
miércoles, 29 de diciembre de 2010
Navidades narcóticas

El resumen del año
martes, 28 de diciembre de 2010
Inocente

domingo, 26 de diciembre de 2010
La ley Sinde

Cuando una ley deja de identificarse con su nombre oficial y pasa a conocerse popularmente con el apellido del ministro que la respalda, tiendo a pensar que algo va mal. Ya sucedió con la Ley Corcuera y ha vuelto a suceder con la Ley Sinde. Imagino que yo, que comparto profesión con la ministra, debería pensar que esa ley que tumbó el Congreso el martes pasado me defendía. Si era así, ¿por qué no tuve esa sensación? La Disposición Final Segunda de la Ley de Economía Sostenible hablaba de proteger a los creadores. Mi impresión es que no se refería a todos los creadores sino a los rentables. Entonces, ¿por qué lo llaman cultura cuando quieren decir negocio? Además, hablamos de la industria de la cultura y el entretenimiento, que aquí parece que todo es contenido cultural y me gustaría saber a mí qué conocimientos genera Fast and Furious 5. Pero aún así, me tragaría mi complejo de ‘poco rentable’ y apoyaría una norma que, aunque sea a largo plazo, algún día me pudiera proteger. Y me encuentro con que se iba a crear una Comisión (¡¡miedito!!) para que decidiese si una web vulneraba derechos de propiedad intelectual o no. Y para colmo, como la justicia es lenta, íbamos a tener una vía rápida para no soportar largas esperas. Como si, cuando te pones malo y vas a urgencias, los médicos tuvieran la obligación de atenderte a ti primero porque eres un ‘creador’. Y se me abrieron las carnes de sólo leerlo.
Gracias a leyes de este tipo y a la colaboración de algunos empresarios de la industria cultural, los mismos que me pagan mucho menos por mi guión porque me dicen que el resto lo voy a cobrar en derechos de autor, acabaremos teniendo a la opinión pública en contra. Si a todo el mundo le pareció indignantes las exigencias de un controlador aéreo después de conocer su nómina, ¿con qué cara se defiende que Alejandro Sanz o Warner Music quieran seguir recaudando dinero por un disco ya amortizado? Podría intentar defenderlo pero la Ley Sinde no me lo ponía fácil.
Mucha de la gente que me rodea no tiene nada que ver con mi universo laboral. Todos, de una manera u otra, han tenido que ajustarse el cinturón en sus empleos. Algunos incluso han sufrido en sus carnes una reconversión industrial que les cambió la vida. Y ahora llegan los poderosos de la industria del entretenimiento (en la Coalición de Creadores no están los grupos que cuelgan su música en myspace, ni yo, que ‘guardo’ mis textos en un blog) y les dice que aún no han ganado suficiente. Que aún hay que ganar más. Todos sabemos que no está en peligro la música, ni el cine, ni la literatura; está en peligro un modelo de negocio porque existe una realidad, llamada Internet, que no va a cambiar, por mucha ley que intentemos colar de tapadillo.
Me alegra que no se haya aprobado esta ley y que esto sirva para reabrir un debate en la sociedad. Por supuesto que los creadores deben cobrar por su trabajo. Eso nadie lo discute. Por supuesto que hay que desterrar la idea del ‘gratis total’. Pero tenemos unos políticos tan mediocres que en lugar de potenciar la creación de nuevas plataformas para los productos audiovisuales (¿quién se descarga música desde que existe Spotify?), en lugar de animar a las distribuidoras y productoras de cine a que cuelguen sus catálogos en una web, con calidad y a un precio razonable (en iTunes puedo ver Origen, eso sí, en versión doblada, por 3 euros), se dedican a prohibir. La manera más sencilla de hacer política y la menos pedagógica.
