domingo, 20 de marzo de 2011

Sobredosis de horror

A veces basta con golpearse en la rodilla o en el codo con el marco de la puerta. Basta con levantar la cabeza y darse contra el mueble de la cocina. No hace falta amputarse un dedo sin anestesia para saber lo que es el dolor. Una migraña, un dolor de espalda, hasta cortarse furtivamente con una hoja de papel puede alterarnos. Esa intensidad mínima de un estímulo que pone en marcha nuestra sensación de dolor puede medirse. Se conoce como umbral del dolor. Pero siempre se habla de dolor físico. ¿Qué pasa con el dolor emocional, con el que nos estruja el corazón, con el que nos encoje los pulmones, con el que nos provoca, con una imagen o una música, que broten las lágrimas?

Llevo dos semanas que no puedo ver un informativo entero. Tengo que parar, dosificar el horror, porque mi organismo no lo soporta. Creo que he tocado mi umbral del dolor emocional. No puedo asistir al sufrimiento que está viviendo Japón como si se tratase de un pase más de Deep Impact o Armaggedon, en HD. Y si todo lo que los medios occidentales me cuentan forma parte del espectáculo de la información, de un nuevo capítulo de “Sobreactuación mediática en Fukushima”, como diría mi amigo Ícaro Moyano, aún me preocupo más.

El sistema. Esa es la clave. El sistema es malo, dañino, inestable, pero nadie se atreve a cambiarlo. O porque no interesa o porque no conocen alternativa.

Nadie nos va a descubrir ahora las ‘bondades’ de la energía nuclear. Nos han enseñado a depender de la electricidad, nos han ilusionado con ciudades iluminadas las 24 horas, y ahora, cuando ya no sabemos vivir a oscuras, nos recuerdan que esa luz tiene veneno. Así es el sistema y así funciona una central nuclear.

Me angustia ver cómo en Libia, la gente que se alza contra el dictador Gadafi, contra el asesino, es aniquilada mientras eso que algunos llaman Comunidad Internacional se dedica a jugar a la gallinita ciega. Nos hemos llenado la boca afirmando que el cambio en los países árabes era algo que debía tener su origen en sus propios ciudadanos, que nadie podía dirigir la historia de esos territorios si no eran sus habitantes, que nadie debía interferir en su política interior. Y cuando sus habitantes deciden poner fin a la opresión, a la injusticia, y empezar a limpiar de polvo el complejo camino hacia el progreso, cuando despiertan al monstruo que les domina y éste les ataca sin piedad, entonces descubren que están solos. Que eso de la globalización no es del todo verdad. Y, en el mejor de los casos, la ayuda consiste en bombardear. No la casa de Gadafi, que puestos a ser bestias, al menos sería una bestialidad histórica, sino a bombardearles a ellos, víctimas por ambos lados. A nadie se le ha ocurrido que hay otras maneras de impedir el horror. Sólo sabemos combatir el horror con más horror.

Y tengo que apagar la televisión. Desconectar el aparato de radio. Cerrar el periódico. Poner a hibernar el ordenador. Pero ya es tarde. Ya tengo el miedo y el dolor circulando por mis venas.

No tengo esperanza. No me importaría adquirirla en pequeñas dosis en el mercado negro. No me importaría incluso comprar esperanza adulterada si eso me hiciera ampliar mi umbral del dolor emocional ante el espanto que nos rodea. Ni siquiera dispongo de fe para consolarme ante semejante desconcierto. Solo creo en ti, en la persona, en tu capacidad de hacer la vida agradable a los demás, en tu voluntad de, cuando tienes un cuchillo en la mano, emplearlo para cortarte el filete y no para clavármelo en la espalda. Hasta ahí puedo llegar. Esa es toda mi esperanza. Y algo me hace sospechar que ni siquiera es suficiente.

Oímos hablar del cambio climático, y lo archivamos; los incontrolables arrebatos de ira de la Tierra, las inundaciones, los huracanes, y todo lo archivamos. Vemos al político corrupto pagar la fianza multimillonaria, y lo archivamos. Personas que pierden su piso al no poder pagarlo pero que, aunque el banco se quede con él, siguen debiendo la hipoteca. Y lo archivamos. Colas de desempleados y banquetes de empresarios que llaman crisis a una pequeña bajada de sus beneficios. Y todo eso, lo archivamos. Me invade la sensación de que la única salida es la reinvención de la humanidad pero para llegar a eso es necesario que antes se produzca un hecho desolador. Quizá algún día nadie pueda almacenar tanta injusticia y ese malestar se fugue, provoque explosiones de rabia y contamine a todo el planeta de esperanza. Pero no lo creo.

Prometo que he intentado escribir algo ameno, divertido, que les hiciera olvidar la realidad que nos aplasta pero, no lo he conseguido. Prometo que la semana que viene intentaré volver a bromear. Aunque para ello tenga que comprar estimulantes de curso legal en cualquier farmacia.



1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo y ademas hay una ocasión para cada momento de ánimo.
    Cuando eres gracioso eres bueno, pero cuando eres serio, eres mucho mejor ;-)

    ResponderEliminar