
Hará como tres años que me preparo psicológicamente para leer un periódico o ver un Telediario. Los índices de irracionalidad, de ira, de intransigencia, son tan altos que es difícil encontrar una noticia en la que no medie el odio, de una u otra manera. 'Israel ataca una misión humanitaria y deja nueve muertos'. 'Hallados cuarenta cadáveres en una fosa clandestina en México'. 'Hamás declara el Día de la Ira y llama a la venganza contra Israel'. '17 neonazis de 'Blood and Honour' fueron candidatos a las generales de las elecciones españolas de 2004'. 'Una nueva ley en Arizona convierte la inmigración ilegal en delito'. 'Dos mujeres que no denunciaron maltrato, asesinadas en Sevilla'. 'La izquierda abertzale rehúye pedir a ETA el cese de la violencia'. 'Grave agresión homófoba contra un joven de 22 años en Roma'. Acabo dándome una pausa. Mi paciencia emocional tiene un límite. Me cuesta comprender los mecanismos del ser humano, las razones por las que unos necesitan provocar agresiones y los motivos por los que otros deciden agredir. A estas alturas, lo dejo por imposible y busco la evasión. En mi contradicción, deseo que comience la tercera temporada de True Blood. Por si alguien no lo sabe, se trata de una serie creada por Alan Ball, el de A dos metros bajo tierra, que cuenta cómo conviven los habitantes de un pueblo de Luisiana en un tiempo en el que los vampiros reclaman sus derechos y luchan por reinsertarse en la sociedad. A ello contribuye que los japoneses hayan creado una sangre artificial que se comercializa y permite a los vampiros abandonar el mundo de las sombras, dejando de ser una amenaza para los humanos. En la primera temporada aparece una trama que me devuelve al lugar del que pretendía escapar. Algunos vampiros rechazan incorporarse a la sociedad, saben que pueden alimentarse con True Blood pero ellos prefieren seguir extrayendo el manjar del torrente sanguíneo de sus víctimas porque, de lo contrario, ¿qué sentido tendría ser vampiro? O sea, hay vampiros que tienen la opción de habitar en un mundo menos agresivo pero prefieren seguir asesinando por una única razón: está en su naturaleza. La simple idea de que los seres humanos también pudiésemos dividirnos en esos dos grupos me inquieta aún más si cabe. Doy a la pause del reproductor de DVD. Espero unos minutos. Al final regreso a la serie. Aunque me lleva un rato autoconvencerme de que todo es ficción, que los vampiros no existen y que la naturaleza del escorpión bien podría ser el título de un futuro Premio Planeta.