Los grandes empresarios de la cultura, no los creadores, son como los individuos que compran muchos pisos y luego viven de las rentas que les generan esos inmuebles. Lícito,...pero yo a eso no lo llamo cultura. No soy Alejandro Sanz, ni Joaquín Sabina, ni Ruíz Zafón, ni Almodóvar; soy un creador de la parte de abajo del montón. Mentiría si dijera que no sueño con llegar a donde han llegado ellos, a que mi obra tenga mucha más repercusión y difusión, pero, de momento, me conformo con vivir de mi trabajo y quiero seguir haciéndolo. Pero si hay que educar a la sociedad y quitarle el vicio de la descarga (y para eso hay que crear alternativas) también hay que aleccionar a la industria. No es lo mismo grabar una película en la sala de cine, convertirla en un link y comerciar con ella en una web que tener un blog sobre el cine español del siglo XX y colgar escenas de las películas de las que se habla. Con la Ley Sinde en la mano, se podrían cerrar las dos páginas. Pero para mí, como creador, una podría vulnerar mi propiedad intelectual pero la otra, bajo ningún concepto. Ya he dicho muchas veces que no entiendo una cultura que sólo pueda emplearla quien puede pagarla, porque eso no es cultura; es un Rolex. Me niego por completo a aceptar que una comisión, a la que únicamente le preocupa el dinero que va a dejar de ingresar, decida sobre si algo altera mi propiedad intelectual o no. Nada me enorgullece más que ver cómo mi trabajo tiene miles de visitas en Youtube, como se enlazan mis textos en las redes sociales o cómo la gente emplea frases que yo he escrito y que ya forman parte de su vocabulario. Para mí, eso tan contagioso y permeable es cultura. ¿O es que los usuarios de Facebook, Tuenti o Twitter van a tener que cobrarle a la industria cultural la labor que están haciendo al promocionar canciones, videoclips, películas o programas de televisión en sus muros? Hay que permitir que los creadores vivan de su creación pero que su producto pueda viajar por la red, difundirse, porque así, tendremos más trabajo. Y si para eso hay que cambiar la Ley de Propiedad Intelectual, pues se cambia.
jueves, 23 de diciembre de 2010
Las aventuras de Enrique y Ana. Cap. 10
El bautismo artístico

miércoles, 22 de diciembre de 2010
Playlist (23 de diciembre)
martes, 21 de diciembre de 2010
Las niñas las prefieren morenas

lunes, 20 de diciembre de 2010
El cargante espíritu de la navidad

Son los espíritus de la Navidad. Como los estorninos, que esos llegan derechos del infierno y si no que venga Dios y pasee por la Plaza de España de Palma si se atreve, estos espectros irrumpen en nuestras vidas a finales de año para condicionar nuestras emociones. Lo que yo no entiendo es por qué la gente piensa que los duendes que llegan con el frío y los villancicos son todo bondad. Espíritus de la Navidad hay muchos. Deben habitar todos juntos en una comunidad de vecinos rollo 13 Rue del Percebe, de la que escapan una vez al año y claro, acumulan tanto sentir durante ese tiempo que cuando te alquilan el cuerpo actúan como niños con playstation nueva y son incontrolables. Pero ese sentimiento puede ser dulce o, como sucede en toda comunidad, arisco y rencoroso. De ahí que ya me haya cruzado por la ciudad con personas que caminan como si se hubieran desayunado una seta alucinógena pero también con miradas hurañas, casi funestas, propias del señor Scruche de la obra de Dickens. No te asustes pero este año he sido poseído por un espíritu de esta segunda categoría. Todo me molesta. Odio no encontrar el gel al primer vistazo en el super porque en su lugar han colocado los polvorones y los turrones. No me gusta el anuncio de Freixenet y me agota que Bon Jovi, Extremoduro y Take That aprovechen para sacar sus grandes éxitos. Detesto que en el buzón de casa me cuelen un catálogo para que adorne mi vida de espumillones y bolas plateadas. Quizá en unos días ya estaré contaminado y me haya convertido en un monstruo de entrecejo muy poblado incapaz de celebrar nada y rodeado de estorninos. Menos mal que el 7 de enero se me pasa.
