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sábado, 17 de diciembre de 2011

Darse cuenta

Era la típica noche de lengua suelta, de memoria activa, de copas que van y vienen, de risas en estéreo y, sobre todo, de amigos. Aunque es verdad que esa combinación puede darse en cualquier local de copas de cualquier ciudad, debo estar haciéndome mayor porque las disfruto más cuando suceden en casa. Sí, es así; entre una reunión de amigos en una casa y una reunión en un bar, hoy por hoy, prefiero la de casa.

Después de elegir el cantante en concierto por el que seríamos capaces de pagar una entrada de 700 euros, después de valorar la operación de tetas de una amiga, que dice que es el dinero mejor invertido de su vida y que a partir de ahora todo es beneficios porque ya están amortizadas, después de darnos cuenta que ninguno de nosotros se había liado con otro miembro del grupo –no pongan esa cara, no siempre se da esa combinación-, salió una de esas preguntas de seis de la mañana: “Y tú, ¿cuándo te diste cuenta de que eras gay?”

Siempre he pensado que los demás lo saben antes que uno mismo, que uno es gay incluso antes de sentir un deseo sexual por una persona de su mismo sexo pero lo bueno de este tipo de preguntas es que siempre vienen acompañadas de alguna anécdota.

Yo no sabía nada de sexo, ni de hombres, ni de morbo, cuando fui al cine con todos mis primos. Nuestros padres nos pagaron la entrada para que les dejásemos un poco en paz y allá que nos fuimos todos. Un cine próximo a la Alameda de Osuna. Creo que formaba parte de un hotel que acaban de abrir por la zona. Programa doble. La elección de las dos películas era digna de estudio: “El autobús atómico” y “West Side Story”.

Comenzó la proyección.

La primera en proyectarse fue “El autobús atómico”. La película era supuestamente una comedia. Vamos, supuestamente no; era una comedia. Mis primos se desternillaban en sus butacas cada vez que aparecía un gag en pantalla. Tampoco es que yo, a aquella edad, tuviera un humor muy cultivado pero la verdad es que la película me parecía un aburrimiento. No me hacía gracia ese autobús nuclear, ni su conductor, ni sus pasajeros, ni nada. Y eso que salía Ruth Gordon y Stockard Channing y que la peli fue precursora de "Aterriza como puedas", y con esa me reí muchísimo pero…no sé, la edad, esa cosa tan confusa. Debería volver a revisitar “El autobús atómico”, a ver cómo me lo tomo ahora. El caso es que mis primos disfrutaron muchísimo, vamos, aquello fue el no va más del disfrute,…hasta que empezó la segunda película: “West Side Story”.



Qué quieren que les diga…empecé a llorar, a ponerme en la piel de la pobre de María y el pobre de Toni, comprendiendo porqué Anita mentía a los Jets pero revolviéndome en la butaca ante la razón por la que lo había hecho, acompañando a Toni por las canchas de baloncesto gritando “¡Chino, Chino, mátame Chino!” Esa película logró que sintiera que estaba solo en el cine. Bueno, solo no; con Toni, María, Anita, los Jets y los Sharks, y la eterna música de Leonard Bernstein, que yo en ese momento no sabía ni quién era Leonard Bernstein ni Stephen Sondheim y si me apuras, ni Natalie Wood. Yo lo único que hacía era llorar como un bendito frente a aquella historia de amor con canciones y bailes mientras mis primos se aburrían como monas y me preguntaban “¿estás bien? ¿te duele algo?” Podía haberles contestado, pelín sobreactuado: “¡Sí, me duele el alma! Pero ¿qué clase de personas sois? ¿Es que no tenéis sentimientos? ¿Es que no veis que Toni y María se aman y todo su entorno está en contra de ese amor? ¿Cómo podéis quedaros así, tan tranquilos?” Claro que entonces mis primos lo mismo me hubiesen mirado fatal y al llegar a casa se lo contarían a sus padres y sus padres a los míos y…para qué adelantar acontecimientos.

El caso es que yo, ese día, me di cuenta de algo. Me di cuenta de que era diferente. Al menos en lo que a sensibilidad cinematográfica se refiere. No sé. Quizá ese dato no tenga ninguna responsabilidad en la persona que soy hoy. O quizá sí. De lo que sí estoy seguro es de que luego me pasé semanas enteras cantando Tonight, tonight. Aún hoy, ver "West Side Story" me sigue poniendo la piel de gallina.

Es un simple anécdota. Solo eso.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Calor


Me van a disculpar ustedes que no esté muy locuaz pero es que a mí el calor me aplatana, me amodorra, me provoca indolencia y apatía. Ahí es nada. Creo que el calor no es bueno, a no ser que seas una magdalena o cualquier cosa con levadura. De lo contrario, no es bueno.

