miércoles, 30 de marzo de 2011

El secreto


Todo el mundo me habla del secreto. Al principio, además de parecerme una indiscreción, me resultaba confuso. Que si el secreto por aquí, que si el secreto por allá; mencionaban el secreto como si tuviera entidad en sí mismo. Como si todos tuviésemos que conocer el secreto. “Es la ley de la atracción”, me decían. A lo que yo contestaba: “No me gusta hablar de la gente cuando no está delante para poder defenderse”. Hasta que un día Marta, avergonzada de mis contestaciones, me dijo: “El secreto no es lo que cobra Ana Rosa Quintana sino cómo ha logrado cobrar eso. ‘El Secreto’ es un libro que habla sobre la ley de la atracción”, explicó. Y antes de que pudiese bromear, ya me había organizado una cita con una especie de guía espiritual con aspecto de no haberse lavado la barba en muchos meses. El ‘gurú’ vino a decirme que ‘el secreto’ era ‘la ley’ y que ‘la ley’ planteaba que todo lo que llega a tu vida responde a un proceso de atracción que uno mismo ha provocado. “¿Me estás diciendo que si pienso en ser millonario, voy a atraer el dinero a mi vida?”, pregunté. Y el gurú me dice que sí. Que eso lo sabían los poderosos del mundo desde hace mil años y que por eso lo guardan como un valioso secreto para así seguir siendo ellos los más ricos e importantes. Miré fijamente a aquel hombre. Para mí que estaba atrayendo hacia él una hostia y eso estaba cada vez más cerca de la realidad. O sea, que la ley funcionaba. “Pero tú nunca tendrás dinero porque cuando lo deseas estás pensando en las deudas que tienes, en lo mucho que te cuesta pagar la hipoteca, en lo ahogado que estás para acabar el mes. La señal que envía tu mente al universo es negativa y solo recibes negatividad”, añadió. Luego sonrió. Así que le devolví la sonrisa. “Que el famoso ‘secreto’ sea el argumento de un libro de autoayuda me parece la mayor decepción desde las últimas seis películas de M. Night Shyamalan”, apunté. “Creo que los manuales de autoayuda son como las fantasías sexuales: que en la teoría todas son perfectas pero en la práctica, la mayoría de las veces no hay por dónde cogerlas”. Y acto seguido me marché a un restaurante donde cocinan un secreto ibérico que eso sí que es para atraerlo a tu vida.

martes, 29 de marzo de 2011

Fragmentos



"Pero he estado demasiado abrumada con el cambio. La radio me estabilizaba, tenía que someterme a diario a la disciplina de hacer que mi voz sonara alegre en días en que tú sabes que la voz no me salía del cuerpo. Cuando hablas para un público siempre hay algún tipo de impostura: eres tú pero con un optimismo que no tienes, eres tú mostrando un interés que no sientes o eres tú con una preocupación social que ese día te da por culo. Debajo de la voz importante que alguien escucha en casa siempre hay una persona mucho más pequeñita. Pero esa impostura también te fuerza, te corrige, te obliga a actuar, a hacer el esfuerzo, a interpretar...Y al fin y al cabo eres tú, eres tú haciendo el papel de ti misma".



("Lo que me queda por vivir". Elvira Lindo)

lunes, 28 de marzo de 2011

La cena de los jueves

Todos los jueves, un grupo de amigos solemos quedar para cenar en un restaurante próximo a mi casa. Es un local con una cocina estupenda –elaboran unas albóndigas caseras riquísimas- y muy económico. Aunque la reserva siempre es a las 21.30 horas, la llegada de los comensales se distribuye en los primeros diez minutos. Cada uno llega de un lugar y una tarea diferente, pero todos acabamos alrededor del mantel de papel estampado en cuadros blancos y rojos. Cuando llego, el mantel ya está adornado por los surcos pop que deja la botella de Rivera moviéndose por la mesa como el caballo de una partida de ajedrez. Algunos no comprenden cómo puede ser que yo, viviendo a 500 metros del restaurante, sea de los que siempre llega tarde. No sé si hay una explicación pero, en el supuesto de que existiera, sería muy larga de contar así que, esa parte me la salto.

La reunión suele ser mayoritariamente masculina pero sin intención. A veces, las cosas surgen así. Pero cuando hemos tenido invitadas, han disfrutado exactamente igual que nosotros de la comida, el vino y las carcajadas. Y es que reunirse con amigos es el mejor analgésico. La semana puede haber sido un infierno, la lluvia podría estar presente en cada plano, pero llega el jueves noche, acudes a tu cita y te dejas arrastrar por ese invisible hilo de la afinidad. Reír las ocurrencias de uno u otro, participar de hasta cinco conversaciones diferentes y a la vez, o contar si esa semana hay un iPhone más en la mesa o, por el contrario, los puristas del Nokia siguen fieles a la tecnología finlandesa. Y, sobre todo, comprobar que aunque fuman menos que antes, en cuanto uno se pone la chaqueta para salir a la puerta, la acción se contagia y aquello parece un éxodo. De hecho, llevo varias semanas pensando que los no fumadores tenemos que reinventarnos, como todo en esta época. No puede ser que en una mesa de quince, tras la estampida de los fumadores, se queden solo tres personas. No me molesta ser uno de esos tres o que salgan a fumar, faltaría más; lo que me fastidia es que piensen que con ellos sale la diversión y que los que nos quedamos dentro no vamos a tener de qué hablar hasta que regresen. Claro, como son más, pueden continuar fuera la conversación que habían iniciado en la mesa y tú, no fumador, te quedas con tres palmos de narices, asumiendo que si quieres conocer el final de la historia, tendrás que abrigarte y salir a la puerta. Pues bien, mi propuesta es que todos los no fumadores que acudan a reuniones en las que sigan siendo minoría, se guarden un notición, una anécdota, un secreto, para el momento cigarrillo en la puerta. Y soltarlo en la mesa, frente a los otros dos no fumadores, crear un vendaval de admiración, sorpresa, inquietud o risotadas que despierte la curiosidad de los fumadores. Que cuando regresen, tengan la sensación de que se han perdido algo. Lo que no puede ser es que ellos ya tengan un anglicismo para definir lo mucho que se liga fumando en las puertas de los locales y nosotros, a verlas venir. Responde al nombre de smirting y apunta que un cigarro a la puerta de un bar o una discoteca puede ser la excusa perfecta para entablar conversación con un desconocido/a y… a partir de ahí, quién sabe. De hecho, los que suelen practicar el smirting recomiendan los días de lluvia, porque como hay que cobijarse bajo un paraguas o una marquesina, la distancia entre unos y otros se acorta considerablemente. Los no fumadores tenemos que organizarnos. Hay que acuñar un término que deje claro que los que nos quedamos dentro también podemos divertirnos e, incluso, flirtear. Hay que proponérselo. Esta batalla, la vamos a ganar.

