viernes, 29 de abril de 2011

Playlist (29 de abril)





Morrissey, Mercedes Ferrer, Antònia Font, Renan Luce, Mina, Fernando Alfaro, Parade, Eladio y los seres queridos, Lizz Wright y The Wombats

lunes, 25 de abril de 2011

Algunos días en Londres

Hay ciudades que son un estado mental. Estambul, Tokio, Luxor, Venecia o Nueva York son lugares dotados de una energía histórica bien distinta pero que llegan a superar cualquier barrera geográfica, idiomática o sociológica para transformarse en iconos de nuestra imaginación. Cuando llegas a ellas, arrastrado por el mito, te envuelve una actitud diferente, como si te mimetizaras con todo lo que te rodea, como si, de repente, esa ciudad te habitase a ti y no al revés. Eso también sucede con Londres.

Londres debería formar parte de nuestros planes anuales. Ya que somos incapaces de cumplir los propósitos marcados con el gimnasio o con dejar de fumar, tendríamos que obligarnos a visitar la capital del Reino Unido al menos una vez al año. Te cambia la mente.

Antes de abandonar Madrid, realizaba compras de última hora por el centro cuando me crucé con un individuo que, a voz en grito, hablaba a través del manos libres. Aún no he logrado acostumbrarme a ellos y siempre pienso que se dirigen a mí hasta que descubro que no, que el tipo camina como si estuviera hablando solo. El hombre hablaba de Fukushima y de unas partículas radiactivas que habían llegado a España con el viento. Mientras lo comentaba, desasosegado, atravesaba una calle pequeña y estrecha del centro que, al convertir en peatonal la calle principal, concentra ahora un volumen de tráfico y de tubos de escape ‘en ralentí’ que me sorprende que alguien pueda pensar en una central nuclear a miles de kilómetros de distancia con lo que está respirando a su costado. Vivir en Madrid, una de las ciudades más contaminadas de España, más que un estado mental es un problema respiratorio. Eso sí, su concejala de medio ambiente acude todos los días, en coche oficial, a la peluquería. Y su alcalde parece más preocupado en limpiar la calle de mendigos que el cielo de polución.

En Londres lo pasé bien aunque os confieso que, como toda gran ciudad, parece estar diseñada para el consumo. A cada paso que das hay una posibilidad, una tentación, para consumir. Hasta cuando pensamos en sentarnos un rato en las hamacas de Hyde Park descubrimos que las hamacas costaban una libra por una hora. No es mucho pero te condiciona a permanecer una hora con el culo en reposo y a lo mejor te basta con 15 minutos. También es verdad que podríamos habernos tirado en la hierba, que de hecho fue lo que hicimos, y ese es un placer gratuito.

Ya lo estaban preparando todo para la boda de este viernes y en el colmo del frikismo, me compre una caretas con el rostro de los novios. La verdad es que quería comprarme 6: dos de los novios, otras de Carlos y Camila y otras dos de la Reina y su señor esposo. Nunca se sabe cuándo las puedes necesitar...

Además de disfrutar de largos, muy largos paseos y de comida bien rápida, os contaré que acabé en la tienda (en una de las muchas) de Paul Smith y acabé sucumbiendo a una bolsa/cartera. En ella hay un compartimento para el Mac y todo. Me leo lo que acabo de escribir y me daría una hostia por bobo. Os contaría que también pequé en el mercado de Camden (una camiseta, un pantalón corto y una americana) y que aunque busqué unas Converse que me gustasen, al final supe controlarme.

Con un capuccino en la mano y en la terraza de la Tate Modern, donde hay una exposición fantástica de Miró, consulté mi correo electrónico. La frase anterior me hace sentir muy Carrie Bradshaw y no sé si es bueno. Recibí un mail de un amigo que me comentaba que lo que se ha puesto de moda no es viajar a Londres para perfeccionar el inglés. Que en España existe lo que se llama english village, o pueblo inglés, que viene a ser una pequeña localidad rural a la que acudes, como si fuera un retiro espiritual, pero donde está completamente prohibido hablar en castellano y está muy mal visto emplear el móvil o el ordenador como elemento ‘aislante’. Él había estado en La Alberca (Salamanca) y confesaba que esa especie de campamento no había mejorado su nivel de inglés pero sí le había desequilibrado un poco con tanta actividad participativa; tanto hablar, cantar, bailar y actuar. Se mostraba preocupado tras descubrir que si se bebía una botella de vino en las comidas, su atrevimiento a la hora de pronunciar el idioma de Shakespeare aumentaba considerablemente. Y no le salía rentable pasar una semana en un ‘pueblo inglés’ para acabar internado en la Betty Ford durante un mes.