Basta echarle un vistazo a las películas para darse cuenta. Siempre que tienen que ambientar una trama en un lugar agobiante, claustrofóbico, inquietante, lo hacen en un asfixiante verano. Así pasaba en La gata sobre el tejado de zinc, donde el clima no era lo único que estaba caliente; o en El corazón del Ángel o en Fuego en el cuerpo, donde recordaban que en verano aumentaba el número de crímenes; hasta en Día de furia, donde vimos a Michael Douglas, hijo de Kirk Douglas, convertido en un psychokiller por obra y gracia del calor.

Se lo digo yo: el calor es un inhibidor de la paciencia y nos alteramos con mayor facilidad que en invierno. Por eso yo intento refrescar mi ira con algún ventilador pero lo único que consigo es la modorra de quedarme viendo un programa nada interesante de televisión con tal de no levantarme a buscar el mando a distancia.

sábado, 20 de agosto de 2011

Star System



Me agota el star system. Y si me cansa el auténtico, ya ni te hablo de las imitaciones. De esos encumbramientos que se sustentan más en la última reunión de tal empresa de publicidad y el representante de turno que en la realidad que, desde el Hollywood de los años 30, no es otra que asegurar el éxito de las películas. Pensarás que si me irrita eso es porque he abandonado la medicación, pero no.

Desde hace meses, casi años, paso frente a un kiosco de prensa y, echando un vistazo a las revistas expuestas, me doy cuenta que hay alguien interesado en implantar un star system nacional que no se soporta ni aumentando las dosis de alcohol en sangre.

Paz Vega, posando desnuda y cubierta por unos 6.000 cristales de Swarosvski; Penélope Cruz y Cayetano Rivera Ordóñez en el Vogue americano, Antonio Banderas y Melanie en Vanity Fair...¿Es que nadie se ha dado cuenta que nada de eso asegura que una película protagonizada por Paz, Penélope o Antonio sea un éxito de taquilla? No recuerdo qué actor -tómalo como una lección de humildad para el colectivo de la interpretación- comentó en una ocasión que en España había tanto personajillo y tanta revista del corazón porque la gente no conoce a los actores de cine. Y no los conoce porque no hay una filosofía de promoción de las películas. En las colas del súper, nadie habla de Penélope, ni de Bardem, ni de Paz Vega, que se marchó a Los Angeles a relanzar su carrera cuando ni siquiera es una actriz sólida en su país.

En las calles se habla de Belén Esteban, de Rosa Benito y de la boda de la Duquesa de Alba. Según ese actor, eso sucede porque la televisión prefiere promocionar a estos ‘personajes’ que a los actores y actrices que sí tienen un trabajo que vender. Con esa excusa, bastante simplona, aquel actor aprovechaba para reivindicar la necesidad de crear un star system español. Lo tremendo es que algunas ya creen formar parte de esa ilusión que, si bien les facilita portadas en revistas de moda en las que salen guapísimas -y en prensa del corazón, que no se puede tener todo-, no asegura la taquilla de su última película. Que se lo pregunten a Ray Loriga, director de Paz Vega en Teresa, el cuerpo de Cristo. A quien me gustaría ver a mí en portada es a la persona capaz de crear un star system con estos mimbres.

martes, 31 de mayo de 2011

Primer propósito de Año Nuevo

Flashback.


Últimamente me tengo preocupado. Soy víctima de un desvelo espiritual. Quizá por eso he borrado el primer puesto de mi lista de propósitos del año nuevo, que curiosamente es la misma que hace dos años, y he incorporado una novedad: quiero ser mejor persona. Todo tiene que ver con una noticia que me encontré en una columna aislada de un periódico. ‘Un estadounidense ha sido detenido por disparar a un individuo en un cine, durante la proyección de una película, porque éste no se callaba y jugaba a tirar palomitas’. Y ahora viene el motivo de mi desvelo y mi propósito: comprendí al agresor.


Es una sensación incómoda. Como si mi Jekyll fuera consciente del Hyde que lleva dentro, reprimido, y se aterrorizase de sí mismo. Vamos, carne de psicoanalista. “¿De verdad que nunca has tenido el deseo de tirotear al típico imbécil que habla en el cine, que hace ruido con la comida, que se ríe a destiempo para llamar la atención?”, le dije a Marta. Ella cree que, como le pasaba al personaje de la obra de Stevenson, nos estamos volviendo misántropos. “Pero, si a mí siempre me ha gustado conocer gente”, contesté. “Ese es el proceso natural. Primero conoces a la gente y luego te haces misántropo”, aclaró Marta. “Pero en lugar de ir pegando tiros por la ciudad a todos los maleducados quizá sería más adecuado construirte una casa en las afueras”. Tal vez tenga razón. Tal vez lo mejor sea abandonar a los contemporáneos a su suerte y convertirme en un anacoreta –sin penitencia alguna-. Aunque estoy convencido que, desde mi lejano refugio, seguiría pensando porqué es tan difícil disfrutar de una película en el cine.