Pero cuando regresan, el camarero nos pone en la mesa la botella de los chupitos y ya no tiene cabida el reproche. Y hablamos del nuevo reallity que va a protagonizar Alaska y su marido, Mario Vaquerizo, en la MTV. Lo venden como si fuera una versión española de ‘Los Osbourne’ –no confundir con Los Osborne, que no existe pero sería más en plan ‘Gran Reserva’- pero ya les digo yo que no lo va a ser. Aunque del mismo modo tenemos claro que en España, un país sin auténticas celebrities, los únicos que pueden embarcarse en un proyecto así son ellos. Y como la productora lo sabe –El Terrat, de Andreu Buenafuente-, les ha construido una casa, a modo plató, porque en la de Alaska y Mario, no cabe todo un equipo de cámaras y focos. Es un lugar fascinante, pero pequeñito.

Y cuando nos damos cuenta de que nos hemos quedado solos en el local, decidimos dar por finalizada la cena de los jueves. Los camareros nos lo agradecen con una sonrisa y nosotros abandonamos la sala con la actitud de un grupo de antiguas vedettes que se reúnen allí, una vez al mes, para recordar quién fue la primera en ponerse tetas y cual fue la que llevó la mochila de plumas más grande de todo el music hall patrio. Es nuestro sentido del humor. Una habilidad social, simplemente. Porque los momentos en los que uno se siente bien consigo mismo son más valiosos que el oro negro. Y eso siempre sucede cuando estás rodeado de amigos.

jueves, 24 de marzo de 2011

Una estrella mayor que la vida misma


Si hay algo que en las últimas semanas he lamentado con apesadumbrada actitud es ser daltónico. No reconocer, con exactitud, el color violeta de los ojos de Elizabeth Taylor. Los miraba. Los admiraba. Pero no sabía que eran violetas. Eran bellísimos. Intuía que eran algo más que azules, pero solo era una intuición. La gente decía que eran violetas y relacioné, como un parvulito, el color con la palabra. Eran los ojos de la Taylor y eso, para mí, ya era una categoría.

El 23 de marzo, Elizabeth Taylor cerró los ojos. Para siempre. Imagino que para el mundo del cine era como si se hubiese apagado el sol. Como si los fresnel y los cuarzos se desconectasen de la corriente eléctrica con un sonido aplastante que invadiese, con la sutileza del eco, todo nuestro entorno. Como si habitásemos en un inmenso estudio de la Century Fox abandonado y, ahora, también a oscuras.

Supongo que inconscientemente, algo que también le ha sucedido a personas y amigos que he ido conociendo con el tiempo, estaba enamorado de Elizabeth Taylor. Confieso que le era infiel con Katherine Hepburn y lo más parecido a la gloria fue tenerlas juntas en De repente, el último verano, de Joseph L. Mankiewicz. Un amor que comenzaría algún sábado, cuando TVE emitía ‘Primera Sesión’, y se programase Fuego de juventud, Mujercitas o El padre de la novia.

Sin embargo, al contrario que en las relaciones sentimentales que pueblan el mundo real, los primeros meses no fueron los mejores. Lo mejor siempre estaba por llegar.

Hay representaciones que acaban por fagocitar al objeto que representan. Me van a permitir que sea obvio -en los tiempos que corren, casi es de agradecer-, pero no existirá una Maggie y un Brick como los que encarnaron Elizabeth Taylor y Paul Newman en la versión cinematográfica de La gata sobre el tejado de zinc, de Tenessee Williams. En el fondo, es frustrante pensar así pero, de igual manera, inevitable. ¿Quién podría enfrentarse a un remake de esa película, o a una adaptación teatral de ese texto, sin que le temblasen las rodillas de emoción y el vértigo le cortase la voz? Nadie más debería atreverse. Sería como querer volver a pintar el Guernica, para poder inmortalizar tu versión de la obra de arte. No hay versión que valga. La carga emocional y generacional de esa interpretación ya no puede superarse. Me refiero a toda la censura que burlaron mis ojos adolescentes cuando escuchaba a Maggie, la gata, hablar de un tal Skipper, compañero de universidad de su marido; de cómo mis amigas comprendían al personaje de Elizabeth y cómo algunos amigos, más cerca de Brick que de Maggie, hubiesen dado su colección de discos de la Streisand por ser la gata sobre el tejado de zinc bien caliente. Porque la Taylor fue mucho mejor actriz de lo que su belleza acaparaba.

Nunca le estaremos lo suficientemente agradecidos por su apoyo a Rock Hudson en público y lo que eso significó. Ella se atrevió a mostrar su apoyo a las víctimas del sida cuando nadie lo hacía, cuando aquella supuesta ‘maldición divina’ tenía muy pocas voces dispuestas a convertirla en lo que realmente era: una enfermedad. Y lo siguió haciendo hasta su último día de vida.

Se ha marchado con dos Oscars (por Una mujer marcada y ¿Quién teme a Virginia Woolf?), dos Michaels (su primer marido, Wilding, y su amigo Michael Jackson), un Nick (Hilton), un Mike (Todd), un Eddie (Fisher) y un prestigioso Richard (Burton). Hizo lo que le dio la real gana y eso siempre será motivo de admiración. Desde beberse las botellas de Four Roses hasta casarse con un albañil (como en un sueño decorado por los Village People) que conoció en la Betty Ford.