También me contó que había estado en Valencia, viendo La gran depresión, obra escrita y dirigida por Félix Sabroso y Dunia Ayaso, con Bibiana Fernández y Loles León como protagonistas absolutas. Todo el mundo me habla bien de la obra y añaden lo mucho que se divirtieron. Sospecho que de eso se trata. De ver a Bibiana y a Loles en estado puro. A Madrid llegan el 18 de mayo y hasta ese momento, solo puedo dejarme llevar por las opiniones de los demás.

Contesté al mail aclarando que estaba en Londres, que tenía previsto perderme por la tienda de Paul Smith, que había conseguido muy buenas entradas para los musicales ‘Priscilla, reina del desierto’ y ‘Wicked’ y que tenía una cita ineludible con el mercadillo de Camdem Town. Pero para que no quedase presuntuoso, le recomendé que fuera a ver ‘La Avería’, obra basada en el pequeño cuento de Friedrich Dürrenmart y que ha dirigido la actriz Blanca Portillo. Si algún programador de la isla aún no sabe qué espectáculo traer a Mallorca, este es de lo mejor que he visto en mucho tiempo. La versión teatral es magnífica (del actor Fernando Sansegundo); la puesta en escena, hipnótica; y los actores (Daniel Grao, Emma Suárez, Fernando Soto, José Luis García Sánchez, Asier Etxeandia y José Luis Torrijo) están en tal estado de gracia que difícilmente pueden estar mejor.

Luego mi amigo me envió un sms en el que me anunciaba que se iba a encargar del vestuario en la tv movie sobre Isabel Pantoja. Que se estaba documentando sobre los estilismos que había empleado la folclórica en sus muchos años ante las cámaras y que no podía evitar sentirse fascinado ante lo que él llama ‘new Pantoja style’. No contesté. Ese sms era irrebatible. No tanto como algunos días en Londres pero le andaba cerca.

martes, 19 de abril de 2011

No es lo mismo (otra vez)

Esta semana me he dado de bruces con un artículo escrito por el guionista Sergio Barrejón (La Señora, Amar en tiempos revueltos) en Bloguionistas, bitácora, en Internet, de un grupo de escritores audiovisuales. En él, Barrejón recordaba la broma de Vigalondo en Twitter, la querella contra Ángel Sala, director del festival de Sitges, por proyectar A serbian film, y acababa con el artículo que escribió Salvador Sostres en el periódico de Pedro J., en el que apuntaba que el asesino de la webcam no era un monstruo sino un chico normal al que su novia le había dado una noticia que…vaya con la noticia, como para que a cualquiera se le hubiese ido la cabeza.

Barrejón empleaba los tres casos para reflexionar y debatir sobre la censura. Para él, la acción de El País cerrando el blog de Vigalondo, la de Concha García Campoy y sus tertulianos en Cuatro contra Ángel Casas y la de gran parte de la sociedad, incluido Pedro J., que comunicó que la publicación del artículo de Sostres en el diario había sido ‘un fallo de los controles’, forma parte del mismo tipo de censura y, por lo tanto, son igual de graves. Luego entraba en otros vericuetos ligados a que si te dedicas al cine todo el mundo cree que eres pro Zapatero o que él confiaba que sus compañeros de profesión éramos mucho más abiertos de mente por el hecho de escribir ficción y tener que meternos ‘en la mente del asesino’ para poder dotar de credibilidad una historia. Ese sería otro asunto. Lo que me hizo pensar fue lo de la censura, lo de la ley de lo políticamente correcto, lo de la ficción.

