sábado, 3 de julio de 2010

Las noches espontáneas

Siempre he defendido la comunión del ocio. Pocas sensaciones se pueden igualar a la que se desata cuando un grupo de amigos se reúne y estalla la carcajada. Es como sí la física y la química de las relaciones humanas creasen unas partículas que, al chocar unas con otras, provocasen una descarga eléctrica de felicidad. La energía que desprende esa sucesión de emociones nos hace sentir tan bien que buscamos desesperadamente su repetición, provocándola si es preciso. Pero ahí reside la magia de ese instante; en que no se puede prever. Si es verdad aquello de que al lugar en que fuiste feliz, no debieras tratar de volver, quizá tendríamos que dejarlo todo en manos de la espontaneidad. Y ahí es donde quería llegar. Los amigos coincidimos el lunes en nuestro local favorito. No habíamos quedado, simplemente la casualidad nos reunió allí. Al día siguiente teníamos que trabajar así que nos prometimos una copa y retirada. Sin embargo, todo a nuestro alrededor indicaba que la descarga de felicidad estaba a punto de producirse. ¿Qué hacer en esos casos? ¿Asumir el peso ingrato de la responsabilidad o dejar rienda suelta al disfrute? El Sistema -con mayúsculas, el mismo que dirige nuestras vidas y nos empuja a contratar una hipoteca, a organizar nuestra vida en base a horarios, plazos e impuestos- no tolera la espontaneidad. Según vamos sumando velas a nuestras tartas, notamos como el entorno considera apropiado que los actos originales, casi instintivos, sean reemplazados por pensamientos reflexivos, por emociones controladas, por altas dosis de sentido común. Digamos que el Sistema exige a los individuos que componen su engranaje actitudes que él no tendrá jamás. “Es lo que Foucault llamaba el imperativo de la normalidad”, añadí. “¿Quién?”, preguntó Emma, frunciendo el ceño. “El de los chocolates”, contestó Encarna. Al notarse juzgada por varios pares de ojos, Encarna se explicó. “El de los chocolates Foucault. ¿No lo habéis probado? Se suele emplear para cubrir tartas y bombones”. “Fondant”, dijo Marta, muy serena. “El chocolate se llama fondant”. Y Encarna rompió en una carcajada contagiosa que nos acompañó hasta las 6 de la madrugada. Adoro las noches espontáneas. Al día siguiente no éramos seres pero asumimos nuestro malestar general sabiendo que la verdadera libertad reposa en la espontaneidad.

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