Los medios anglosajones la han definido como una estrella ‘mayor que la vida misma’. No sé qué pensaría ella de algo así. Yo, de momento, he quedado con un grupo de amigos esta noche para brindar, con ‘cuatro rosas’, en honor de los ojos violetas más espectaculares que iluminaron la historia del cine. Dama Elizabeth Taylor, hay cuatro rosas en su honor.


miércoles, 23 de marzo de 2011

Nostalgia

Hay ocasiones en las que pienso que lo mejor de la televisión son los anuncios. Entre programa y programa, aparece un catálogo de sugerencias de lo más variopinto. Algunas envueltas en celofán, otras en papel de seda, muchas en papel pinocho y otras tantas en mera estraza. En cualquier caso, me gusta abandonarme por los vericuetos de las ideas que un grupo de creadores elaboraron para intentar seducirme y empujarme a la calle en busca de algo que deseo aunque no necesito. Admiro los anuncios de coches, y no sé conducir. Me hipnotizan los de colonias; por eso soy infiel a un aroma. Me hacen sonreír los de Ikea y acabo convirtiendo mi salón en su catálogo. No me gustan los de las empresas que aseguran créditos inmediatos porque, por una extraña y proletaria asociación de ideas, me ponen triste. Y no soporto los de las cremas antiedad...cosas mías.

Pero en medio de esa catarata de ‘consejos publicitarios’, he descubierto una corriente que no ha hecho más que inquietarme: el socorrido recurso de la nostalgia. Desde el bonito del Norte al espetec, desde el queso a los packs de series de televisión. La nostalgia vende. O nos venden nostalgia; uno ya no sabe diferenciarlo. Llama la atención que algo tan traicionero, tan sibilino, sea tan efectivo. Para mí que la nostalgia repta, como una culebra de aspecto frágil e inofensivo que, cuando más confiado estés, morderá. Nos asalta el alma y nos hace creer que cualquier tiempo pasado pudo ser mejor; que las calles grises eran áureas y que la tristeza, simplemente pereza. La nostalgia es una caja de filtros para el objetivo de la cámara; recuerdos felices para disfrazar la realidad. Eso no significa que no me guste recordar. Lo que no me gusta es abandonarme al recuerdo, que es la contraindicación de la nostalgia, del anhelo de un pasado edulcorado, selectivo, que empuja a idealizar lo que en un tiempo nos pareció ingrato. Prefiero descubrir, aunque el objeto de mi sorpresa esté en el pasado. Como las canciones que los anuncios de coches emplean de jingle. Como aquella de un Audi A4 que me presentó el Ain’t got no, i got life de Nina Simone.




lunes, 21 de marzo de 2011

Segunda vida

Ya te lo comenté ayer pero me voy a repetir, como las canciones en Kiss FM. Marta está dispersa en una interminable jornada de reflexión. “Es que el otro día pensé que este mundo era una mierda. Pero no una mierda normal, como siempre habíamos creído que era, sino una mierda, mierda, pero mierda”, soltó Marta cuando le preguntamos qué le sucedía. “Me estás estragando -le dije-. ¿Podemos hablar de otra cosa?” “Esa es la actitud que está destruyendo el planeta”, añadió, señalándome con el dedo. “No implicarse, no querer ver lo que sucede a tu alrededor,...así nos va. Si volviera a nacer, aprovecharía mi vida de otra manera”.

“Puedes hacerlo”, dijo Josep, a bocajarro. Yo estaba llamando al 11888, buscando un teléfono de emergencias de psiquiatría, cuando nos habló de Second Life. Se trataba de un juego interactivo, que se disfrutaba a través de internet y en el que dos tipos, más listos que el hambre, habían creado un universo paralelo. A Marta se le iluminó la mirada. “Las posibilidades de cambiar nuestro mundo son ínfimas, así que, ¿por qué no probarlo en uno nuevo?”, dijo. Y allí que nos metimos.
Durante unos meses, Marta y yo fuimos residentes en Second Life. “Quiero ser un chulazo de escándalo y ver qué se siente cuando tu físico te abre puertas y piernas”, comenté ante Marta y la expresión más condescendiente que me he echado nunca a la cara. Pero en Second Life, como en Wisteria Lane, nada era lo que parecía. En aquel nuevo mundo, todo costaba dinero. Lo primero era adquirir un terrenito y edificar en él por el módico precio de 9 dólares al mes. “¿Jaume Matas y sus amigos conocen este lugar?”, pregunté. Si preferías sumar 512 metros cuadrados de terreno extra, deberías abonar 5 dólares más. “Esta vida nueva está sacando a la luz lo peor de mí. Ya me empiezo a sentir Camps”, añadí. Y paseando por la calle virtual nos encontramos con Gaspar Llamazares, que estaba dando un mítin. ¡Y con una oficina electoral del PP de Castilla-La Mancha! “Pero...¿qué tiene de nuevo esta segunda vida?”, preguntó Marta, desencantada. “Lo mismo, si te haces hippie y te da por poner un huerto y cosechar hortalizas sin pesticida...no sé, es una opción”, respondí. “¿Tú crees que aquí habrá psicólogos?”, añadió Marta. Mientras no sean argentinos..., pensé.

Varios años después, Second Life es lo más parecido al terreno de una Expo Universal: un páramo. Las redes sociales, como Godzilla, destruyeron edificios, calles, negocios y estadios en ese mundo virtual.Sólo pensar en la idea de que nuestros avatares están caminando por esa 'segunda vida' como los zombies de Walking Dead me entristece tanto como te aterra.


domingo, 20 de marzo de 2011

Sobredosis de horror

A veces basta con golpearse en la rodilla o en el codo con el marco de la puerta. Basta con levantar la cabeza y darse contra el mueble de la cocina. No hace falta amputarse un dedo sin anestesia para saber lo que es el dolor. Una migraña, un dolor de espalda, hasta cortarse furtivamente con una hoja de papel puede alterarnos. Esa intensidad mínima de un estímulo que pone en marcha nuestra sensación de dolor puede medirse. Se conoce como umbral del dolor. Pero siempre se habla de dolor físico. ¿Qué pasa con el dolor emocional, con el que nos estruja el corazón, con el que nos encoje los pulmones, con el que nos provoca, con una imagen o una música, que broten las lágrimas?