No estoy de acuerdo con Barrejón, aunque comprendo el origen de su razonamiento. No voy a demonizar la corrección política porque, al menos, ha hecho que los que hemos vivido mucho tiempo formando parte de una minoría social discriminada, menospreciada o agredida, no tengamos que vivir sometidos al ataque de aquellos que confunden libertad de expresión con apología y difamación. Al menos, no con nuestros impuestos. Pero eso no significa que haya sedado mi capacidad crítica. No me gusta lo ‘políticamente correcto’ cuando eso nos lleva a rozar el absurdo, a confundir realidad con ficción, a impedir, por ejemplo, que un actor que representa a Humphrey Bogart no pueda fumar encima de un escenario o que no se pueda rodar una película sobre sacerdotes pederastas porque ofende el sentimiento religioso. Defiendo mi trabajo, mi libertad como creador, trazando la línea que separa ficción y realidad, aunque a veces cueste mucho encontrar el límite.

Es verdad que la corrección política es implacable con la ambigüedad, con los ‘peros’ que puedan distanciar tu postura individual de la versión oficial. O conmigo o contra mí. Y ese, posiblemente, sería otro debate propio de una sociedad bastante más madura que la nuestra. Meter en el mismo saco a Vigalondo, Salas y Sostres me parece tan erróneo y desafortunado como comparar el guión de La Ola, de Dennis Gansel, con un artículo de Jean Marie Le Pen. En La Ola, Gansel cuenta la historia de un profesor alemán que explica la autocracia como forma de gobierno. Los alumnos no creen que pudiera volver una dictadura como la del Tercer Reich a la Alemania actual y el profesor pone en marcha un experimento que les demuestra lo fácil que es manipular a las masas. Eso es ficción. La capacidad de analizar esa película en todas sus vertientes y aristas es trabajo del espectador. Es el estímulo, el incentivo que tiene gran parte de las manifestaciones culturales y artísticas: empujarnos a la reflexión. Incluso sin ser maniquea, sin juzgar el comportamiento de los personajes, dejando ese trabajo al espectador, pero sin mayor trascendencia. Leer un artículo de Jean Marie Le-Pen, o de su hija, asumiendo, en la política y en la vida real, el papel de ese profesor de la película de Gansel, es tan peligroso como reprobable. Lo que escribió Sostres no era ficción, como A serbian film; ni siquiera una broma sacada de contexto, como le sucedió a Vigalondo. Era la vida real, era un señor valorando, desde su tribuna de posible líder de opinión, las razones que podía tener el asesino para matar a su novia. No estaba escribiendo un guión, analizando al personaje; no estaba creando un monstruo para una novela ni un ensayo sobre la violencia en nuestros días. Estaba dando una opinión arcaica en la sociedad del siglo XXI, no del siglo XVII; una sociedad que intenta evolucionar para que nadie más, aunque sea en nombre de la libertad de expresión, pueda esgrimir argumentos como que los negros son una raza inferior o que decirle a tu novio que estás embarazada de otro también es un tipo de violencia que puede ser atajada con la muerte. Eso sin olvidar que debemos ser consecuentes con nosotros mismos. Que si uno logra un estatus en el circo mediático a base de perlas como “si las mujeres han fracasado y viven hoy en una situación que a muchas parece disgustarles es porque no han sabido hacerlo mejor, porque no han sido tan inteligentes como nosotros” o “lo de Haití es una manera un poco aparatosa de limpiar el planeta”, no puede pretender que analicemos sus artículos ignorando la mente que los ha escrito. Llámalo prejuicio. Yo lo llamo consecuencia.

No me gusta la censura. Me gusta el contraste, el debate. Pero la sociedad necesita elevar el nivel del debate, no que un señor venga a vendernos que lo mejor en esos casos es ponerle el cinturón de castidad a la pareja cuando salimos de casa. Y por supuesto, que nadie confunda las críticas y la vergüenza que generan las palabras de Sostres con la censura que pueda sufrir un autor en su proceso de creación. No es lo mismo.


jueves, 14 de abril de 2011

Unos días de descanso


National Portrait Gallery, William Shakespeare, Vivienne Westwood, Camden market, Westminster, Bloomsbury, Tate Modern, Priscilla queen of the desert,
Big Ben, Paul Smith, Wicked, rosbif, Bates,...



Sí, me escapo a Londres. Espero que en mi ausencia no os olvidéis de mi. Os dejo unos días de merecido descanso. Hasta la vuelta.