Sospecho que la respuesta esté en la necesidad de complementar el respetuoso visionado de un filme transformando las salas de proyección y exhibición en una especie de parque temático donde uno pueda comer nachos (¡¡¡nachos en un cine!!) y por su puesto comentar la película. Luego les extrañará que haya tipos con cámaras grabando lo que se proyecta en pantalla para luego venderlo en el top manta. A mí, esos me merecen más respeto que el individuo que habla y contamina la proyección. Al menos el que graba está en silencio y me permite amortizar los 7 eurazos que cuesta la entrada. No creo que los cines sean lugares en los que cualquiera pueda comportarse como si estuviera en una bolera. Y que los empresarios se sometan al placer de la masa no me parece la mejor manera de evolucionar. A mí la masa solo me gusta en la pizza.


“¿Tú crees que el tipo que recibió el disparo volverá a hablar en un cine?”, pregunté. Marta me miró asustada. “Yo creo que no”, añadí. “¿Sabes? Creo que la violencia está infravalorada como método educativo”. Y Marta me pidió hora en el psicoanalista. Ya tengo un segundo propósito para el año nuevo.


sábado, 13 de noviembre de 2010

La sesión de las cuatro


¿Recuerdas cómo los indios fueron relegados a una reserva de la Historia en favor de los vaqueros, más numerosos y más prepotentes? ¿O cómo en Es Trenc, playa mayoritariamente nudista de Mallorca, los ‘textiles’ han ido ocupando terreno hasta obligar a los naturistas a caminar y caminar y caminar para encontrar esa zona de arena en la que poder desprenderse del bañador sin ser objetivo de miradas indiscretas? Pues eso mismo me está pasando a mí -y a cinco más- cada vez que queremos ir al cine. Si el hombre es un animal para el hombre, la fauna que puebla las salas de proyección está compuesta por auténticos depredadores. Amparándose en la libertad de acción que permite el ser parte de la mayoría, un ejército compuesto por individuos de todas las edades, razas, religiones, estatus social y preferencia sexual irrumpe en el patio de butacas con un cargamento de palomitas, patatas fritas, refrescos y gominolas que a uno le hace dudar si conocen la existencia de los bares y restaurantes, espacios creados para que uno coma y converse con sus amigos tranquilamente ANTES o DESPUÉS de entrar en el cine. Pero no, ellos son aficionados al DURANTE; comen durante la proyección, charlan durante la proyección y contestan al móvil durante la proyección. Como cada vez son más, actúan con una seguridad en sí mismos que ya quisiera yo en mis primeras citas. En mi finita paciencia, he llegado a aceptar que si compro una entrada para Imparable, entre grito y grito, con una banda sonora retumbante, apenas escucharé el sonido de la mano rebuscando la última palomita en el fondo del envase de cartón. Pero aún no he llegado a comprender qué extraño impulso empuja a adquirir todo tipo de objeto comestible -envuelto en celofán, que eso me pone...- para sentarse a ver Pan Negro,Copia certificada o Carancho. Por eso, como los indios en el oeste americano, como los nudistas en Es Trenc, me fui arrinconando, alejando de las salas adjuntas a lugares de ocio juvenil, y convirtiendo la sesión de las 4 en mi reserva particular. Éramos pocos pero sabíamos que para ver una película bastaba con nuestros sentidos y algo de silencio. Pero sospecho que la gran mayoría hambrienta nos ha localizado.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Que están en los cielos