Las 7 diferencias

domingo, 19 de diciembre de 2010
La ley y la trampa
Les habla un autor. En serio, soy socio de la SGAE desde hace años y viendo la que está cayendo, y la que está por caer, he decidido mojarme. No me gusta algún aspecto de esa Ley de Economía Sostenible que se va a aprobar el próximo martes, casi a escondidas . Soy autor y me gusta vivir de lo que escribo. De hecho creo que lo hago y las cantidades por derechos que he recibido a lo largo de mi carrera solo servirían para comprar varios paquetes de rollos de papel de cocina. De los caros, eso sí. Quizá si el empresario que me contratase me pagase mejor y no dejara parte de mi sueldo en manos de los benditos derechos de autor, todo sería más sencillo. Y más justo. Creo que los autores deberíamos defender nuestros derechos y no los beneficios de los empresarios e intermediarios del negocio de la cultura. La música, el cine, la televisión, incluso la radio, tiene que espabilarse. Darse cuenta que Internet ha cambiado el mundo y ya no vale de nada echar de menos el paraíso de hace 40 años, porque esto ya no hay quien lo pare. Y el que antes se de cuenta, mejor para él. Hace falta un cambio radical y no leyes tirita que no van a solucionar nada. Y me voy a poner chulo. Lo que tiene que hacer el Gobierno es reunirse con los creadores, con las entidades de gestión de derechos y con los responsables de las webs y buscar alternativas, crear un futuro, para que podamos vivir de nuestro trabajo pero permitir que la cultura campe a sus anchas en la sociedad y no sea una propiedad privada. Porque si yo quiero hacer un programa de televisión y necesito una secuencia de una película, o un fragmento de un concierto, para contar algo, no podré utilizarlo porque están sujetos a derechos. Solo si puedo pagarlo, podré disfrutarlo. Eso no es cultura. Eso es un Rolex. Y si hoy en día la cultura llega a cualquier rincón del planeta, es gracias a Internet. Y tranquilos todos porque ni la música ni el cine van a morir. Lo que está en peligro es un modelo de negocio que explota la música y el cine y que tiene que cambiar. Es el signo de los tiempos. Y lo que yo espero de un Ministerio de Cultura es una ley que me permita vivir de mi trabajo pero que también permita que mi trabajo se difunda lo más posible, porque cuantas más personas lo vean, más posibilidades tengo de seguir trabajando.
Wiki Wiki
“Hay gente que odia el dinero. ¿Alguien sabe lo que más odio en el mundo?”, preguntó Lady Gaga en el concierto que ofreció, hace una semana, en el Palacio de los Deportes de Madrid. “Odio la verdad. Prefiero una dosis gigantesca de mierda antes que la verdad”, añadió. Y la gente no supo si aplaudir o no al comentario de la norteamericana. Lady Gaga habla mucho en sus conciertos. Casi más que veces se cambia de vestuario. Admito que no entendí todo lo que dijo pero esa frase sí. Y me pareció extraordinariamente razonable. Lady Gaga tiene un alto porcentaje de mentira en sí misma, pero una mentira portentosa. Ver su show es un espectáculo al que cualquiera puede asistir sin tan siquiera conocer una canción de la artista, cosa –por otra parte- bien difícil. Su personaje, como en su momento sucedió con Michael Jackson, habla de ser diferente, de sentirse una estrella, del ‘freak’ del instituto que triunfa ante los matones de la clase de gimnasia, que se burlaban de él en el patio. Y recrea un universo fantástico al que enriquece con canciones, coreografías, decorados, disfraces,…Todo muy adolescente generación Glee. Hacía muchos años que no veía a las (y los) fans de un grupo o artista aparecer maquillados y con el estilismo reglamentario en un concierto de pop. Llevaban gafas de sol customizadas, rayos dibujados en el rostro, como en el Aladdin Sane de Bowie, y latas de refresco en el pelo, a modo de rulos. Eso es lo que convierte a una artista en un fenómeno. Y ella lo sabe. Ella sale al escenario y el mensaje subliminal que está lanzando a su auditorio es “vale, Madonna es siglo XX, pero yo soy siglo XXI”.
Me encantó que, en plena explosión de las filtraciones de Wikileaks, Lady Gaga dijera que prefería una gigantesca dosis de mierda antes que la verdad. Ya sé que esa asociación de ideas sólo germinó en mi poliédrica mente pero…yo también fui un niño diferente en la escuela. Después de sufrir las consecuencias de la verdad en tus propias emociones, creo que alguien debería reinventar la verdad, dotarla de unas características positivas, optimistas, nobles. Siempre que empleamos ‘la verdad’ es para herir, para hacernos daño los unos a los otros, para desnudarnos en público, como la Mari Gaila de Valle-Inclán, delante de todo un pueblo dispuesto a lapidarnos. Cuando alguien te dice que te va a ser sincero, que te va a decir la verdad, nunca te dirá algo amable; sólo te hará daño. Me temo que hasta que la verdad no recupere su buena fe, hasta que comprendamos que no hay una verdad absoluta y que todas son relativas, lo mismo no está tan mal una buena dosis de mierda que, al fin y al cabo, con una ducha, lo mismo se quita.