Paco Tomás

miércoles, 13 de abril de 2011

Cumbres borrascosas

Ayer me llamó nuestra amiga Marta y dijo: “¿Sabes cuando los habitantes de una localidad se manifiestan porque no quieren que les levanten cerca una cárcel, una central nuclear o una planta de reciclaje de basuras? Pues yo creo que teníamos que empezar a hacer lo mismo para negarnos a que celebren en nuestras ciudades cumbres internacionales o de cualquier otro tipo siempre que conlleven gran despliegue de seguridad”. “Me parece un comentario que, viniendo de ti, resulta muy poco solidario”, apunté. “No confundas ser solidario con ser pardillo. La gente comprende que un país necesita cárceles, incineradoras, quizá hasta plantas nucleares, aunque eso no lo tengo tan claro, pero reconocen que no son un atractivo a considerar en la perfecta armonía de una población. Quieren el concepto, pero lo quieren lejos porque puede afectar a la convivencia entre vecinos. Pues una cumbre internacional, por ejemplo, también debería celebrarse lejos, en un lugar en el que las medidas de seguridad no afecten ni alteren la vida cotidiana del lugar”.

Me quedé un rato mirándola fijamente, sin pronunciar palabra, intentando comprender qué demonios me quería decir. “Y si la cumbre es en una ciudad pequeña, ya ni te cuento. ¿Te acuerdas de la cumbre hispano-portuguesa en Zamora, con todos los ministros de los dos países allí? ¿Tú te crees que en una ciudad tan pequeña, una cumbre internacional no es más molesta que un tanga de perlas?”, dijo. “Hombre, yo soy mallorquín y en Mallorca sabemos mucho de ese tipo de cosas y de lo que significa una buena promoción exterior”, añadí. “La promoción exterior la da Rafa Nadal, la ensaimada y Miquel Barceló. Las cumbres internacionales, con ministros de medio mundo por medio, no promocionan nada, solo molestan. Son un calvario para el ciudadano. Propongo que se las celebren todas en un lugar aislado, un sitio donde puedan montar un buen dispositivo de seguridad alejado del mundanal ruido. Así la gente podrá seguir aparcando el coche tranquilamente o circular por la calle de siempre sin que dos policías le corten el paso”, explicó. Cuando se pone así, mejor dejarla. “En el desierto de Los Monegros, ¿por qué no celebran ahí todos los actos oficiales?”, añadió. Y yo, de repente, me puse a pensar en el tanga de perlas y en una conversación que tenía pendiente con Marta.

martes, 12 de abril de 2011

Nuestra revolución



Islandia ha votado en referéndum que no va a pagar los errores (o las especulaciones financieras fallidas) de sus bancos.

Es curioso que esa noticia, excepto en algunas redes sociales, haya pasado con suma discreción.

Es curioso que nuestros medios de comunicación estén más interesados en que sintamos como nuestras las revueltas en los países musulmanes que nuestra verdadera revolución.

Plantarle cara a los bancos, al capitalismo salvaje, a la especulación de los poderosos, es nuestra revolución. Y esa revolución ha empezado en Islandia.

Sin embargo, ningún político nos habla de eso.


Es curioso, por no decir indignante.


