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lunes, 20 de septiembre de 2010

Que están en los cielos

Amigo, he comprobado que los que tenemos la medicable tendencia a admirar exageradamente, desarrollamos una curiosa relación con la ausencia. Un rasgo fundamental del mitómano es no tener contacto alguno con la persona a la que idolatra. De lo contrario, la ilusión daría paso a la realidad; el mito se transformaría en carne, con todos sus miedos y miserias, y la admiración se desvanecería como el agua que se escurre entre las manos, que diría el compositor Manuel Alejandro. Y en ese entorno solitario, los mitómanos aprendemos a relacionarnos con la mayor de las ausencias: la muerte. Estamos rodeados de muertos, convivimos con ellos, como el niño de El sexto sentido. Ignoro si ellos son conscientes de su fuga, de su ‘no ser’ y su ‘no estar’, pero me hacen compañía. “Adivina quién viene a cenar esta noche”, me dice Katherine Hepburn. Bromeo con Marilyn, converso con Marlon (que tiene el detalle de venir a verme con el look de Kowalski) y Judy canta mientras me afeito. Los sigo admirando porque nunca dejaron de manifestarse. Lo hacen a través de nuevos soportes digitales porque, como me explicó una vez Billy Wilder, “el cielo es la hostia. Tienen todos los avances tecnológicos”. La otra tarde, un amigo me contó que la mayoría de las risas grabadas de las series americanas de televisión se registraron a principios de los 50. O sea, pensé, que la gente que escucho reír cuando veo capítulos de Las chicas de oro o de Friends, ya está muerta. Y sin embargo, se ríen con ganas. Hasta me contagian su carcajada. Eso reafirmó mi teoría de que los muertos están por todas partes, en nuestro día a día, y que un mitómano como yo aprende a vivir rodeado de ese tipo de ausencias, porque, ante todo, son la esencia de su ser. Esta semana me encontré con el maestro Robert Altman y con el genial Philippe Noiret. Nos sentamos a ver Gosford Park y Cinema Paradiso. Lo pasamos bien. Hasta lloriqueamos un poco cuando el personaje de Noiret muere en la peli. Pero los tres sabíamos que el cine es mentira. ¿O no? Ya lo decía mi abuela: “A los muertos no hay que tenerles miedo. Es a los vivos a quienes debes temer”.

sábado, 3 de julio de 2010

Las noches espontáneas

Siempre he defendido la comunión del ocio. Pocas sensaciones se pueden igualar a la que se desata cuando un grupo de amigos se reúne y estalla la carcajada. Es como sí la física y la química de las relaciones humanas creasen unas partículas que, al chocar unas con otras, provocasen una descarga eléctrica de felicidad. La energía que desprende esa sucesión de emociones nos hace sentir tan bien que buscamos desesperadamente su repetición, provocándola si es preciso. Pero ahí reside la magia de ese instante; en que no se puede prever. Si es verdad aquello de que al lugar en que fuiste feliz, no debieras tratar de volver, quizá tendríamos que dejarlo todo en manos de la espontaneidad. Y ahí es donde quería llegar. Los amigos coincidimos el lunes en nuestro local favorito. No habíamos quedado, simplemente la casualidad nos reunió allí. Al día siguiente teníamos que trabajar así que nos prometimos una copa y retirada. Sin embargo, todo a nuestro alrededor indicaba que la descarga de felicidad estaba a punto de producirse. ¿Qué hacer en esos casos? ¿Asumir el peso ingrato de la responsabilidad o dejar rienda suelta al disfrute? El Sistema -con mayúsculas, el mismo que dirige nuestras vidas y nos empuja a contratar una hipoteca, a organizar nuestra vida en base a horarios, plazos e impuestos- no tolera la espontaneidad. Según vamos sumando velas a nuestras tartas, notamos como el entorno considera apropiado que los actos originales, casi instintivos, sean reemplazados por pensamientos reflexivos, por emociones controladas, por altas dosis de sentido común. Digamos que el Sistema exige a los individuos que componen su engranaje actitudes que él no tendrá jamás. “Es lo que Foucault llamaba el imperativo de la normalidad”, añadí. “¿Quién?”, preguntó Emma, frunciendo el ceño. “El de los chocolates”, contestó Encarna. Al notarse juzgada por varios pares de ojos, Encarna se explicó. “El de los chocolates Foucault. ¿No lo habéis probado? Se suele emplear para cubrir tartas y bombones”. “Fondant”, dijo Marta, muy serena. “El chocolate se llama fondant”. Y Encarna rompió en una carcajada contagiosa que nos acompañó hasta las 6 de la madrugada. Adoro las noches espontáneas. Al día siguiente no éramos seres pero asumimos nuestro malestar general sabiendo que la verdadera libertad reposa en la espontaneidad.