Leo las publicaciones de los documentos de Wikileaks y nada me sorprende en especial. Supuestamente su valor radica en que todo aquello que sospechábamos, que intuíamos, que asumíamos respecto al gran hermano yanki, se confirma. De acuerdo. Es verdad. Imagino que el argumento que justifica que estemos desayunando cada día con los secretos de los Estados Unidos es el interés general, algo tan abstracto como el rostro de Donatella Versace. Pero mi mente poliédrica se pregunta: ¿cuántos de nosotros soportaríamos las consecuencias de que los demás supieran lo que pensamos realmente de ellos? ¿Cuántos familiares, amigos, amantes y compañeros de trabajo estarían dispuestos a leer nuestros secretos? Estoy convencido que el interés general es mucho más mediocre de lo que Julian Assange cree.
En el fondo, las filtraciones de Wikileaks son a las relaciones internacionales lo que la entrevista al abogado Rodríguez Menéndez al mundo del corazón.
Si llego a saber con tiempo que Shakira era la encargada de presentar el anuncio navideño de Freixenet de este año, me hubiera puesto en contacto con los publicistas para aconsejarles que pusieran a Julian Assange de acompañante. Del Waka Waka al Wiki Wiki. Llegados a este punto, podríamos reducir déficit despidiendo a diplomáticos y embajadores porque, total, la verdad ha anulado su papel. O quizá sea al revés y ahora sepamos para qué sirven realmente. Algo me dice que para solucionar este problema tendremos que iniciar otro. Pero lo que yo me pregunto es: ¿por qué la gente escribe sus secretos? ¿Por qué no nos guardamos lo que opinamos de los demás en un lugar más seguro? ¿Por qué preferimos la verdad a una dosis gigantesca de mierda si, en el fondo, es lo mismo?
sábado, 18 de diciembre de 2010
El misterio

En casa de mi madre ha tenido lugar ese maravilloso acontecimiento anual que consiste en sacar, del fondo de algún lugar remoto, una caja de cartón de patatas Risi donde, desde que tengo uso de razón, se han guardado las figuritas del Belén. Debe ser el único objeto de la casa que no ha sufrido una reforma, una rehabilitación o, directamente, un cambio. El Belén permanece, algo que no ha logrado mi fe, por poner un ejemplo. “¿No crees que va siendo hora de cambiar las figuritas?”, comenta mi hermana mientras saca de la caja una oveja con dos patas y el brazo amputado de vaya usted a saber qué pastorcillo. “Esas figuritas llevan toda la vida con nosotros. No estaría bien cambiarlas por otras más modernas. Sería...como una traición a la nostalgia”, contesta mamá. Y retira el papel de periódico del año anterior con el que intenta proteger a los actores del montaje escenográfico que se representará en el recibidor de casa hasta el 7 de enero. Mi madre es una mujer que se entrega con facilidad a la nostalgia. Yo siempre le digo que la culpa de todo eso la tiene "Cuéntame", que nos hipnotiza y nos hace pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. La nostalgia es traicionera, pero mi madre no quiere traicionarla. Paradojas familiares. Mi hermana le insiste en que el ritual está empezando a ser algo doloroso, ya que cada vez hay menos figuras. “Como en la vida”, dice mamá. Y nadie rebate la verdad, así que empezamos a desembalar piezas, sabiendo que metemos la cabeza en la trampa. Y hablamos de aquel año que me dió por poner a C3PO y a R2D2 en el portal, adorando al niño, y mi madre me los quitó, con una sonrisa en los labios, al grito de: ¡Hereje! Y reímos con la figurita de la mujer que llevaba el cántaro a la fuente, que al final perdió el cántaro y el brazo pero la seguímos colocando, manca y todo, a ver si los Reyes Magos, que además son majos, le traían un brazo nuevo, aunque fuera sin cántaro. Al Belén le faltan los efectos especiales. Ya no tiene agua, ni luz, ni musgo, que ahora es delito ecológico. El Belén ya parece un campo de refugiados. Creo que mi madre por fín se ha dado cuenta. “El año que viene pondremos solo el Misterio”, ha dicho. “Pues si hay misterio, yo traigo a Harry Potter”, suelto. Y entre risas, mi madre nos manda a todos a la cocina.