18 meses sin sexo

Hace tiempo, nuestra amiga común Marta llegó a mi casa muy exaltada. “No sé si estoy desencantada o ilusionada”, dijo en cuanto le abrí la puerta. Ya sentada en el sofá, y con una taza de té en las manos, me contó que había salido a la luz que una de las causas del divorcio entre Madonna y Guy Ritchie fue el tiempo prolongado en el que la pareja no tuvo relaciones sexuales. “18 meses”, subrayó Marta. “Ya tenemos algo en común Madonna y yo. Y esa es la causa de mi decepción y mi esperanza. O sea, que si ni Madonna tiene un buen polvo, yo ya puedo ir echando el cierre. Pero, si por el contrario, Madonna es una mujer que también tiene temporadas de sexo en barbecho, yo lo único que debo tener es paciencia. El caso es que no sé con cual de las dos opciones quedarme”.
“Yo que tú me quedaba con la segunda porque una cosa es que Madonna no tenga relaciones sexuales y otra, que no las tenga con su marido, que son dos cosas muy distintas y, a la vez, muy comunes”, apunté. Se quedó un rato pensativa, dio un trago al té y añadió: “Un amigo de Guy ha contado a la prensa que Madonna estaba obsesionada con su cuerpo, dedicaba cuatro horas diarias al gimnasio y el deporte y que cuando llegaba a casa estaba muy cansada para tener sexo. Y eso cansó y molestó a Guy”, explicó Marta. “Pero, ¿estamos hablando de Madonna y Guy o de Pepa y Avelino, los de Matrimoniadas?”, comenté. Porque a mí, comentarios así son los que me destruyen el mito. Que la mujer que escandalizó al Vaticano fingiendo un orgasmo en uno de sus conciertos y que ha jugado con todo tipo de iconografía sexual, sea una señora que se mete en la cama con Guy Ritchie y le dice: “Hoy no me apetece. Me duele la cabeza”, me descoloca. Ahora escucho
Like a virgin y veo a Madonna con rulos y redecilla. Creo que cada vez son más los mitos con pies de barro. Ahora, hasta las tetas son de barro. Y nos pusimos a ver una peli de Ava Gadner.


domingo, 10 de abril de 2011

Promociones Musaquontas

Me han insinuado que mi blog se ha estancado. Que no suma nuevos seguidores. Que debería publicitarlo más. Que parece, salvo maravillosas excepciones que comentan con asiduidad, que grito en el desierto.

Me siento como las actrices que cumplen 50 años y ya no les llegan papeles. Actrices que se buscan un nuevo agente para que les consiga guiones y el tipo lo primero que les recomienda es que se operen para quitarse diez años de encima. Y luego una portada de Vanity Fair.

Me aconsejan que organice un concurso en el blog, que eso le da mucha vida. Si se os ocurre algo, estaré encantado de escucharlo. Algo sobre el concurso y algo sobre el premio que debería recibir el ganador/a.

Y ahora me voy a dar un paseo.

sábado, 9 de abril de 2011

No son dignos de mi voto

Llevo una semana muy combativo. Si tuviera unos bíceps como Rafa Nadal, hasta me hubiera puesto una camiseta verde militar sin mangas y me hubiese tiznado la cara. Sé que voy a generalizar, pero detrás de una generalización siempre se esconde un hecho: tenemos una clase política indigna. Y ahora vendrá alguien y dirá “¡no todos!” Claro, no todos. Pero cuando Balears, comunidad en la que debería votar en las próximas elecciones, tiene el más alto número de políticos imputados y condenados en casos de corrupción de toda España, podemos pensar que sí son mayoría. Y la mayoría es la que vence la balanza. Eso es democracia.

Estoy reflexionando una de las decisiones más importantes de los últimos años: votar o no votar en las próximas elecciones. Y a día de hoy, es muy posible que no lo haga. No creo que los políticos de mi Comunidad estén a la altura de mi voto. Ni a la altura del voto de mi familia, vecinos y amigos. Sinceramente, no creo que estén a la altura del voto de ningún ciudadano honesto del archipiélago. Por supuesto, en esta lista (abierta) de ciudadanos no figuran aquellos que se verán ‘obligados’ a cumplir con la disciplina de partido, o bien por que sueñan con puestos de salida en las mismas o bien por ser familiares del político/a en cuestión. Es que la sangre tira. Y en ocasiones, tira al monte.

En mi ingenuidad casi bohemia pienso que nadie, con un mínimo de dignidad, puede votar, en una comunidad como la mía, al Partido Popular o a UM (aunque ahora se llamen Convergència per les Illes Balears). Están estigmatizados pero con razón. No hace falta que vuelva a sacar aquí la lista de políticos imputados, ni los nombres de todos esos que, a pesar de tener que aclarar su participación en casos abiertos de corrupción, aún van en las listas de las próximas elecciones. No será necesario que recuerde el caso Palma Arena, el caso Picnic, caso Cloaca, operación Xoriguer,… Pero si hasta la Policía y la Guardia Civil están desbordadas con el trabajo que les están dando los ‘presuntos’ políticos corruptos. Y luego están aquellos que se limitan a mirar, a ver pasar el cadáver de su enemigo por delante de su puerta pero sin mover un dedo para hacer la vida de los ciudadanos (y votantes) más justa, más digna, más amable. No sé si nos merecemos la clase política que tenemos. Creo que no pero, por si acaso gana el PP y alguien me lo recuerda, diré que ninguno de los candidatos estaba a la altura de mi voto y no desperdicié la dignidad de mi voto en ellos.