Llevo dos semanas que no puedo ver un informativo entero. Tengo que parar, dosificar el horror, porque mi organismo no lo soporta. Creo que he tocado mi umbral del dolor emocional. No puedo asistir al sufrimiento que está viviendo Japón como si se tratase de un pase más de Deep Impact o Armaggedon, en HD. Y si todo lo que los medios occidentales me cuentan forma parte del espectáculo de la información, de un nuevo capítulo de “Sobreactuación mediática en Fukushima”, como diría mi amigo Ícaro Moyano, aún me preocupo más.

El sistema. Esa es la clave. El sistema es malo, dañino, inestable, pero nadie se atreve a cambiarlo. O porque no interesa o porque no conocen alternativa.

Nadie nos va a descubrir ahora las ‘bondades’ de la energía nuclear. Nos han enseñado a depender de la electricidad, nos han ilusionado con ciudades iluminadas las 24 horas, y ahora, cuando ya no sabemos vivir a oscuras, nos recuerdan que esa luz tiene veneno. Así es el sistema y así funciona una central nuclear.

Me angustia ver cómo en Libia, la gente que se alza contra el dictador Gadafi, contra el asesino, es aniquilada mientras eso que algunos llaman Comunidad Internacional se dedica a jugar a la gallinita ciega. Nos hemos llenado la boca afirmando que el cambio en los países árabes era algo que debía tener su origen en sus propios ciudadanos, que nadie podía dirigir la historia de esos territorios si no eran sus habitantes, que nadie debía interferir en su política interior. Y cuando sus habitantes deciden poner fin a la opresión, a la injusticia, y empezar a limpiar de polvo el complejo camino hacia el progreso, cuando despiertan al monstruo que les domina y éste les ataca sin piedad, entonces descubren que están solos. Que eso de la globalización no es del todo verdad. Y, en el mejor de los casos, la ayuda consiste en bombardear. No la casa de Gadafi, que puestos a ser bestias, al menos sería una bestialidad histórica, sino a bombardearles a ellos, víctimas por ambos lados. A nadie se le ha ocurrido que hay otras maneras de impedir el horror. Sólo sabemos combatir el horror con más horror.

Y tengo que apagar la televisión. Desconectar el aparato de radio. Cerrar el periódico. Poner a hibernar el ordenador. Pero ya es tarde. Ya tengo el miedo y el dolor circulando por mis venas.

No tengo esperanza. No me importaría adquirirla en pequeñas dosis en el mercado negro. No me importaría incluso comprar esperanza adulterada si eso me hiciera ampliar mi umbral del dolor emocional ante el espanto que nos rodea. Ni siquiera dispongo de fe para consolarme ante semejante desconcierto. Solo creo en ti, en la persona, en tu capacidad de hacer la vida agradable a los demás, en tu voluntad de, cuando tienes un cuchillo en la mano, emplearlo para cortarte el filete y no para clavármelo en la espalda. Hasta ahí puedo llegar. Esa es toda mi esperanza. Y algo me hace sospechar que ni siquiera es suficiente.

Oímos hablar del cambio climático, y lo archivamos; los incontrolables arrebatos de ira de la Tierra, las inundaciones, los huracanes, y todo lo archivamos. Vemos al político corrupto pagar la fianza multimillonaria, y lo archivamos. Personas que pierden su piso al no poder pagarlo pero que, aunque el banco se quede con él, siguen debiendo la hipoteca. Y lo archivamos. Colas de desempleados y banquetes de empresarios que llaman crisis a una pequeña bajada de sus beneficios. Y todo eso, lo archivamos. Me invade la sensación de que la única salida es la reinvención de la humanidad pero para llegar a eso es necesario que antes se produzca un hecho desolador. Quizá algún día nadie pueda almacenar tanta injusticia y ese malestar se fugue, provoque explosiones de rabia y contamine a todo el planeta de esperanza. Pero no lo creo.

Prometo que he intentado escribir algo ameno, divertido, que les hiciera olvidar la realidad que nos aplasta pero, no lo he conseguido. Prometo que la semana que viene intentaré volver a bromear. Aunque para ello tenga que comprar estimulantes de curso legal en cualquier farmacia.



sábado, 19 de marzo de 2011

Playlist (19 de febrero)





Manel, Papa Topo, La Bien Querida, Keren Ann, R.E.M, Elbow, Nouvelle Vague, Stephanie, Beth Ditto y Ron Sexsmith

jueves, 17 de marzo de 2011

Mala leche

Nuestra amiga Encarna sigue empeñada en imponerse una cuenta atrás con el único objetivo de ser madre. Según ella, hay mucho de leyenda en eso de que una mujer puede llevarse a la cama al tío que quiera; eso sin contar la responsabilidad subsidiaria exigible cuando en los planes de la cazadora figura que el individuo en cuestión sea el progenitor, que no padre, de su hijo. “Esa exigencia eliminaría a prácticamente el 95% de los tipos que me entrasen una noche cualquiera en el bar de siempre, por poner un ejemplo”, me argumentó Encarna. Por eso barruntaba la idea de la inseminación artificial. “Toma”, le dije soltando el periódico encima de la mesa, como si fuese Julia Roberts en Erin Brockovich. “¿De verdad es esto lo que quieres para tu hijo?”, añadí. Encarna leyó que el estado de los espermatozoides había empeorado en Europa, tanto en calidad como en cantidad. Señalé que además su movilidad era menor y más torpe. La cara de Encarna no se inmutó lo más mínimo. De hecho, la vi más conmocionada cuando Telecinco retiró La casa de tu vida.
“Nunca he tenido grandes esperanzas en ese tema”, dijo, “por eso tengo mi propio estudio de campo sobre la calidad del esperma y creo que el semen en alza ahora es el del testículo derecho, que está más activo, se moviliza más y cuando lo hace, además es con belleza, con estética,... no como esas movilizaciones de testículo izquierdo, que se agitan demasiado al principio y cuando llegan al óvulo, lo hacen agotados y de ahí nacen niños flojos”. En ese momento me di cuenta que había asistido a su monólogo con la boca abierta. Cuando pude reaccionar, apunté que ya que le preocupaba tanto la procedencia, casi ideológica, del semen, yo podía recomendarle a un amigo de un amigo al que hace años le practicaron una orquiectomía. “Creo que su testículo es de centro”, solté. A Encarna no le hizo ninguna gracia. “No pongas esa cara de mala leche, nunca mejor dicho”, bromeé. Ni una mueca que presagiase sonrisa. Nada. Y como ya me veía con los ojos en la mano, como el ser de El laberinto del fauno, dejé caer que los hombres lituanos eran los que mejor calidad de semen tenían. Según la encuesta, ojo. Y hoy me avisan que a Encarna le ha dado por pasearse por la Consellería de Inmigración. Como verás, no gano para disgustos.