viernes, 17 de diciembre de 2010
Lo que cuesta un hijo

Nuestra amiga Encarna está imposible. Como recordarás de antiguos mails, su empeño por darle cuerda al reloj biológico y tener un niño antes de que le canten los 40, ha apartado el resto de temas de conversación. Con ella ya no se puede hablar del gustillo que le ha pillado la derecha a manifestarse, ni de la Ley Sinde, ni de nada que no sea un futuro bebé. Yo, que no es que tenga un interés especial en perpetuar una especie de la que tampoco me siento muy orgulloso, sí disfruto con los amigos, la conversación, las largas sobremesas y los chill out espontáneos; algo que, cuando alguna miembro de la pandilla está fecundada, se convierte en un monotemático monólogo que empiezo a sospechar durará hasta que el muchacho en cuestión deje el hogar paterno y se independice. Así que, cansado de teorizar sobre inseminaciones artificiales y donantes de semen, me presenté en casa de Encarna, con la socorrida excusa del café, y un informe del Instituto de Política Familiar (IPF) en la mano. “Mira”, le dije, soltando los papeles sobre la mesa. “5.546 euros/año es lo mínimo que te va a costar un hijo durante sus primeros dieciocho años de vida. Esto supone un coste medio de 455 euros al mes y 15 euros al día que tú, ahora que le has pillado el punto a comprar en tiendas caras, no deberías asumir”. Buen ataque, pensé. “Me da igual lo que opine el IPF ese. Estoy en un momento de mi vida que lo único que quiero es sumar, no restar”. La frase, en boca de Encarna, sonó trascendental, así que contraataqué. “Pero sumar uno más a la familia es restar en todo lo demás y, chica, para procrear ya están los de derechas. La izquierda debería recuperar su actitud hedonista ante la vida”, solté, en plan guay. “La izquierda es compromiso y yo no estoy dispuesta a dejar un planeta gobernado por hijos de señores que han inculcado principios capitalistas, insolidarios e intolerantes a sus vástagos”, contestó en plan Pasionaria Prenatal. “Piénsatelo. Una familia gasta, como mínimo, 98.200 euros en cada hijo durante los 18 primeros años. Metes ese dinerito en una hucha y te pegas luego un viaje de lujo. Yo te acompaño”. Quemé el último cartucho argumental. “Lo que hay que reclamar al gobierno es más ayudas para las familias”, apuntó Encarna. Y yo lo que creo es que deberían ayudarnos a los solteros, que bastante tenemos con aguantar al resto. Misántropo me estoy volviendo.