Amigo, he comprobado que los que tenemos la medicable tendencia a admirar exageradamente, desarrollamos una curiosa relación con la ausencia. Un rasgo fundamental del mitómano es no tener contacto alguno con la persona a la que idolatra. De lo contrario, la ilusión daría paso a la realidad; el mito se transformaría en carne, con todos sus miedos y miserias, y la admiración se desvanecería como el agua que se escurre entre las manos, que diría el compositor Manuel Alejandro. Y en ese entorno solitario, los mitómanos aprendemos a relacionarnos con la mayor de las ausencias: la muerte. Estamos rodeados de muertos, convivimos con ellos, como el niño de El sexto sentido. Ignoro si ellos son conscientes de su fuga, de su ‘no ser’ y su ‘no estar’, pero me hacen compañía. “Adivina quién viene a cenar esta noche”, me dice Katherine Hepburn. Bromeo con Marilyn, converso con Marlon (que tiene el detalle de venir a verme con el look de Kowalski) y Judy canta mientras me afeito. Los sigo admirando porque nunca dejaron de manifestarse. Lo hacen a través de nuevos soportes digitales porque, como me explicó una vez Billy Wilder, “el cielo es la hostia. Tienen todos los avances tecnológicos”. La otra tarde, un amigo me contó que la mayoría de las risas grabadas de las series americanas de televisión se registraron a principios de los 50. O sea, pensé, que la gente que escucho reír cuando veo capítulos de Las chicas de oro o de Friends, ya está muerta. Y sin embargo, se ríen con ganas. Hasta me contagian su carcajada. Eso reafirmó mi teoría de que los muertos están por todas partes, en nuestro día a día, y que un mitómano como yo aprende a vivir rodeado de ese tipo de ausencias, porque, ante todo, son la esencia de su ser. Esta semana me encontré con el maestro Robert Altman y con el genial Philippe Noiret. Nos sentamos a ver Gosford Park y Cinema Paradiso. Lo pasamos bien. Hasta lloriqueamos un poco cuando el personaje de Noiret muere en la peli. Pero los tres sabíamos que el cine es mentira. ¿O no? Ya lo decía mi abuela: “A los muertos no hay que tenerles miedo. Es a los vivos a quienes debes temer”.

sábado, 5 de junio de 2010

Anne Bancroft


Mañana, día 6 de junio, hará cinco años que murió Anne Bancroft. Y este fue el obituario que escribí en la revista Fancine en aquel momento:


Quizá porque hay días en los que pensamos que uno de los condicionantes de la calidad de vida pasa por serle fiel a la ignorancia; quizá porque mantenernos desinformados nos hace creer que vivimos en un mundo perfecto; quizá por que uno se empeña tanto en desconocer la realidad que subestima el sobresalto, un mal día, cuando menos te lo esperas, frente a un plato de pasta, alguien alude a la muerte de Anne Bancroft. Si usted, lector, es un habitual de esta sección, digna de titularse A dos metros bajo tierra, sabrá que si algo caracteriza a este humilde enterrador es la mitomanía. Puede imaginarse, pues, el número que continuó a la sorprendente noticia, reacción que yo achaqué a un maldito tallarín.

“Todos nos hemos sentido alguna vez como el Benjamín Braddock de El graduado”, me dijo un amigo. Y descubrí que yo no. Yo siempre me había sentido como la sra. Robinson, algo que, entre otras muchas cosas, me hacía bastante más mayor que mis conquistas y remarcaba mi satisfactorio vínculo con el Martini. Por eso, Anne Bancroft formaba parte de mi olimpo cinematográfico. “¿Puedes dejar por un instante de hablar de ti y dedicarle unas palabras a una de las actrices más importantes del siglo pasado?”, me apuntó mi amigo. Y le contesté que no. Que el mejor homenaje que se le puede hacer a una grande es revivirla a través de sus películas. Correr hacia la videoteca y buscar su temperamento tras los movimientos de la Anna Sullivan que le proporcionó un Oscar en 1962; escuchar su voz intensa en Buenas noches, madre; sonreír frente a su mirada traviesa en Trilogía de Nueva York; y emocionarse asistiendo a ese duelo de actrices que es Agnes de Dios –junto a Jane Fonda y Meg Tilly-. Sus interpretaciones siempre estaban a la altura del producto y, en ocasiones, por encima, como sucede con Jesús de Nazaret de Franco Zzzzzzzeffirelli, Grandes esperanzas o A casa por vacaciones, de Jodie Foster. Su magnetismo atravesó los lentes de las cámaras de Jacques Tourneur (Nightfall), John Ford (7 mujeres), Herbert Ross (Paso decisivo) y David Lynch (El hombre elefante) y fue una de las primeras en sentarse en la silla del director, en 1980, con Fatso, basada en una obra suya.

A algunos nos llevó un tiempo entender cómo una gran dama de la interpretación podía compartir su vida con Mel Brooks, un cómico de mal carácter con quien rodó el remake de Ser o no ser, de Lubitsch.

La respuesta quizá esté en que el sentido del humor sea una de las formas más elevadas de inteligencia; quizá porque una grande sólo puede estar al lado de un hombre que le haga reír; quizá porque añore, desde el cielo de las estrellas, la sonrisa en los homenajes; quizá porque ella sabía, mejor que nadie, que el 6 de junio, por sorpresa para algunos, las marquesinas de los teatros de Broadway atenuarían sus luces mientras un tipo corriente, emocionado en tristeza, se pelearía con un tallarín en un restaurante de Palma.