Mi voto, el voto de los ciudadanos, ha costado mucho. No a mí, que al cumplir 18 ya me vino como caído del cielo. A generaciones predecesoras que se partieron el alma por hacer oír su voz, por reclamar su papel a la hora de elegir a sus gobernantes, por acabar con sistemas que pensaban solo en los poderosos y nunca en los ciudadanos. Pueden llamarlo demagogia, bien. Pero ahora busquen otra palabra para definir las estrategias políticas que prostituyen nuestro voto, que comercian con él, que lo venden, lo compran, lo manipulan, lo disfrazan, lo arrastran, lo golpean, lo zarandean, y, en el caso de los tránsfugas, hasta se orinan en él. Sospecho que esta vez no. Mi voto vale más que ellos.

Y no voy a volver a caer en la trampa del voto útil. Mi voto siempre es útil. Otro tema es que los políticos sepan usarlo.

Hace casi más de un mes, en una de las famosas fiestas ‘Qué Maravilla’ que se celebran en Madrid, una famosa actriz (no digo su nombre porque luego dirán que no trabaja por culpa de aquello que yo escribí una vez) arremetió contra la vedette mallorquina Vivian Caoba por unos videos que ella había colgado en el Facebook. En esos videos, Vivian criticaba decisiones de un gobierno de izquierdas que, en su afán por preservar los derechos de la comunidad, limitaba los individuales. Los videos, llenos de sentido del humor, albergaban, a mi entender, la amenazadora idea de un gobierno paternalista que, sospechando que tiene que gobernar a una panda de descerebrados, decide empezar a prohibir cosas en lugar de potenciar la faceta pedagógica de la política, abrir el debate, buscar las alternativas. La actriz no le vio la gracia a los videos y recriminó a Vivian su actitud dando a entender que cuando ganase el PP nos arrepentiríamos de eso, que nos daríamos cuenta de que podemos estar mucho peor y que prácticamente nos iban a correr a gorrazos.

Por supuesto que todos sabemos cual es nuestra opinión, y nuestro voto, cuando nos hablan de leyes sociales justas y necesarias para una comunidad; sabemos la diferencia entre aprobar una ley que ‘permite’, al ciudadano que lo necesite, disfrutar de un derecho y las normas que, amparadas en una fe o creencia personal, vetan un poder al conjunto de la sociedad. Pero eso no significa que seamos marionetas de dudosa movilidad, que nuestra libertad de pensamiento esté sedada, que nuestra capacidad crítica esté cegada por la ideología, que la idea de que siempre se puede estar peor se convierta en un consuelo.

La clase política, excepto aquellos que se pueden contar con los dedos de una mano, votó esta semana reducir las becas Erasmus pero que los eurodiputados sigan viajando a Bruselas en primera. A más de 500 euros el billete, multiplicado por dos o tres viajes a la semana y por 700 eurodiputados...no sé a qué le llaman ellos ajustarse el cinturón y dar ejemplo. Y a esa indignación, Rosa Díez la ha definido como un “ataque de histeria colectiva progre”. Eso es lo que hacen con nuestros votos. Reírse de ellos. Y entre esos eurodiputados, también estaban los de PSOE. Si no voy a poder criticar, con furia incluso, esa postura porque eso podría restarle votos, apaga y vámonos.