martes, 15 de marzo de 2011

A spanish film

Voy a contar el argumento de una película. No es una milonga. Está basado en hechos reales, como las tv movies que el Ministerio de Cultura ha decidido dejar de subvencionar.

El guion está protagonizado por un escritor. La historia comienza en Madrid, en los años 80. El personaje es testigo del cambio sociológico que se está produciendo en su país, empleando la cultura y el ocio como una herramienta de dinamización y liberalización social. En ese momento, se escucha un tema de Almodóvar y McNamara titulado “Voy a ser mamá”. La letra cuenta que Pedro y Fabio van a tener un bebé y que lo vestirán de mujer, lo explotarán bien o lo incrustarán en la pared. Los progres de la época aplauden el atrevimiento y la provocación del tema. Eso les afianzaba en su espíritu de cambio. Los fachas, por su parte, añorando tiempos peores, vaticinan el apocalipsis. De hecho, llevan dos mil años haciéndolo. En su telepredicación, acampan a las puertas de un céntrico cine de la ciudad para insultar y ‘condenar’ a todos aquellos espectadores que pagan su entrada para ver Je vous salue, Marie, de Jean-Luc Godard, una película que, a ellos, les escandaliza. De hecho, la proyección y distribución de la cinta llega a decidirse en algunos tribunales de justicia. A todo eso, hoy en día, articulistas y cronistas lo llaman “explosión de libertad”.

Mi protagonista, con el paso del tiempo, ve como el anhelado cambio no es otra cosa que la alternancia en el poder de dos partidos: uno de izquierdas y otro, de derechas. Los de derechas, fieles a sus principios, apenas le prestan atención a la política social. Ellos solo gobiernan para sus votantes, nunca para el grueso de los ciudadanos. Por eso, cuando le toca el turno a la izquierda, consciente como es de que en política económica y laboral su palabra vale menos que un cheque de Ruiz Mateos, apoya toda su estrategia electoral en lo social. Y lo hace con tal entrega que recuerda al adolescente que se enfrenta a su primera relación sexual: tanto ímpetu, que al final se pasa de largo. Bajo su mandato nace la corriente de lo ‘políticamente correcto’. Un arma de doble filo que nuestro protagonista festeja, en un principio, como sucederá con la ‘discriminación positiva’, porque por lo menos mira por sus intereses y por su bienestar como parte de una minoría discriminada durante siglos. Pero, de repente, como cuando un mogwai comía después de medianoche y se convertía en un gremlin, lo políticamente correcto se transforma en un argumento peligroso en manos de torpes. Especialmente porque nuestros políticos, jueces y gestores no han aprendido todavía a distinguir entre realidad y ficción.

A partir de ese momento, y con el tortuoso transcurrir de los años, el personaje de mi película no puede encenderse un pitillo. Una ministra socialista, amparada en una ley antitabaco que yo aplaudo, prohíbe fumar a los actores encima de un escenario, en un plató de televisión o en un set de rodaje. Vamos, que se carga de un plumazo el cine negro. Si Leire Pajín fuera americana, no existiría Mad Men. Ella no sabe de qué habla un actor cuando habla de componer un personaje. Ella solo propone cigarrillos electrónicos para interpretar a los hippies de Hair. Difícilmente puede un actor darle credibilidad a un fumador de marihuana con un cigarrillo electrónico. Menos mal que han llegado los pitillos de hierbaluisa para no restar verdad al trabajo del actor.

Pero cuando mi personaje cree haberlo visto todo, irrumpe en la secuencia la Fiscalía de Barcelona e imputa al director del Festival de Cine de Sitges, Ángel Salas, por un delito de difusión de pornografía infantil al proyectar la película A serbian film dentro de la programación del certamen.

A mi escritor le sorprende ver que todas esas asociaciones que decían defender a los creadores cuando se debatía la Ley Sinde, no estén alzando la voz con la misma energía en esta ocasión. A su entender, decisiones así ponen mucho más en peligro su libertad como creador que 200.000 descargas ilegales. Él cree que si no va a poder escribir la historia más atroz, la más asquerosa, la más hiriente, la más ofensiva, la más brutal, porque la fiscalía le va a denunciar, su libertad como creador está en serio peligro. Con el Código Penal en la mano, podríamos condenar a Nabokov por escribir Lolita, a las televisiones que han emitido Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini, y si me apuran, al teatro que represente Divinas Palabras de Valle-Inclán, donde un retrasado mental es paseado por ferias y mercados, explotado como un bicho circense, para que Mari Gaila se saque unas pelas.

No sé cómo va a acabar la historia. Quizá alguien tenga que explicarle a nuestros políticos, fiscales y a algún que otro periodista, como es el caso de Concha García Campoy, casada con un productor de cine para más coña, la diferencia entre realidad y ficción. Alguien debería explicarles que lo que hizo Ana Rosa Quintana con la mujer del presunto asesino de la niña Mari Luz es realidad. Lo que hacía Victoria Abril en Tacones lejanos, ficción. Del mismo modo que nos parecería una estupidez inmensa meter en la cárcel a Victoria Abril por confesar un crimen en una película, denunciar a un director de festival por proyectar una película, en horario nocturno y para público adulto, casi supera esa majadería.

