Pero en medio de esa catarata de ‘consejos publicitarios’, he descubierto una corriente que no ha hecho más que inquietarme: el socorrido recurso de la nostalgia. Desde el bonito del Norte al espetec, desde el queso a los packs de series de televisión. La nostalgia vende. O nos venden nostalgia; uno ya no sabe diferenciarlo. Llama la atención que algo tan traicionero, tan sibilino, sea tan efectivo. Para mí que la nostalgia repta, como una culebra de aspecto frágil e inofensivo que, cuando más confiado estés, morderá. Nos asalta el alma y nos hace creer que cualquier tiempo pasado pudo ser mejor; que las calles grises eran áureas y que la tristeza, simplemente pereza. La nostalgia es una caja de filtros para el objetivo de la cámara; recuerdos felices para disfrazar la realidad. Eso no significa que no me guste recordar. Lo que no me gusta es abandonarme al recuerdo, que es la contraindicación de la nostalgia, del anhelo de un pasado edulcorado, selectivo, que empuja a idealizar lo que en un tiempo nos pareció ingrato. Prefiero descubrir, aunque el objeto de mi sorpresa esté en el pasado. Como las canciones que los anuncios de coches emplean de jingle. Como aquella de un Audi A4 que me presentó el Ain’t got no, i got life de Nina Simone.
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