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lunes, 28 de noviembre de 2011

El culo de Corbacho

Mi primera intención fue contarlo todo desde una pretensión aséptica, como un reflectante quirófano minimalista de esos que salen en las películas de ciencia ficción posteriores a la odisea de Kubrick. Luego, cambié de opinión. Una vez leí que Eduard Punset decía que el ser humano sería más feliz cuando aprendiese a cambiar de opinión. Yo lo intento, aunque a veces no sé si esa felicidad tiene algo que ver con la confusión. O con la ignorancia. En cualquier caso, cambié de opinión. Decidí que, a pesar de estar todo el domingo pasado en una mesa electoral de un colegio de Palma, no tengo porqué cumplir mi promesa de rememorar ese día. Ya sé que lo prometí en mi anterior artículo pero, hablando de políticos y su materia prima (de riesgo), estoy seguro que ustedes ya tienen la razón blindada a promesas incumplidas y la mía, a fin de cuentas, les importa un pimiento. Además, ¿qué otra razón, que no sea el sadismo, podría obligarme a recordar esas horas interminables y narrárselas a ustedes, mis dos únicos lectores? ¿Esa sería forma de pagar su fidelidad? Ya les digo yo que no.

Al día siguiente a la victoria del PP, Palma amaneció nublada, con una lluvia que parecía caer con rabia. Asaltó mi memoria aquella canción protesta de Pablo Guerrero y pensé que el destino era bien cabrón. Una hora y media después, el propio destino me confirmaba, burlándose a un centímetro de mi nariz, que era todo un experto en jugar malas pasadas. Los de Air Nostrum se dejaron mi maleta en Palma. Según informó Iberia a mi llegada a Madrid, suelen hacerlo porque el avión es muy pequeño y cuando va lleno de pasajeros no pueden transportar todo el equipaje así que dejan algunas maletas en tierra. “Vaya, ya empiezo a notar el cambio”, pensé. Soy un tipo con suerte. En los dos últimos sorteos de mi vida (el de la mesa electoral y el que impidió que mi maleta saliese de Palma) han sacado mi número. Espero que no haya dos sin tres y que el próximo golpe de suerte tenga que ver con el Gordo de Navidad. Por cierto, la maleta tardó 21 horas en llegar de Palma a mis manos. Me relajó comprobar que hay cosas que no cambian.

Al día siguiente al abandono de la maleta, recibí una notificación de Facebook en la que me comunicaban que una fotografía que yo había colgado en mi muro quebraba las normas comunitarias de la red social y procedían a su eliminación. La polémica foto reproducía al actor José Corbacho emulando la foto que le robaron a Scarlett Johansson del móvil. El propio actor la colgó en la red siguiendo la broma que inició Berto Romero, otro hombre Terrat. De hecho, existe una página en Internet llamada #scarlettjohanssoning donde personas, animales y cosas de todo el mundo rinden homenaje a la actriz imitando su foto.

Lo que me llamó la atención fueron las razones de la gran red social para censurar un contenido. Según ellos, Facebook es una comunidad mundial de millones de personas, todas con sus propias opiniones, ideas o valores. Por respeto a esa diversidad, hay que tener cuidado con lo que cuelgas en tu muro porque esa foto, o ese texto, puede correr como la pólvora y llegar a los ojos de una inocente niña o de una persona a la que el culo de Corbacho le provoque tal estado de ansiedad que acabe denunciando ese contenido por ofensivo. A ver si lo he entendido bien: para respetar la diversidad, acabo con la diversidad. Para encontrar el equilibrio, me cargo la balanza.


Es verdad que el culo de Corbacho no es el de Jon Bon Jovi pero tampoco es para reaccionar así. Todos sabemos que los contenidos en Internet vuelan y ese es su gran potencial. Que una red social en Internet vaya contra la propia esencia de Internet es el mayor sinsentido desde las peras y las manzanas de Ana Botella. Yo no tengo la culpa de que la foto de un culo llegue hasta los ojos de una JMJ en un cursillo de informática. Pero lo que me parece abusivo es que su derecho a mantener sus ojos vírgenes sea superior a mi derecho a colgar una foto del culo de Corbacho en mi muro.

