Pienso que el sistema, ese del que todo el mundo habla como si fuera una especie de divinidad que aunque pueda cuestionarse es indispensable, ha creado una generación, o varias, de monstruos instigados por la ambición. Durante años hemos pensado que la ambición era positiva, actuaba de incentivo, impulsaba a las personas que deseaban cambiar su entorno, viendo oportunidades donde los demás veían obstáculos. Una persona sin ambición es una persona que no progresa, que no innova, que no interesa. Y salvando los matices, así lo hemos creído. Sin embargo, esta semana, delante de un capítulo de la serie The Wire –tengo que perderme por la Fnac y comprarme el resto de temporadas que me quedan- descubrí una nueva perspectiva de la humanidad. A estas alturas, uno ya sabe que las verdaderas lecciones no están en los libros de texto. En la serie, en plena trama de drogas, su protagonista, el agente McNulty, se rebela al comprobar que si la mitad de la oficina del fiscal no quisiera ser juez, ni socia de un bufete, y tuvieran el valor de acabar las cosas, los malos serían juzgados y condenados. Eso me hizo pensar en la ambición como un motor que mueve el mundo, pero que lo mueve en la dirección equivocada. El sistema nos ha educado en la ambición y no cuestionamos nada porque una virtud no se cuestiona. Pero quizá no sea exactamente así. Tal vez nuestro deseo de llegar más lejos, de disfrutar mejores puestos, de ganar más dinero, no sólo puede convertirnos en seres despiadados con nuestros compañeros sino que puede transformarnos en individuos sospechosamente amables con nuestros superiores, tipos nada incómodos al poder y a los que tener en cuenta cuando hay despachos que ocupar. Incluso diría que la mayor parte de los ambiciosos aceptan ese segundo rasgo con más firmeza que el primero. El abogado quiere ser ayudante del fiscal, el ayudante del fiscal quiere ser fiscal, el fiscal quiere ser juez y el juez, senador. “Todo el mundo tiene un puto futuro por delante”, grita el agente McNulty en plena calle. Nadie acude a la sencilla fórmula talento/valía=recompensa y eso envicia la operación. Tal vez la sociedad funcionase mejor si no tuviésemos tanta ‘ambición’. O al menos, si no aceptásemos su protocolo tan silenciosamente. Creo que ya estoy preparado para escribir libros de autoayuda. Me siento un poco Alex Rovira. Y todo este caos me asalta la semana en la que se hace oficial que La Transversal, el programa que dirijo y presento en RNE, desaparece de la parrilla. Al mismo tiempo, me ofrecen dos propuestas: una en Radio 3 y otra en Radio 5. También me ofrecen hacer una 'pequeña transversal' de diez minutos dentro del programa que me va a sustituir. Esa propuesta la rechazo de inmediato por sentido común y, las cosas como son, un poco de dignidad. No sé qué hacer con las otras dos opciones. Si acepto las dos ¿puede denominarse ambición? Si es así, ¿soy peor persona? Creo que no pero me sobrecoge pensar que tenga que reírle los chistes a mis jefes hasta el día en que firme el contrato.