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miércoles, 23 de marzo de 2011

Nostalgia

Hay ocasiones en las que pienso que lo mejor de la televisión son los anuncios. Entre programa y programa, aparece un catálogo de sugerencias de lo más variopinto. Algunas envueltas en celofán, otras en papel de seda, muchas en papel pinocho y otras tantas en mera estraza. En cualquier caso, me gusta abandonarme por los vericuetos de las ideas que un grupo de creadores elaboraron para intentar seducirme y empujarme a la calle en busca de algo que deseo aunque no necesito. Admiro los anuncios de coches, y no sé conducir. Me hipnotizan los de colonias; por eso soy infiel a un aroma. Me hacen sonreír los de Ikea y acabo convirtiendo mi salón en su catálogo. No me gustan los de las empresas que aseguran créditos inmediatos porque, por una extraña y proletaria asociación de ideas, me ponen triste. Y no soporto los de las cremas antiedad...cosas mías.

Pero en medio de esa catarata de ‘consejos publicitarios’, he descubierto una corriente que no ha hecho más que inquietarme: el socorrido recurso de la nostalgia. Desde el bonito del Norte al espetec, desde el queso a los packs de series de televisión. La nostalgia vende. O nos venden nostalgia; uno ya no sabe diferenciarlo. Llama la atención que algo tan traicionero, tan sibilino, sea tan efectivo. Para mí que la nostalgia repta, como una culebra de aspecto frágil e inofensivo que, cuando más confiado estés, morderá. Nos asalta el alma y nos hace creer que cualquier tiempo pasado pudo ser mejor; que las calles grises eran áureas y que la tristeza, simplemente pereza. La nostalgia es una caja de filtros para el objetivo de la cámara; recuerdos felices para disfrazar la realidad. Eso no significa que no me guste recordar. Lo que no me gusta es abandonarme al recuerdo, que es la contraindicación de la nostalgia, del anhelo de un pasado edulcorado, selectivo, que empuja a idealizar lo que en un tiempo nos pareció ingrato. Prefiero descubrir, aunque el objeto de mi sorpresa esté en el pasado. Como las canciones que los anuncios de coches emplean de jingle. Como aquella de un Audi A4 que me presentó el Ain’t got no, i got life de Nina Simone.




miércoles, 2 de marzo de 2011

Las alitas no están de moda

Marta y yo salimos a la calle dispuestos a tomar un aperitivo en un viejo bar que nos sirvió de escenario en unos tiempos en los que todo se vivía con una intensidad agotadora; ya fueran emociones o desolaciones. Regresar a las paredes de baldosa blanca y barra de lápida desgatada que nos habían visto beber por desamor y devorar por amor era todo un ejercicio de nostalgia. Pero según nos acercábamos al bar nos íbamos dando cuenta que no nos motivaba tanto la memoria de una adolescencia intensa como la reminiscencia gastronómica de aquellas alitas de pollo que, sin lugar a dudas, eran las mejores de toda la ciudad.

Cuando abrimos la puerta del local percibimos que el tiempo ya había hecho de las suyas. Los camareros vestían de negro, la encimera de la barra desprendía una luz muy desagradecida, pálida, como la de una visión fantasmagórica, y las baldosas blancas habían dado paso a unas placas de pizarra que decía Marta que dan a todo un aire “mucho más zen”. Buscamos un espacio entre las mesas. “¿Nos pones una ración de esas alitas tan buenas que tenéis?”, pidió Marta. La camarera puso cara de asistir al final de Pink Flamingos y contestó, con una sonrisita condescendiente: “Lo siento. Ya no tenemos alitas en la carta”. Y nos dejó sobre la mesa un tríptico lleno de sojas, rúculas y sashimis.

Marta y yo nos miramos atónitos y algo preocupados. No sabíamos si aquello nos estaba provocando tanta rabia que parecía nostalgia, como cantan los Astrud, o si realmente nos estábamos haciendo, no sin cierta angustia, mayores y empezábamos a tomarnos en serio el espinoso discurso de la tradición, aunque fuese en su vertiente culinaria. Al vernos la cara, la camarera, haciendo alarde de una ofensiva amabilidad, nos dijo: “Las alitas y los muslos de pollo han perdido categoría social en Occidente”. Antes de que yo pidiese la hoja de reclamaciones y Marta le arrancase el piercing de la ceja, la muchacha añadió: “La subida de los precios de los alimentos es una consecuencia de los hábitos alimenticios del planeta. ¿Sabían ustedes que una de las razones de que la leche y la carne de vaca sean más caras es que los chinos y los indios están empezando a consumirla? Para ellos es una cuestión de prestigio pasarse a esos alimentos. Y en Europa sucede lo contrario con las extremidades. Por eso se las dejamos a África, donde ahora están muy de moda”.

Luego nos enteramos que la chica estaba haciendo una tesis sobre los hábitos alimentarios y cómo influyen en el mercado mundial. Pero ya era tarde. Marta ya le había insultado. Mientras, yo pensaba en lo difícil que se me haría volver a probar alitas si para ello tenía que viajar hasta Uganda.