martes, 14 de diciembre de 2010
Mi Moleskine

Dicen que es un síntoma de inteligencia saber rodearse de gente más brillante que uno mismo. Yo miro a Ana Obregón y tengo mis dudas. También dicen que todo se pega menos la hermosura y como la belleza nunca me pareció un talento, sino una consecuencia genética sin ningún mérito, dejé ese reconocimiento para modelos y actores de Hollywood. Me encantaría que el resto de talentos se ajustasen al dicho popular y fuesen contagiosos. Por eso me he comprado una Moleskine. Se trata de un modelo de libreta de notas que emplearon intelectuales de la talla de Van Gogh, Picasso, Hemingway o Bruce Chatwin. Sus páginas guardaron esbozos, apuntes, historias y sugerencias antes de que llegasen a convertirse en obras. Leo que en 1986 desapareció su último fabricante. “Le vrai Moleskine n’est plus” era el anuncio de la propietaria de la papelería de la Rue de l’Ancienne Comédie, donde se abastecía Chatwin. Al parecer, el autor había hecho un pedido de cien Moleskines antes de salir para Australia, donde escribiría Los trazos de la canción. Ni siquiera logró acumular ese número. Por suerte, sobre todo para mi nuevo cometido, en 1998 volvió a fabricarse, gracias a una pequeña editorial milanesa. “Voy a provocar a las energías que Iker Jiménez dice que se transforman”, le comenté a mi amigo Josep. “¿Ves esta libreta? Es un acumulador de ideas y emociones que esperan descargarse en el tiempo”. Le expliqué que mi objetivo pasaba por escribir sobre el cuaderno de notas que inspiró a los grandes y provocar, así, el contagio. “¿A quién quieres parecerte? ¿A Van Gogh, que murió pobre y sin una oreja? ¿A Ernest Hemingway, que se suicidó tras sufrir múltiples depresiones? ¿O mejor a Bruce Chatwin, que murió a los 48 años tras desarrollar el VIH?, soltó Josep, sin anestesia. Aún no se ha dado cuenta que, aunque los finales nunca serán felices, son las muertes las que forjan las leyendas. Admiro las vidas de los creadores de la misma manera que me atraen sus muertes. Quizá porque haya muchas maneras de morir, incluso estando en vida. La frustración y la mediocridad bien podrían ser un ejemplo. Y aunque sé que en mi Moleskine hay más de fetichismo que de fe en una propagación de energías, voy a continuar tomando notas sin pensar en el día en el que se me agote la libreta.
domingo, 12 de diciembre de 2010
Nombres y apellidos
Sólo hay algo más peligroso que un gran empresario y eso es el hijo del gran empresario. El padre suele ser alguien emprendedor, diligente, constante; cualidades que ayudan a levantar imperios comerciales prácticamente de la nada y amasar sus consecuentes fortunas, evolucionando hacia grandes inversores. Entre sus logros también suele estar la habilidad de aprovechar la crisis, o el mal que venga, como una oportunidad exclusiva para consolidar posiciones de ventaja frente a sus trabajadores, ya sea mediante la paralización de convenios colectivos o a través de reformas laborales. Ese rasgo es natural, forma parte de la propia esencia del empresario. En un sistema como el nuestro, no se pueden hacer fortunas si se defiende el ‘estado del bienestar’ de los empleados. Dicho eso, estos empresarios son la reencarnación de Marcelino Camacho comparados con sus hijos. Últimamente estoy conociendo, casi por casualidad, a altos cargos de empresas que al conocer su apellido, inmediatamente me hacen sospechar que papá allanó el camino. Lo sé, estoy generalizando; espero que sepan disculpármelo. Y, además, estoy manifestando un resentimiento de clase obrera nada positivo en los tiempos que corren. Me lo haré mirar. Pero volviendo a los hijos del gran empresario, que heredan cargos con la facilidad con la que el resto sumamos contratos basura, lo que sucede es que todo el entorno del hijo, y del apellido, suele hablar pestes de su eficacia, su preparación, su experiencia e incluso, su talante. Vamos, que la gente piensa que el apellido abre puertas pero lo realmente interesante es conocer lo que opinan cuando el apellido sale por ellas. Sospecho que les falta el espíritu de superación del padre. Algo que han sabido compensar con una prepotencia, una ignorancia atrevida y una ostentación digna de un emperador romano. Y claro, como imaginar es lo único realmente gratuito que nos queda, sueño con estados de alarma, perfectamente constitucionales, que aconsejen, a todos esos ‘apellidos propios’, la importancia de empezar desde abajo (y cuando digo ‘abajo’ hablo de contratos en prácticas) para que, mientras se forman y van acumulando experiencia, otra persona más capacitada pueda desempeñar su trabajo.
Lo curioso de estos hijos es que son absolutamente inconscientes de su inutilidad. De hecho, podrían estar leyendo este texto asintiendo con la cabeza, como si no fuera con ellos y hasta asegurando que conocen a tipos así. Y es que todo lo consanguíneo es peligroso. Mira cómo le ha ido a la realeza, sin ir más lejos. Por cierto, me han contado que doña Letizia, una mujer con todas las características de un gran empresario, se comporta en la intimidad como el hijo de un gran empresario. Vamos, como si la sangre azul de toda Europa corriera por sus venas desde el siglo V. Dicen que la futura reina salió a comprar unas sales de baño difíciles de encontrar y entró en una tienda especializada en tratamientos estéticos. Cuando la dependienta le dijo que no las tenía, ella apuntó: “Claro, es que a mí me las traen de Japón”. No sé, pero lo mismo un día se le ocurre comentar que si el pueblo no tiene pan, debería comer pasteles y…calla, calla, que ya sabemos cómo acabó la historia y no queremos volver hacia atrás ni para tomar impulso.