Los de Facebook me informan que si hay algo que me ofenda en su red social, puedo y debo denunciarlo. Y a continuación me exponen toda la lista de contenidos que infringen sus normas. Uno es la intimidación y el acoso, cuando los trolls (personas que solo buscan provocar a los usuarios de una red social) han hecho de Facebook su hogar. Otro es el lenguaje que incita al odio. Cada día nace un grupo homófobo en esa red social. Es verdad que si lo denuncias masivamente, lo acaban cerrando pero, como la Hydra, al día siguiente renace con otro nombre. Otro contenido peligroso es la violencia gráfica. Menos mal que a veces los videos no llegan a manos de los censores porque, con la normativa de Facebook en la mano, las cargas policiales contra el 15M en la Plaça Catalunya o la barbarie del Toro de la Vega no podrían ser vistas y, por lo tanto, no se podría despertar la conciencia social que moviliza a toda una población contra algo y de la que luego ellos presumen a la hora de darle relevancia a su producto. Eso por no hablar de los anuncios de Tráfico.

Hay nueve razones para censurar un contenido en Facebook. Y todas son porosas. Supongo que la que han esgrimido para eliminar el scarlettjohanssoning de Corbacho ha sido la del epígrafe ‘sexo y desnudos’. Ya solo comparar los dos conceptos me parece enfermizo. Pero así es. No sé si de esto se hablaba en la película de David Fincher. Es que no la vi.

Al día siguiente del episodio Facebook, veo las fotos del hijo de Sara Montiel, Zeus Tous, desnudo en otra revista. Enlazo una de las fotos a mi muro. El culo de Zeus, así, como concepto. Nadie ha denunciado de momento. Estoy a la espera. Lo mismo nadie lo hace; el culo de Zeus es, objetivamente, mucho mejor culo que el de Corbacho. A lo mejor el problema de la censura sea un simple síndrome de Stendhal. En cualquier caso, recuerdo la mítica frase con la que finalizaba esa gran película El hombre con rayos X en los ojos: “Si tus ojos te escandalizan, arráncatelos”. Eso sí, luego no cuelgues la foto en Facebook.

martes, 19 de abril de 2011

No es lo mismo (otra vez)

Esta semana me he dado de bruces con un artículo escrito por el guionista Sergio Barrejón (La Señora, Amar en tiempos revueltos) en Bloguionistas, bitácora, en Internet, de un grupo de escritores audiovisuales. En él, Barrejón recordaba la broma de Vigalondo en Twitter, la querella contra Ángel Sala, director del festival de Sitges, por proyectar A serbian film, y acababa con el artículo que escribió Salvador Sostres en el periódico de Pedro J., en el que apuntaba que el asesino de la webcam no era un monstruo sino un chico normal al que su novia le había dado una noticia que…vaya con la noticia, como para que a cualquiera se le hubiese ido la cabeza.

Barrejón empleaba los tres casos para reflexionar y debatir sobre la censura. Para él, la acción de El País cerrando el blog de Vigalondo, la de Concha García Campoy y sus tertulianos en Cuatro contra Ángel Casas y la de gran parte de la sociedad, incluido Pedro J., que comunicó que la publicación del artículo de Sostres en el diario había sido ‘un fallo de los controles’, forma parte del mismo tipo de censura y, por lo tanto, son igual de graves. Luego entraba en otros vericuetos ligados a que si te dedicas al cine todo el mundo cree que eres pro Zapatero o que él confiaba que sus compañeros de profesión éramos mucho más abiertos de mente por el hecho de escribir ficción y tener que meternos ‘en la mente del asesino’ para poder dotar de credibilidad una historia. Ese sería otro asunto. Lo que me hizo pensar fue lo de la censura, lo de la ley de lo políticamente correcto, lo de la ficción.

No estoy de acuerdo con Barrejón, aunque comprendo el origen de su razonamiento. No voy a demonizar la corrección política porque, al menos, ha hecho que los que hemos vivido mucho tiempo formando parte de una minoría social discriminada, menospreciada o agredida, no tengamos que vivir sometidos al ataque de aquellos que confunden libertad de expresión con apología y difamación. Al menos, no con nuestros impuestos. Pero eso no significa que haya sedado mi capacidad crítica. No me gusta lo ‘políticamente correcto’ cuando eso nos lleva a rozar el absurdo, a confundir realidad con ficción, a impedir, por ejemplo, que un actor que representa a Humphrey Bogart no pueda fumar encima de un escenario o que no se pueda rodar una película sobre sacerdotes pederastas porque ofende el sentimiento religioso. Defiendo mi trabajo, mi libertad como creador, trazando la línea que separa ficción y realidad, aunque a veces cueste mucho encontrar el límite.

