sábado, 1 de mayo de 2010

Después de tantos desencantos


En 1976, en plena España tardo-franquista, el director de cine Jaime Chávarri rodó un documental sobre la viuda y los tres hijos del poeta Leopoldo Panero. En ese trabajo se podía intuir la decadencia del régimen representado en una familia burguesa del franquismo que vive de la apariencia, la hipocresía, la mentira, la locura, el escándalo, el fracaso, el exceso,… El documental se titula El desencanto y marcó a toda una generación que, posiblemente hoy, maldiga a la familia Pajares cuando expone sus miserias en un plató de televisión. Parece lo mismo pero los tiempos y la intención, no lo son. Creo que en los ojos, en las miradas de la gente corriente, en las historias personales y familiares que se esconden en cada casa, se puede sospechar el estado de salud de una sociedad e, incluso, de un país. Escribo esto porque tengo la impresión de que ha vuelto el desencanto. Nos ha durado poco la alegría, menos la esperanza y menos aún la confianza. La gente camina por la calle con gesto melancólico. No hay cena o reunión en la que no se deje entrever el rostro de la decepción. Hemos sumado tantos desencantos que pedirnos un voto de confianza es una crueldad. Hay quien apunta que el Gobierno está buscando una cabeza de turco para entregarla al pueblo como salvoconducto ante el despropósito de su gestión de la crisis. Pero es que al pueblo…al pueblo ya nos da igual. ¿Qué más nos da que nos anuncien que hay otra vida mejor si ya no creemos en Dios? En los tiempos que corren, confiar en la clase política es un ejercicio de ingenuidad abofeteable. Cualquier familia española, de clase media, podría ponerse delante de una cámara, abrir su intimidad y demostrar que su tristeza, que su apariencia, no es otra cosa que el reflejo de un tiempo y de un país.

Y cuando salgo a la calle, ese lugar en el que la mayoría empezamos a disimular, me encuentro con Alberto Ruíz Gallardón, su mujer, Mar Utrera, y el perro. Ser vecino de barrio del alcalde de Madrid te invita a asistir a estampas cotidianas como esa. No es la primera vez que veo a Gallardón paseando al perro, rodeado de guardaespaldas. Pero sí es la primera vez que veía cómo un matrimonio mayor, con aspecto de vivir de una sencilla pensión, paraba al alcalde y a su esposa para tocarlos y decirles lo mucho que les admiraban, lo mucho que les valoraban y lo mucho que les votaban. Y yo, con mi desencanto a cuestas. Fue entonces cuando Mar Utrera, imagino que cansada de los elogios repetitivos, decidió poner fin a la conversación y empezó a caminar. Entonces, la señora, sin soltar el brazo de Gallardón, se giró hacia su mujer y gritó: “Señora, venga aquí. No se marche. Que le estamos hablando”. La mujer regresó con una medio sonrisa, Gallardón demostró que era más centrista que nadie y yo me marché calle abajo, que los guardaespaldas ya me miraban mal. Cada uno tiene su votante. Los de Gallardón, mantienen la disciplina de partido y el carácter ‘ordeno y mando’ hasta en la calle. Los de Zapatero, se desencantan y van raspándose los nudillos contra los muros de la ciudad, como hacía Juliette Binoche en Azúl, la película de Kieslowski en la que una mujer apenada se enfrentaba a tiempos difíciles, a la reconstrucción de una vida maltrecha, con unas herramientas que ni ella misma sabía que tenía.

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