Tal vez, si cambiasen la ley electoral, si se dejasen de ‘listas cremallera’ y se preocuparan de las listas abiertas, quizá así podría recuperar la fe en el sistema. Darle la dignidad de mi voto no a la sigla, no a la supuesta ideología, sino al ciudadano político que demuestre, con sus acciones, que lo merece. Esa sería la verdadera fiesta de la democracia.


miércoles, 6 de abril de 2011

Contar

Saben contar. Toda la vida pensando que era una especie absurda y ahora resulta que los peces saben contar. Al menos hasta cuatro, que tampoco me parece mala cifra para plantarse. La Universidad de Padua llegó a la conclusión de que una determinada especie -la Gambusia Holbrooki, que tiene nombre de agencia de valores- lo hace para protegerse de los predadores. Al parecer, el pececito solitario elige el grupo más nutrido para unirse a él siempre que el número no sea mayor a cuatro. Cuando la cifra supera ese dígito, el pez ya no sabe si hay 7 ó 9 compañeros y se aturulla. Cuando yo era pequeño, también era muy importante saber contar para protegerte de los matones de patio de colegio. Hacerles los deberes de matemáticas era una manera de sobrevivir. Yo, para regocijo de la industria farmacéutica, calculaba fatal; quizá hasta cuatro, como un Holbrooki cualquiera. Pienso que saber contar hasta esa cifra no está mal, especialmente después de saber que un grupo de científicos mexicanos ha comprobado (¿?) que el amor dura un máximo de cuatro años. Lo más recomendable es que mientras nos analizan las implicaciones neurológicas de ese sentimiento, nosotros contemos hasta diez, que es el número de la paciencia. Aunque se trata de una cifra redonda, la mayoría de nosotros no llegamos a ella. Estamos muy ocupados para perder el tiempo contando.

Yo, que siempre fui de insuficiente en raíces cuadradas y denominadores comunes, ahora me arrepiento de no haberle prestado más atención a los números. Contar resulta básico para la supervivencia: para calcular cuantos años te quedan de vida y de hipoteca; para saber cuando sales de cuentas; hasta en lo estrictamente sexual, para diferenciar entre un trío y una orgía. Y si la suma va mal y hay que llegar hasta veinte, pues se llega. Todo sea por...ahora no me acuerdo de lo que iba a escribir. Sospecho que encima tengo memoria de pez.


martes, 5 de abril de 2011

La caja

Siempre que me enfrento a una mudanza me encuentro con ella. Es una caja de cartón, una vieja caja de zapatos, llena de pequeños objetos: amuletos, piezas de Tente, billetes de metro, cajas de cerillas, postales,...detalles aparentemente inservibles, testigos de una adolescencia algo lejana. Y con cada mudanza se abre el mismo interrogante: ¿me deshago de la caja? Y siempre llego a la misma conclusión: no puedo. Me inquieta tirar esa caja llena de atrezzos de vida porque para mí son resortes de la memoria, del recuerdo de cada una de las situaciones que acompañaron a esos objetos. Cada vez que me encuentro con esa caja, escondida en algún rincón de mi casa tan lejano como el de mi mente, la memoria se dispara y proyecta aquel día que llegue del colegio, con el baby lleno de pegamento pero con un buho de corcho para regalárselo a mi madre. O aquella caja de cerillas en la que firmamos todos los de la panda jurando volver a encontrarnos, diez años después, en el mismo lugar (nunca sabré si alguien cumplió aquella promesa...yo...la olvidé). Ese es mi miedo; temo que si elimino esa caja, eliminaré también esos recuerdos que únicamente existen cuando la apertura de esa caja los revive. A falta de una doctora como la que interpretaba Ingrid Bergman en el ‘Recuerda’ de Hitchcock, esa caja es mi propia hipnosis regresiva. Me espanta vivir de recuerdos pero tampoco considero que me sobren como para desprenderme de ellos tan alegremente. Y esos no molestan. Están ahí, en la caja de zapatos, esperando la próxima mudanza para salir a la superficie, a tomar aire.


lunes, 4 de abril de 2011

Y tú, ¿a qué te dedicas?

Hace varias semanas, hablaba con la guionista y escritora Jimina Sabadú sobre la reacción que suele provocar algunas profesiones en los temas de conversación. Preguntarle a alguien que acabas de conocer a qué se dedica, en qué trabaja, cuál es su oficio y beneficio, es un argumento imprescindible de la habilidad social. De hecho, es tan común cumplir con ese protocolo que lo emplean hasta los que carecen de habilidad social. Estar en una fiesta privada, copa en mano, rodeado de desconocidos que tarde o temprano podrán dejar de serlo, es el escenario perfecto para preguntarlo. Muchas veces, abandonas el lugar sin recordar los nombres de las personas que te han presentado pero estás tranquilo porque sabes que podrás identificarlos por su profesión. “Y tú, ¿a qué te dedicas?” y contestar “soy contador de peces”, o “trabajo en una clínica de donación de esperma” o simplemente “soy inspector de Hacienda” puede alimentar la conversación durante horas, como si fuera un generador de energía oral.