Es verdad que la corrección política es implacable con la ambigüedad, con los ‘peros’ que puedan distanciar tu postura individual de la versión oficial. O conmigo o contra mí. Y ese, posiblemente, sería otro debate propio de una sociedad bastante más madura que la nuestra. Meter en el mismo saco a Vigalondo, Salas y Sostres me parece tan erróneo y desafortunado como comparar el guión de La Ola, de Dennis Gansel, con un artículo de Jean Marie Le Pen. En La Ola, Gansel cuenta la historia de un profesor alemán que explica la autocracia como forma de gobierno. Los alumnos no creen que pudiera volver una dictadura como la del Tercer Reich a la Alemania actual y el profesor pone en marcha un experimento que les demuestra lo fácil que es manipular a las masas. Eso es ficción. La capacidad de analizar esa película en todas sus vertientes y aristas es trabajo del espectador. Es el estímulo, el incentivo que tiene gran parte de las manifestaciones culturales y artísticas: empujarnos a la reflexión. Incluso sin ser maniquea, sin juzgar el comportamiento de los personajes, dejando ese trabajo al espectador, pero sin mayor trascendencia. Leer un artículo de Jean Marie Le-Pen, o de su hija, asumiendo, en la política y en la vida real, el papel de ese profesor de la película de Gansel, es tan peligroso como reprobable. Lo que escribió Sostres no era ficción, como A serbian film; ni siquiera una broma sacada de contexto, como le sucedió a Vigalondo. Era la vida real, era un señor valorando, desde su tribuna de posible líder de opinión, las razones que podía tener el asesino para matar a su novia. No estaba escribiendo un guión, analizando al personaje; no estaba creando un monstruo para una novela ni un ensayo sobre la violencia en nuestros días. Estaba dando una opinión arcaica en la sociedad del siglo XXI, no del siglo XVII; una sociedad que intenta evolucionar para que nadie más, aunque sea en nombre de la libertad de expresión, pueda esgrimir argumentos como que los negros son una raza inferior o que decirle a tu novio que estás embarazada de otro también es un tipo de violencia que puede ser atajada con la muerte. Eso sin olvidar que debemos ser consecuentes con nosotros mismos. Que si uno logra un estatus en el circo mediático a base de perlas como “si las mujeres han fracasado y viven hoy en una situación que a muchas parece disgustarles es porque no han sabido hacerlo mejor, porque no han sido tan inteligentes como nosotros” o “lo de Haití es una manera un poco aparatosa de limpiar el planeta”, no puede pretender que analicemos sus artículos ignorando la mente que los ha escrito. Llámalo prejuicio. Yo lo llamo consecuencia.

No me gusta la censura. Me gusta el contraste, el debate. Pero la sociedad necesita elevar el nivel del debate, no que un señor venga a vendernos que lo mejor en esos casos es ponerle el cinturón de castidad a la pareja cuando salimos de casa. Y por supuesto, que nadie confunda las críticas y la vergüenza que generan las palabras de Sostres con la censura que pueda sufrir un autor en su proceso de creación. No es lo mismo.


martes, 15 de marzo de 2011

A spanish film

Voy a contar el argumento de una película. No es una milonga. Está basado en hechos reales, como las tv movies que el Ministerio de Cultura ha decidido dejar de subvencionar.

El guion está protagonizado por un escritor. La historia comienza en Madrid, en los años 80. El personaje es testigo del cambio sociológico que se está produciendo en su país, empleando la cultura y el ocio como una herramienta de dinamización y liberalización social. En ese momento, se escucha un tema de Almodóvar y McNamara titulado “Voy a ser mamá”. La letra cuenta que Pedro y Fabio van a tener un bebé y que lo vestirán de mujer, lo explotarán bien o lo incrustarán en la pared. Los progres de la época aplauden el atrevimiento y la provocación del tema. Eso les afianzaba en su espíritu de cambio. Los fachas, por su parte, añorando tiempos peores, vaticinan el apocalipsis. De hecho, llevan dos mil años haciéndolo. En su telepredicación, acampan a las puertas de un céntrico cine de la ciudad para insultar y ‘condenar’ a todos aquellos espectadores que pagan su entrada para ver Je vous salue, Marie, de Jean-Luc Godard, una película que, a ellos, les escandaliza. De hecho, la proyección y distribución de la cinta llega a decidirse en algunos tribunales de justicia. A todo eso, hoy en día, articulistas y cronistas lo llaman “explosión de libertad”.