viernes, 18 de junio de 2010

Amigos




Me he despertado y he sonreído. Hoy cumple años una amiga y aunque no puedo asistir a su fiesta de aniversario -creo que siempre hay que celebrar los cumpleaños; de hecho opino que hay que festejarlo todo en esta vida-, el primer pensamiento del día ha sido para ella. Solo hay una cosa más importante que el amor, y esa es la amistad. Puede que suene cursi pero el que lo probó, lo sabe. No voy a ir de moderno. Creo que ya fueron los griegos los que especularon sobre si la amistad era más necesaria en la prosperidad o en el infortunio. Mi madre siempre ha acuñado esa máxima de que “para una fiesta, todo el mundo está dispuesto, pero cuando vienen las vacas flacas, todos desaparecen”. Yo le decía que esa era una mentalidad de posguerra; que esos años les había hecho grises, desconfiados y bastante reprimidos a todo lo que destilase placer. Entonces ella me miraba, pensando que convertir a su hijo en alguien de provecho era una batalla perdida, y yo le guiñaba un ojo, que eso la desarma. Volviendo al tema, nunca he comprendido esa necesidad de valorar a los amigos por el número de desgracias que comparten contigo. Confío en la hermandad de la fiesta, en los lazos de la risa, en los vínculos de la felicidad. Creo que a los amigos hay que apreciarlos por el número de juergas, de demostraciones de felicidad que habéis compartido. Los buenos ratos son los que forjan los pilares de la amistad, la manera más noble de abrazarlos. Precisamente esas risas juntos son las que hacen que estén presentes cuando asaltan las lágrimas, y no al revés. La atenuación de los disgustos importa poco y quizá por eso todos huímos de la idea de ser objeto de pena para los amigos. Lo que deseamos es el placer, a veces auxiliador, que provoca su sola presencia. Lo que te contaba: me he despertado y he sonreído. Luego he pensado que me conformaría con que, en algún minuto de la fiesta, alguien echase de menos un buen dj. Aunque fuera ‘virtual’.




miércoles, 2 de junio de 2010

No pienso ahorrar en risas


El otro día, mientras me dejaba lobotomizar por la tele, llegué a pensar que existe una red internacional dispuesta a acabar con la especie humana tal y como la entendemos ahora. Creo que cada noticia, cada titubeo del Gobierno, cada mordisco de la oposición, cada decisión de la sacrosanta Unión Europea, sólo tiene un objetivo: acabar con nuestra seguridad, con nuestra ilusión y con nuestra paciencia. Tengo la impresión que todos estamos algo perdidos, abandonados a nuestra suerte y acosados por un Humo Negro cuyo único objetivo es apagarnos la luz y quitarnos el tapón del desagüe de la bañera. Cuando se habla de jubilarse más tarde, de congelar pensiones, de bajar los sueldos,…se está hablando de la desnutrición del estado del bienestar. Y mientras pensaba todo eso, en la tele se celebraban las semifinales del Festival de Eurovisión, con Grecia dando saltos de alegría porque había pasado a la final. Y alguien a mi alrededor dijo: “Pues si hay tanta crisis, si hay que ajustarse el cinturón, ¿por qué no empezamos ahorrándonos ese festival que es una chorrada?" Entonces lo vi claro. Cuando ellos hablan de austeridad, de ahorro, se refieren a que van a recortar de donde más nos duele: de nuestra capacidad de ser felices, de nuestra ilusión y de nuestro divertimento. Todo es indispensable menos el ocio. Cualquier actividad que conlleve una risa, un salto, una diversión, está mal vista en estos tiempos. Hay que ahorrar. Y no se dan cuenta que cuando un país está totalmente perdido es cuando deja de reír, cuando deja de divertirse. Prefiero que ahorren en aviones de combate, en coches oficiales o en dietas de políticos viajeros y que nos dejen reír en paz. Que como nos toquen mucho las narices, lo mismo nos vamos al bando del Humo Negro y…quien sabe si nos da por ser ‘insolidarios’ e iniciar una campaña tipo “Esto que lo arreglen los que lo jodieron” y nos quedamos más anchos que largos. Que bastante paciencia estamos teniendo…