¡Lo que aparece en A serbian film es ficción! ¡No es un bebé real, es un muñeco! ¡El actor finge! ¡Finge hacer una cosa espantosa! Como cuando Isabelle Huppert fingía oler pañuelos con semen en La pianista o cuando Charlotte Gainsbourg se cortaba el clítoris en Anticristo, de Lars Von Trier. Si ese argumento le incomoda, señora Campoy, le desagrada, le parece gratuito y abyecto, muy bien: no vaya a verla. Es adulta. Es su opción. Critíquela hasta aburrirse. Pero jamás justifique que se pueda denunciar a un festival o a un creador por ejercer su libertad de contar una historia de una determinada manera.

Ahora es cuando los creadores deberíamos levantar la voz, quejarnos de algo que de verdad pone en peligro nuestra profesión: la censura. O lo que es peor, una política que nos empuje a la autocensura.


Y que yo sepa, de lo único que se le puede acusar a A serbian film es de ser un bodrio. Pero por eso, la Fiscalía no imputa.


lunes, 14 de marzo de 2011

Paso de resintonizar

(Se me olvidó colgar en el blog este artículo correspondiente a la semana pasada...qué cabeza)


A veces, las leyes del dividendo digital, como una conjunción astral, hacen que los elementos se ordenen, alterando el orden de las cosas. Nos asusta que algo se altere. Nos preocupa la conmoción, el trastorno, que pueda existir detrás. Pero, en ocasiones, la alteración es solo cambio, un simple proceso de cambio. Y eso no tiene porqué ser malo. Por ejemplo, esta semana, ha cambiado mi TDT. Seis canales se han perdido en el laberinto de las frecuencias. Me informaron que el Ministerio de Industria había iniciado un proceso para la liberalización del dividendo digital –como si yo supiera de lo que me estaban hablando- y que debía resintonizar el televisor para poder seguir viendo todos los canales de la TDT. Lo primero que pensé fue: “¿no podrían seguir aplicando la liberalización del dividendo ese y limpiarme la TDT de basura y dejarme únicamente tres o cuatro canales?” Pero sospeché que eso abriría otro debate y con los que ya tenemos abiertos, no necesitamos más. Así que escuché y reaccioné: paso de resintonizar mi tele. Me bastó con saber qué seis canales habían desaparecido de mi receptor para tomar esa drástica resolución. Si tenemos en cuenta que dos de esos canales eran Intereconomía y Veo7, mi decisión ya estaba amortizada. Quiero volver a disfrutar del zapping como siempre, sin sobresaltos espantosos, apuñalamientos verbales y nuevas expresiones de telebasura como las que representan seres como Xavier Horcajo o Eduardo García Serrano, tipos que van de analistas políticos pero que simplemente son recreaciones enfermizas de concursantes de Gran Hermano buscándose un hueco en la televisión. ¿O existe mucha distancia entre la vehemencia hiriente de García Serrano y la de Aída Nízar? Es verdad que pagan justos por pecadores y al no resintonizar, me pierdo Gol Tv y Teledeporte. Los que me conocen un poco saben que esa pérdida no me altera el karma. Lo de AXN y Canal + 2 podría escocerme más pero, cuando veo lo que gano a cambio, me compensa. Ya sabrán ustedes que una de las últimas perlas de los hombrecillos grises del Grupo Intereconomía fue afirmar que Pa Negre, la película de Agustí Villaronga que arrasó en los Goya, había triunfado por dos razones: el catalanismo y la presión del lobby gay. ¡Toma ya! Vamos, que la Academia había votado siguiendo un criterio ideológico y no artístico. Como cantaba Serrat en Los macarras de la moral, “si no fueran tan peligrosos, nos darían risa”.

Ante semejante bombardeo de información adulterada, lo más saludable es resintonizar la mente de vez en cuando. Yo lo hago siempre que puedo. Para mí es mano de santo abandonarme al disfrute, por ejemplo, asistiendo a la fiesta ¡Qué Maravilla!, que organiza el actor Jorge Calvo en Madrid. Ignoro las dosis exactas de los ingredientes de esta fórmula magistral pero sus resultados en mi organismo son espectaculares. La última fiesta fue el pasado fin de semana y estaba dedicada a los Oscars, con posterior retransmisión de la ceremonia. Sobre el escenario, la actriz Antonia San Juan interpretó el monólogo de La Agrado (Todo sobre mi madre), por primera vez en directo, en una de esas comuniones artista-público que erizan el vello de emoción. A ese mismo escenario subieron Loles León, Hugo Silva (cantando por Los Chunguítos) y Pedro Almodóvar que, involuntariamente, protagonizó la anécdota de la noche cuando el portero del local no le reconoció y le impidió la entrada. Almodóvar, con mucho sentido del humor, contaba que se quitó las gafas de sol, para que el portero le reconociera, y ni por esas. “Pero no le regañéis”, decía Pedro, ya dentro de la fiesta, explicando que la situación le sorprendió y le había hecho hasta gracia. Entre el público, Alaska y Mario Vaquerizo, los directores Félix Sabroso y Dunia Ayaso (que el 6 de abril estrenan La gran depresión en el Teatro Olympia de Valencia, con Loles León y Bibiana Fernández), el presentador Màxim Huerta, los diseñadores David Delfín y Carlos Díez o los actores Asier Etxeandía, Ángel Martín y María Adánez.

Lo que les decía, que en algunos casos lo mejor es resintonizar la mente. No tenerle miedo a alterar los acontecimientos. Incluso no desestimar la posibilidad de alterarnos a nosotros mismos y empujarnos al cambio. Porque, como decía La Agrado en Todo sobre mi madre, “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Un añito

El día 13 de marzo, o sea el domingo, este blog cumple un año. Me sorprende que haya sido capaz de mantenerlo vivo durante 365 días. No crean que ha sido algo fácil. No tengo plantas porque se me mueren todas. A veces me cuesta tanto responsabilizarme de mi propia existencia que tiendo a no adquirir más compromisos. Pero confieso que Musaquontas no ha sido una carga; ha sido un placer que me ha permitido estar más cerca de personas con las que compartir una afinidad, un sentido del humor, unos gustos y, en algunos casos, una amistad.

