domingo, 26 de diciembre de 2010

La ley Sinde

Cuando una ley deja de identificarse con su nombre oficial y pasa a conocerse popularmente con el apellido del ministro que la respalda, tiendo a pensar que algo va mal. Ya sucedió con la Ley Corcuera y ha vuelto a suceder con la Ley Sinde. Imagino que yo, que comparto profesión con la ministra, debería pensar que esa ley que tumbó el Congreso el martes pasado me defendía. Si era así, ¿por qué no tuve esa sensación? La Disposición Final Segunda de la Ley de Economía Sostenible hablaba de proteger a los creadores. Mi impresión es que no se refería a todos los creadores sino a los rentables. Entonces, ¿por qué lo llaman cultura cuando quieren decir negocio? Además, hablamos de la industria de la cultura y el entretenimiento, que aquí parece que todo es contenido cultural y me gustaría saber a mí qué conocimientos genera Fast and Furious 5. Pero aún así, me tragaría mi complejo de ‘poco rentable’ y apoyaría una norma que, aunque sea a largo plazo, algún día me pudiera proteger. Y me encuentro con que se iba a crear una Comisión (¡¡miedito!!) para que decidiese si una web vulneraba derechos de propiedad intelectual o no. Y para colmo, como la justicia es lenta, íbamos a tener una vía rápida para no soportar largas esperas. Como si, cuando te pones malo y vas a urgencias, los médicos tuvieran la obligación de atenderte a ti primero porque eres un ‘creador’. Y se me abrieron las carnes de sólo leerlo.

Gracias a leyes de este tipo y a la colaboración de algunos empresarios de la industria cultural, los mismos que me pagan mucho menos por mi guión porque me dicen que el resto lo voy a cobrar en derechos de autor, acabaremos teniendo a la opinión pública en contra. Si a todo el mundo le pareció indignantes las exigencias de un controlador aéreo después de conocer su nómina, ¿con qué cara se defiende que Alejandro Sanz o Warner Music quieran seguir recaudando dinero por un disco ya amortizado? Podría intentar defenderlo pero la Ley Sinde no me lo ponía fácil.

Mucha de la gente que me rodea no tiene nada que ver con mi universo laboral. Todos, de una manera u otra, han tenido que ajustarse el cinturón en sus empleos. Algunos incluso han sufrido en sus carnes una reconversión industrial que les cambió la vida. Y ahora llegan los poderosos de la industria del entretenimiento (en la Coalición de Creadores no están los grupos que cuelgan su música en myspace, ni yo, que ‘guardo’ mis textos en un blog) y les dice que aún no han ganado suficiente. Que aún hay que ganar más. Todos sabemos que no está en peligro la música, ni el cine, ni la literatura; está en peligro un modelo de negocio porque existe una realidad, llamada Internet, que no va a cambiar, por mucha ley que intentemos colar de tapadillo.

Me alegra que no se haya aprobado esta ley y que esto sirva para reabrir un debate en la sociedad. Por supuesto que los creadores deben cobrar por su trabajo. Eso nadie lo discute. Por supuesto que hay que desterrar la idea del ‘gratis total’. Pero tenemos unos políticos tan mediocres que en lugar de potenciar la creación de nuevas plataformas para los productos audiovisuales (¿quién se descarga música desde que existe Spotify?), en lugar de animar a las distribuidoras y productoras de cine a que cuelguen sus catálogos en una web, con calidad y a un precio razonable (en iTunes puedo ver Origen, eso sí, en versión doblada, por 3 euros), se dedican a prohibir. La manera más sencilla de hacer política y la menos pedagógica.

Los grandes empresarios de la cultura, no los creadores, son como los individuos que compran muchos pisos y luego viven de las rentas que les generan esos inmuebles. Lícito,...pero yo a eso no lo llamo cultura. No soy Alejandro Sanz, ni Joaquín Sabina, ni Ruíz Zafón, ni Almodóvar; soy un creador de la parte de abajo del montón. Mentiría si dijera que no sueño con llegar a donde han llegado ellos, a que mi obra tenga mucha más repercusión y difusión, pero, de momento, me conformo con vivir de mi trabajo y quiero seguir haciéndolo. Pero si hay que educar a la sociedad y quitarle el vicio de la descarga (y para eso hay que crear alternativas) también hay que aleccionar a la industria. No es lo mismo grabar una película en la sala de cine, convertirla en un link y comerciar con ella en una web que tener un blog sobre el cine español del siglo XX y colgar escenas de las películas de las que se habla. Con la Ley Sinde en la mano, se podrían cerrar las dos páginas. Pero para mí, como creador, una podría vulnerar mi propiedad intelectual pero la otra, bajo ningún concepto. Ya he dicho muchas veces que no entiendo una cultura que sólo pueda emplearla quien puede pagarla, porque eso no es cultura; es un Rolex. Me niego por completo a aceptar que una comisión, a la que únicamente le preocupa el dinero que va a dejar de ingresar, decida sobre si algo altera mi propiedad intelectual o no. Nada me enorgullece más que ver cómo mi trabajo tiene miles de visitas en Youtube, como se enlazan mis textos en las redes sociales o cómo la gente emplea frases que yo he escrito y que ya forman parte de su vocabulario. Para mí, eso tan contagioso y permeable es cultura. ¿O es que los usuarios de Facebook, Tuenti o Twitter van a tener que cobrarle a la industria cultural la labor que están haciendo al promocionar canciones, videoclips, películas o programas de televisión en sus muros? Hay que permitir que los creadores vivan de su creación pero que su producto pueda viajar por la red, difundirse, porque así, tendremos más trabajo. Y si para eso hay que cambiar la Ley de Propiedad Intelectual, pues se cambia.

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