Jimina y yo nos reconocimos en el apuro que nos da identificarnos como guionistas. Esa palabra se asocia directamente, y casi exclusivamente, con el cine y entonces te ves frente a un grupo de personas que lo mismo te dicen que el cine español es malísimo como que no soportan a Penélope y Bardem, como si uno fuera el guionista de sus vidas privadas. Jimina me contaba que ella ha optado por contestar que es rica heredera, algo que suele provocar rechazo inmediato. “Te ven como una engreída y no profundizan más”, me explicó. Eso sí, te debes pasar toda la fiesta más cuestionada que Ketty Kauffman en una Cumbre de la Tierra.
Yo digo que escribo. Así, en genérico. Sin aportar ningún dato más. Escribo. Es una manera de estimular la imaginación de mi oyente, que puede pensar que soy el que redacta las etiquetas traseras de los vinos o el que prepara un futuro premio Planeta. Todo un abanico de posibilidades. Lo hago para no resultar pretencioso y creo que no lo consigo. Además, siempre hay un pequeño Hércules Poirot en todas las reuniones que disfruta indagando. Mi último investigador, cuando descubrió en qué invertía yo gran parte de mi tiempo, añadió: “¡Qué bueno el amigo Torrente! ¡El tío os ha vuelto a salvar el culo!” Así, con tono torrentiano (‘torrentiano’ de detective Torrente, no de Torrente Ballester).

Tenía tantas cosas que analizar que una parte de mi cerebro se dividió en diferentes celdas, como un Excell gigante, como una secuencia de Tron. Para Santiago Segura será duro asumir que el mismo público que le ha encumbrado como artífice del mejor estreno de la historia del cine español, le llama ‘amigo Torrente’. De hecho, Segura odia que le vean por la calle y le llamen como si fuera el personaje, algo que hace la mayor parte de su público.

En la siguiente celda, intento dar una respuesta a ese “os ha vuelto a salvar el culo”. Primero porque no pertenezco a esa pyme –porque lo de nuestro cine no llega a industria-, ya que no he hecho cine, de momento. O sea, que no me ha salvado de nada ni nadie. Y segundo, porque recaudar más de 8 millones de euros en su primer fin de semana no significa que el filme esté amortizado. “Mira, de lo que has pagado por tu entrada, el Estado se lleva un 8% en impuestos, las sociedades de gestión de derechos un 2%, el cine un 50%, y creo que lo que queda se reparte entre el distribuidor y la productora, restando lo invertido en copias y publicidad. Con esto quiero decir que para que una película logre amortizar su coste en taquilla, hace falta mucho más que un fin de semana”, dije. El tipo me miró como quien mira a Alfonso Ussia y se retiró, evidenciando un escalofrío de repelús.

Es verdad que con esos datos en la mano, y sin ser Aramís Fuster, es fácil vaticinar que Torrente 4: Lethal Crisis hará que las cifras del cine español de este año sean optimistas (no olvidar que en septiembre estrena Almodóvar). La estadística es así: todos disfrutamos de un pedazo de pastel del que no hemos visto ni las migajas.

Y por si alguien piensa que lo de ‘contador de peces’ es una licencia creativa, informo que es real. Son personas que, durante los meses de abril y octubre, se dedican, 8 horas al día, a contar los salmones que remontan las corrientes de los ríos para controlar así la evolución de las poblaciones fluviales y fijar las vedas. Dicen que se sientan al margen del río y cada vez que ven un salmón, aprietan el botón de un contador electrónico. Visto así, me parece un gran trabajo.


viernes, 1 de abril de 2011

Las aventuras de Enrique y Ana. Cap. 15


Capítulo clave. Os lo digo yo, que sé de lo que hablo.


Carl Sagan. Mutantes. Antonio Hernández Mancha. Glaciación. Blade Runner. X-Men.