Quizá debería hacer algo para celebrarlo. ¿A alguien se le ocurre alguna idea? Ideas factibles, por favor; no me pongáis eso de pagarse una cena que no está la economía para derroches. ¿O es que no escucháis a Zapatero?


martes, 8 de marzo de 2011

Dolor en directo

Hay momentos en los que la realidad nos abofetea el carácter y nos roba la sonrisa. La vida está llena de esos momentos y sólo la capacidad de ver una botella medio llena nos permitirá esquivarlos sin extraviar el brillo de los ojos. Sin embargo, hay algo en esos instantes que me provoca una reacción incontrolable, una especie de revolución emocional que me empuja de la confusión a la furia. Con el tiempo como aliado de la cicatrización, pienso que mi impulso se deba a que, tal vez, ya no me quede vocación periodística. Al menos esa supuesta vocación que cruza la delicada y peligrosa frontera que separa la información del espectáculo.


Me sucedió tras el accidente de Spanair y me volvió a suceder cuando vi el video, en Youtube, de 'El programa de Ana Rosa' en el que se entrevistaba a Isabel García por el 'caso Mari Luz'.

Cuando una tragedia como la que sucedió en Barajas abre los noticiarios -como no podría ser de otra manera-, confío en que el dolor de las víctimas y su entorno no se convierta en un espectáculo de sentimientos digno de retransmitirse en prime time. Y siempre me decepciono. Y la decepción me conduce a la ira. Desde mi tímida manera de entender la información periodística, nada de lo que pueda decir una madre desesperada ante las noticias del accidente o la confusión de una abuela en el aeropuerto aporta datos a la información. Sólo contribuye a retransmitir el dolor, la impotencia, el sufrimiento de unos familiares con la misma inmoralidad con la que lo haría un reality show. Y me atrevería a decir que refugiados en la hipocresía de hacer información seria. Buscar detalles que completen la noticia en las voces de la compañía aérea, de profesionales del séctor, de bomberos o psicólogos es la obligación del informador. Incluso contar el sufrimiento del que está siendo testigo. Pero perseguir con un micrófono y una cámara a una madre angustiada, como yo ví en uno de los especiales televisivos que cubrió la catástrofe, sabiendo que no podía aportar otra cosa que no fuera angustia, me parece indigno e inmoral.

En el caso de 'El programa de Ana Rosa', uno sabe que los grandes hechos periodísticos (véase un Watergate) no se logran en ruedas de prensa y cumpliendo con tu turno de preguntas. Quizá hay que buscar 'otras vías' para llegar a la verdad y a eso se le llama periodismo de investigación. Ese tipo de periodismo puede abrirle los ojos a todo un país ante las mentiras de su presidente, ante el escándalo de una empresa farmacéutica que emplea a ciudadanos del llamado 'tercer mundo' como cobayas o desvelar datos sobre el terrorismo de estado. Pero ejercer de juez, policía y fiscal, esa no es la labor del medio de comunicación. Y menos, abusando del dolor de una persona, disminuida psíquica, para arrebatarle una confesión ante las cámaras. Algunos videos posteriores nos han demostrado que la ética periodística brilló por su ausencia mientras Isabel García suplicaba que no la grabaran más y los redactores, versión real de la escalofriante -y divertida- parodia que hizo Billy Wilder de ellos en la película 'Primera plana', ya veían su nombre escrito en letras de platino en la historia de las audiencias más mezquinas. Porque...si por una buena audiencia vale todo, ¿cuándo podemos empezar a retransmitir un reallity en el corredor de la muerte, para conocer la vida y los delitos de aquellos que aguardan una sentencia que les libre o les condene a la pena capital?



Hay momentos en los que la realidad nos planta cara y me gustaría pensar que en esos momentos, el dolor de unos familiares no juega a favor de la audiencia. Porque si es así, tenemos un serio problema.

lunes, 7 de marzo de 2011

Las aventuras de Enrique y Ana. Cap. 14

1987. Madrid





SUGUS de piña o de fresa. SNUS. Y no me tires de la lengua... maricón. Cigarrillos LOLA.


ENRIQUE

Para mí que eso que te metes en la boca está prohibido.


ANA

Hay tantas cosas que deberían estar prohibidas y no lo están. Empezando por tus discos, Enrique.



sábado, 5 de marzo de 2011

Perdido en mi ordenador


Hace un tiempo, me dispuse a comprar unos billetes de avión a través de internet cuando apareció la página de inicio del buscador Google, algo (hasta ese momento) bastante cotidiano. “No me lo puedo creer”, dijo Marta. Como no entendí a qué se refería, cometí el tremendo error de preguntar. “Pues que tienes el Google blanco y lo que se lleva ahora es el Google negro”, dijo. En ocasiones, el organismo de Marta reacciona de manera críptica a los estímulos externos. Sospeché que era una de esas veces. “¿Sabías que un fondo de pantalla blanco consume hasta 750 megavatios hora al año? Ahora se lleva el Backle, que es todo negro y ahorra energía”. “O sea”, apunté, “que el blanco gasta y el negro ahorra. Eso no se lo dirás a Etoo a la cara”. No funcionó. Chiste malo en saco roto. Una vez más. El caso es que en cuanto Marta se marchó de casa, la conciencia se despertó y me cambié la página de inicio de toda la vida por una completamente negra, elegante aunque algo funesta. Pues bien, hará como cuatro días que invité a un grupo de amigos a cenar a casa; Marta incluida. En un momento de la noche, hablando del colosal brazo de Rafa Nadal -“eso es un brazo y no el brazo de gitano que compraba mi madre los domingos”, dijo un invitado-, acabamos buscando fotos en la red para callar la boca de aquellos que decían que solo era una extremidad del tenista la que tenía ese volumen y que la otra era corriente. Y cuando abro internet y Marta se enfrenta a mi página negra va y suelta: “¿Aún estás con esa página negra? ¿Pero no sabes que todo aquello del ahorro de energía acabó siendo una leyenda urbana?” Y me contó que se había demostrado que el Google negro no solo no reducía energía sino que en los monitores LCD, el 75% del mercado, incrementaba el consumo. “Yo así no puedo vivir, sin saber nunca a qué atenerme”, comenté, algo sobreactuado. “Estamos tan desamparados, en el centro de este bombardeo de información, que no nos queda más remedio que creer en algo, aunque mañana lo desmientan. Que yo ya no sé qué hacer para cumplir con mi siglo”. Y me puse a llorar, como en un drama lorquiano, ante la mirada incrédula de mis invitados. Desde entonces, solo recibo excusas cada vez que organizo una cenita en casa. Insolidarios.

