no ve alterada su salud, aunque sí su ego pero... el ego no mata ¿o sí? Ni la nicotina, ni la cafeína, ni la cocaína, ni siquiera el cine de Woody Allen puede provocar una adicción similar a la del poder. Por eso todos queremos probarlo, tener por un instante la placentera sensación de decidir, de condicionar, de alterar, de controlar el bien más preciado: el tiempo. Y si se trata del tiempo de los demás, eso ya debe ser lo más parecido a un orgasmo provocado a la vez por Colin Farrell, David Beckham y Ed Harris.

Y con este barullo en mi cabeza, y en mi cama, te pregunto: ¿quién crees tú que es el ser más poderoso del planeta, el ‘yonqui’ de la autoridad? ¿Quizá el presidente de un lugar que puede prohibirle al presidente de otra nación hacer una determinada política económica más de acorde a su ideología? ¿Quizá una delegación del Gobierno que veta a los ciudadanos circular libremente por su ciudad?

Pues yo creo que no. Por mucho que les moleste, ellos no tienen el poder. El poder, hoy en día, es patrimonio de las teleoperadoras. Si alguien quiere demostrar que posee el mando, debe tener una teleoperadora. Ellas dilatan tus esperas, enredan tu tiempo, condicionan tu vida y, como la mejor de las sustancias adictivas, impiden que puedas romper con ellas facilmente. Ni Merkel, ni el Papa, ni hostias. Ellas tienen el poder. ¿Deberíamos entonces, por nuestro bien, prohibir el poder? Tolkien lo tenía claro.

martes, 31 de agosto de 2010

Pareja sin anestesia

Me ha vuelto a suceder. Ayer fue uno de esos días en los que la realidad superó de nuevo a la ficción. Estaba tomándome una clara en una terraza cuando ocurrió. Él era un hombre de unos 50 años; muy atractivo y vestido con todos los convencionalismos que le debieron elegir como el chico más popular del instituto. Ella no le andaba lejos en edad. Su pelo rubio, exquisitamente alisado, contrastaba con la delgada línea negra de sus cejas. Su traje de chaqueta era lo suficientemente elegante como para no admitir que le hacía mayor. Él hojeaba un periódico. Ella dibujaba círculos en el café con la cucharilla.

Ella: Voy a operarme.

Él: ¿Otra vez? No ha pasado un año desde la última vez.

Ella: Quiero retocarme el cuello.

(Él levantó la vista del periódico y durante unos segundos miró su cuello. Luego, regresó a la lectura. Ella vació la taza en un vaso con hielos).

Él: Deberías darte cuenta que envejecer no es un castigo, es un privilegio.

Ella: Tienes un morro increíble. Cuando quieras darle un repaso a tus patas de gallo me encargaré de recordártelo.

Él: No es lo mismo.

Ella: Desde luego que no es lo mismo. Somos nosotras las que a partir de los 40 tenemos que luchar contra la gravedad.

Él: Te aseguro que nosotros también.

Ella: Sí, pero no hay Viagra para las tetas, ni para los pómulos y mucho menos para la papada.

Él: Es un gasto extra. Quedamos en que sería una operación al año para cada uno. Con esta llevarías dos.

Ella: Es de extrema necesidad.

Él: (irónico) ¿En serio? ¿Es cuestión de vida o muerte?

Ella: No sentirse deseada también es una manera de morir.

Él: Querida, cada día me sorprendes más.

Ella: Desde que te pones botox nunca sé cuando te sorprendes. ¿Pedirás hora al doctor Román?

Él: Vale, pero tengo derecho a dos operaciones seguidas. Estoy pensando en reafirmarme los glúteos.

Ella: (irónica) ¿El culo? ¿Y eso? ¿Cuestión de vida o muerte?

Él: No. De poder. Como todo.

(Él se concentró en el anuncio del Audi Q7 de la página impar. Ella dió un sorbo al café y empezó a juguetear con la uña entre los cubitos de hielo).