Mi protagonista, con el paso del tiempo, ve como el anhelado cambio no es otra cosa que la alternancia en el poder de dos partidos: uno de izquierdas y otro, de derechas. Los de derechas, fieles a sus principios, apenas le prestan atención a la política social. Ellos solo gobiernan para sus votantes, nunca para el grueso de los ciudadanos. Por eso, cuando le toca el turno a la izquierda, consciente como es de que en política económica y laboral su palabra vale menos que un cheque de Ruiz Mateos, apoya toda su estrategia electoral en lo social. Y lo hace con tal entrega que recuerda al adolescente que se enfrenta a su primera relación sexual: tanto ímpetu, que al final se pasa de largo. Bajo su mandato nace la corriente de lo ‘políticamente correcto’. Un arma de doble filo que nuestro protagonista festeja, en un principio, como sucederá con la ‘discriminación positiva’, porque por lo menos mira por sus intereses y por su bienestar como parte de una minoría discriminada durante siglos. Pero, de repente, como cuando un mogwai comía después de medianoche y se convertía en un gremlin, lo políticamente correcto se transforma en un argumento peligroso en manos de torpes. Especialmente porque nuestros políticos, jueces y gestores no han aprendido todavía a distinguir entre realidad y ficción.

A partir de ese momento, y con el tortuoso transcurrir de los años, el personaje de mi película no puede encenderse un pitillo. Una ministra socialista, amparada en una ley antitabaco que yo aplaudo, prohíbe fumar a los actores encima de un escenario, en un plató de televisión o en un set de rodaje. Vamos, que se carga de un plumazo el cine negro. Si Leire Pajín fuera americana, no existiría Mad Men. Ella no sabe de qué habla un actor cuando habla de componer un personaje. Ella solo propone cigarrillos electrónicos para interpretar a los hippies de Hair. Difícilmente puede un actor darle credibilidad a un fumador de marihuana con un cigarrillo electrónico. Menos mal que han llegado los pitillos de hierbaluisa para no restar verdad al trabajo del actor.

Pero cuando mi personaje cree haberlo visto todo, irrumpe en la secuencia la Fiscalía de Barcelona e imputa al director del Festival de Cine de Sitges, Ángel Salas, por un delito de difusión de pornografía infantil al proyectar la película A serbian film dentro de la programación del certamen.

A mi escritor le sorprende ver que todas esas asociaciones que decían defender a los creadores cuando se debatía la Ley Sinde, no estén alzando la voz con la misma energía en esta ocasión. A su entender, decisiones así ponen mucho más en peligro su libertad como creador que 200.000 descargas ilegales. Él cree que si no va a poder escribir la historia más atroz, la más asquerosa, la más hiriente, la más ofensiva, la más brutal, porque la fiscalía le va a denunciar, su libertad como creador está en serio peligro. Con el Código Penal en la mano, podríamos condenar a Nabokov por escribir Lolita, a las televisiones que han emitido Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini, y si me apuran, al teatro que represente Divinas Palabras de Valle-Inclán, donde un retrasado mental es paseado por ferias y mercados, explotado como un bicho circense, para que Mari Gaila se saque unas pelas.

No sé cómo va a acabar la historia. Quizá alguien tenga que explicarle a nuestros políticos, fiscales y a algún que otro periodista, como es el caso de Concha García Campoy, casada con un productor de cine para más coña, la diferencia entre realidad y ficción. Alguien debería explicarles que lo que hizo Ana Rosa Quintana con la mujer del presunto asesino de la niña Mari Luz es realidad. Lo que hacía Victoria Abril en Tacones lejanos, ficción. Del mismo modo que nos parecería una estupidez inmensa meter en la cárcel a Victoria Abril por confesar un crimen en una película, denunciar a un director de festival por proyectar una película, en horario nocturno y para público adulto, casi supera esa majadería.

¡Lo que aparece en A serbian film es ficción! ¡No es un bebé real, es un muñeco! ¡El actor finge! ¡Finge hacer una cosa espantosa! Como cuando Isabelle Huppert fingía oler pañuelos con semen en La pianista o cuando Charlotte Gainsbourg se cortaba el clítoris en Anticristo, de Lars Von Trier. Si ese argumento le incomoda, señora Campoy, le desagrada, le parece gratuito y abyecto, muy bien: no vaya a verla. Es adulta. Es su opción. Critíquela hasta aburrirse. Pero jamás justifique que se pueda denunciar a un festival o a un creador por ejercer su libertad de contar una historia de una determinada manera.

Ahora es cuando los creadores deberíamos levantar la voz, quejarnos de algo que de verdad pone en peligro nuestra profesión: la censura. O lo que es peor, una política que nos empuje a la autocensura.


Y que yo sepa, de lo único que se le puede acusar a A serbian film es de ser un bodrio. Pero por eso, la Fiscalía no imputa.