sábado, 10 de abril de 2010

Cara de promiscuo


Quiero que sepáis que le he dicho a mi amiga Marta que deje de leer todo lo que cae en sus manos porque tanta información nos está haciendo la vida imposible. En una ocasión llegamos a la conclusión de que la ignorancia nos hacía felices. Sin embargo nos dimos cuenta de lo lejos que estaba esa ansiada felicidad cuando descubrimos nuestra incapacidad para desdeñar un periódico sin tan siquiera abrirlo. Pues todo este rollo, a modo de introducción, nos conduce hacia aquella tarde, no hace mucho, en la que Encarna, Marta y yo quedamos para tomar una cerveza. En el bar, un chico majete, de aspecto deportivo, físico saludable y sonrisa embaucadora, se acercó a Encarna y conversó con ella durante unos minutos, mientras Marta y yo ocupábamos un discreto, y voluntario, segundo plano. El muchacho se disculpó para ir al aseo y Encarna, visiblemente emocionada, se acercó a nosotros. “Por favor, ¡es guapísimo!”, dijo con la expresión de una adolescente que acaba de ver a su ídolo en persona. “Y parece inteligente, me ha hablado de libros. No conocía ni uno pero me da buena vibración”, añadió. “Pues yo que tú volvía a la vieja vibración que guardas en la mesilla. Y si no es así deberías hacerlo. Luego te recomiendo marcas y una sex shop muy buena. Si dices que vas de mi parte te harán descuento”, soltó Marta. “No me mires como si estuviera loca. Lo hago por tu bien. Ese tío es promiscuo”, apuntó. Encarna y yo la miramos buscando respuestas y razones. “Tiene la mandíbula cuadrada, la nariz grande y los ojos pequeños; o sea, promiscuo. Lo he leído en la prensa. Se trata de un estudio de las universidades británicas de Durham, Aberdeen y St. Andrews que determinan que la promiscuidad se lee en el rostro y los hombres con facciones muy masculinas son más proclives a buscar relaciones sexuales a corto plazo. Y ese que hablaba contigo es más guarrete que un bocadillo de pelos, con eso te lo digo todo”. Cuando el chico regresó del baño se encontró a Encarna llorando desconsolada, a Marta con un ojo medio morado y aplacada por un grupo de hombres que impedían el contraataque, y a mí buscando, en el reflejo de los cristales de la puerta del bar, si mis facciones eran anchas o más bien de las de ‘para toda la vida’. Ni qué decir tiene que esa noche Encarna volvió a dormir sola.

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