jueves, 3 de marzo de 2011

Tal como éramos

Marta vino la otra tarde a casa con una botella de vino y una película en DVD. “Ribera de Duero y Sydney Pollack. ¿Se te ocurre mejor plan?”, me dijo. La respuesta fue negativa, como no podía ser de otra manera. Y Marta, que me conoce bien, no había alquilado Las aventuras de Jeremiah Johson, ni Tootsie, ni siquiera Memorias de África, por la que siento una especial devoción. Marta entró con Tal como éramos en la mano. Aún a riesgo de ser considerados unos cursis de libro, mi amiga y yo lloramos a moco tendido cada vez que Katie Morosky le aparta el mechón de pelo de la frente a Hubbell Gardner. “Hubbell, tu chica es encantadora. ¿Por qué no venís un día a cenar a casa?”, dice Marta, al mismo tiempo que el personaje que interpreta Barbra Streisand lo hace en la película. “No puedo Katie. No puedo”, digo yo, a la vez que Robert Redford. “Lo sé”, dice Marta Streisand. Y llega lo del mechón. Y vemos que en sus ojos hay amor; tanto amor como la absoluta seguridad de saberse incompatibles. Y lentamente, como de puntillas, aparece la canción de Marvin Hamlisch. Y Marta y yo nos miramos y empezamos a soltar agua como dos presas abriendo compuertas.

Marta se considera a sí misma, aunque con el rímel corrido y los mocos colgando no lo parezca, una ‘chica katie’, basándose en el guión del último capítulo de la segunda temporada de Sexo en Nueva York. Carrie Bradshaw pensaba que había dos tipos de mujeres en el mundo: las simples, las nada problemáticas, y las ‘katie’, esas que viven apasionadamente sus ideales y pueden resultar incómodas para ciertos hombres. Marta está segura que ella ahora no tiene pareja porque es una ‘chica katie’, una mujer que prefiere ser ella misma aunque eso suponga renunciar al amor de su vida. “¿No lo dirás por Leo, el novio ese tuyo que tuneaba el coche?”, apunté con los ojos como platos y la nariz roja. Y Marta lo negó con la cabeza, algo ofendida con la duda, mientras se sonaba con una servilleta de papel. Lo celebré abriendo otra botella de vino. El director de Tal como éramos, Sydney Pollack, murió el 26 de mayo de 2008, víctima de un cáncer. Marta y yo todavía le rendimos homenaje como mejor sabemos hacerlo: brindando -y llorando- con el final de The way we were.


miércoles, 2 de marzo de 2011

Las alitas no están de moda

Marta y yo salimos a la calle dispuestos a tomar un aperitivo en un viejo bar que nos sirvió de escenario en unos tiempos en los que todo se vivía con una intensidad agotadora; ya fueran emociones o desolaciones. Regresar a las paredes de baldosa blanca y barra de lápida desgatada que nos habían visto beber por desamor y devorar por amor era todo un ejercicio de nostalgia. Pero según nos acercábamos al bar nos íbamos dando cuenta que no nos motivaba tanto la memoria de una adolescencia intensa como la reminiscencia gastronómica de aquellas alitas de pollo que, sin lugar a dudas, eran las mejores de toda la ciudad.

Cuando abrimos la puerta del local percibimos que el tiempo ya había hecho de las suyas. Los camareros vestían de negro, la encimera de la barra desprendía una luz muy desagradecida, pálida, como la de una visión fantasmagórica, y las baldosas blancas habían dado paso a unas placas de pizarra que decía Marta que dan a todo un aire “mucho más zen”. Buscamos un espacio entre las mesas. “¿Nos pones una ración de esas alitas tan buenas que tenéis?”, pidió Marta. La camarera puso cara de asistir al final de Pink Flamingos y contestó, con una sonrisita condescendiente: “Lo siento. Ya no tenemos alitas en la carta”. Y nos dejó sobre la mesa un tríptico lleno de sojas, rúculas y sashimis.

Marta y yo nos miramos atónitos y algo preocupados. No sabíamos si aquello nos estaba provocando tanta rabia que parecía nostalgia, como cantan los Astrud, o si realmente nos estábamos haciendo, no sin cierta angustia, mayores y empezábamos a tomarnos en serio el espinoso discurso de la tradición, aunque fuese en su vertiente culinaria. Al vernos la cara, la camarera, haciendo alarde de una ofensiva amabilidad, nos dijo: “Las alitas y los muslos de pollo han perdido categoría social en Occidente”. Antes de que yo pidiese la hoja de reclamaciones y Marta le arrancase el piercing de la ceja, la muchacha añadió: “La subida de los precios de los alimentos es una consecuencia de los hábitos alimenticios del planeta. ¿Sabían ustedes que una de las razones de que la leche y la carne de vaca sean más caras es que los chinos y los indios están empezando a consumirla? Para ellos es una cuestión de prestigio pasarse a esos alimentos. Y en Europa sucede lo contrario con las extremidades. Por eso se las dejamos a África, donde ahora están muy de moda”.

Luego nos enteramos que la chica estaba haciendo una tesis sobre los hábitos alimentarios y cómo influyen en el mercado mundial. Pero ya era tarde. Marta ya le había insultado. Mientras, yo pensaba en lo difícil que se me haría volver a probar alitas si para ello tenía que viajar hasta Uganda.