sábado, 11 de septiembre de 2010

Normalidad variable

Todo ha vuelto a la normalidad. Supongo que el ser humano necesita que sea así. Enfrentarse a los cambios, desde su dimensión más cotidiana hasta la más exclusiva, es tan inquietante como irse de vacaciones con un conocido. En principio, nada tendría que salir mal; os caéis bien, os reís juntos y hasta puede que tengáis gustos y aficiones comunes. Sin embargo, el desafío está en aceptar ese viaje sabiendo que, a pesar de eso, podéis acabar hasta el gorro el uno del otro en cuestión de 72 horas. Sé que hay personas que consideran que ahí reside el atractivo del riesgo. Pero también sé que eso no hay cuerpo humano que lo aguante. Y menos a las 8 de la mañana. Por eso creo que nos gusta volver a la normalidad, aunque sea con la boca pequeña.

Llevo más de un mes cruzando por el paso de cebra más grande de España y ni me había dado cuenta. Cosas de la normalidad. Somos tantos peatones que con dificultad uno puede llegar a intuir que está cruzando sobre veinticinco metros de franjas blancas. El lugar se encuentra en la Gran Vía, entre las calles Montera y Fuencarral. La próxima vez que lo pise, me fijaré más.

La ciudad es paliativa, aunque muchas veces ella misma se inflinja dolor. De esa manera recorremos sus calles, doblamos sus esquinas, cruzamos sus avenidas, sin mirarla siquiera, como aletargados, enfrascados en nuestros pensamientos o hablando por el móvil sin necesidad, como una manera de matar el tiempo entre el punto de partida y el destino. Resulta imposible imaginar que nuestra sociedad vivió sin teléfono móvil alguna vez. ¿Les he contado que Madrid es la ciudad española en la que más gente habla sola por la calles? Ya se lo explicaré otro día. Nos olvidamos de los detalles, de la belleza de lo cotidiano, de mirar hacia arriba y ver cómo acaban esos edificios frente a los que pasamos cada día. Un alboroto me empuja fuera de mis pensamientos. Se trata de un estreno de cine. La normalidad ha vuelto a la Gran Vía. Mientras me acerco pienso que el glamour ya no es lo que era; que esa supuesta sofisticación de los estrenos y los cócteles se ha convertido en una cita tremendamente ruidosa y el ruido no es elegante. Estrenan Lope, una película sobre Félix Lope de Vega dirigida por un realizador brasileño. Me gusta la globalización, aunque a veces no entienda muy bien lo que significa. En el reparto, Alberto Amann, Pilar López de Ayala y Leonor Watling. Me sorprende que en un estreno lleno de rostros diversos y populares tipo Juan Diego, Luis Tosar, Boris Izaguirre, Susana Griso o Jorge Drexler (pareja de Leonor Watling y autor de la banda sonora), la mayor expectación la despierte César Cabo. Sí, el portavoz de los controladores aéreos; ese hombre que durante todo el verano ha intentado hacernos comprender que cobrar 300.000 euros al año no significa que no tenga derecho a quejarse. Parece ser que cada vez que ese hombre aparecía en un informativo hablando del conflicto de su sector, medio país –especialmente la mitad femenina, y disculpen el micromachismo- sufría una especie de enajenación mental transitoria que les hacía olvidar el contenido y centrarse en el continente. O sea, que ningún fan de César Cabo será capaz de explicarle qué reclamaban los controladores o a qué acuerdo llegaron con Fomento, pero sí les describirán las camisas que lucía en cada aparición, lo bien que le quedaba la cuidada barbita de varios días y lo sensual de su despeinado. En plena sorpresa me cuentan que le han fichado en Antena 3 como tertuliano. Yo sonrío, pensando que me están tomando el pelo. Dijeron que era tan cierto como que ya han saltado las primeras ‘chispas’ entre Las Chicas de Oro de Jose Luis Moreno. Creo que la normalidad me supera. Lo mismo se vive mejor en núcleo de la tormenta.

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