Cambiando de tema, pero tampoco mucho, les contaré que durante todo el puente de la Constitución, y parte del anterior fin de semana, se celebró en Madrid el ‘Mad Bear’, una reunión internacional de ‘osos’ dispuestos a pasar un fin de semana a lo grande, nunca mejor dicho. Por si hay algún neófito/a al argot explicaré que los ‘osos’ son una especie de rama, dentro de la comunidad gay, que se caracteriza por su corpulencia, su rechazo absoluto a la depilación y su obsesiva actitud por huir del estereotipo del homosexual afeminado. Aclarado ese punto, hombres de toda España y resto del mundo se dieron cita en Madrid. Los que pudieron, porque a muchos de ellos les sorprendió la ‘indisposición’ de los controladores aéreos e imagino que acabaron haciendo de los baños y cafeterías de sus aeropuertos de origen, pequeñas saunas y chill outs en los que no perder el tiempo.
A estas alturas ya no hay nada que se pueda decir sobre los controladores que no se haya dicho ya. Así que…me voy a relajar un poco, que yo también tengo mucho estrés.
sábado, 11 de diciembre de 2010
Playlist (11 de diciembre)
Familia tradicional

No sé qué pedirle a los Reyes. La verdad es que lo que deseo ya se lo he pedido a Papá Noel. Para mí, los regalos son como el transporte: hay que elegir el que antes llegue. Y algo como eso se ha convertido en una característica antipatriota. Internet está lleno de mensajes contra Santa Claus y a favor de los Reyes Magos. El virus del nacionalismo es lo que tiene, que muta a la velocidad del AVE. “Nuestra tradición son Melchor, Gaspar y Baltasar y no ese gordo que no tiene nada que ver con nuestra cultura”, soltó mi amiga Encarna mientras se zampaba un Whopper con queso y extra de pepinillos. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Pensé que las costumbres que pasan de generación en generación no tendrían porqué suponer un conflicto social, excepto en la mente de aquellos que lo único que les interesa de la tradición es ese ingrediente conservador que bloquea todo progreso. Olvidan que la tradición también es susceptible de cambio; que las cosas pueden llegar a ser tradicionales, o dejar de serlo, en el plazo de una generación. Y aunque hay tradiciones aparentemente sólidas, hay que entender que deben ser compatibles con otras, como no puede ser de otra manera en ese famoso planeta multicultural que nos venden cada día. Hay hombres, mujeres y obispos que hablan de la tradición como si fuera una condecoración militar, una medalla que ganaron en vaya a saber usted qué batalla. Salen a las calles y se manifiestan en defensa de la familia tradicional, eligiéndose representantes de esa institución. Mi familia, que es una familia tradicional, no se siente reflejada en las señoronas y señorones que salen a la calle diciendo que ellos protegen un modelo de familia, como si la familia fuera el lince ibérico. Y como mi familia, miles más. Esa gente no representa a la familia tradicional. Esas personas representan a confesiones como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y demás doctrinas de extrema derecha. A esas familias son a las que representan, no al resto. Que mantengan a salvo sus tradiciones que yo mantendré las mías lejos de ellos. Con lo monas que estarían todas en sus casas, poniendo regalitos bajo el árbol de Navidad y encerradas en la Misa del Gallo por los siglos de los siglos. Amén.
viernes, 10 de diciembre de 2010
Pistolas por condones

Os voy a contar una cosa que me sucedió hace unos años. Quedé con Marta, una amiga. “Por favor, tenemos que vernos. Es urgente. De lo contrario soy capaz de pasarme la Epilady por la cabeza, que sabes que cuando me asalta la ansiedad me pongo muy bruta”, me dijo al teléfono. Estaba nerviosa, así que me eché tres lexatines en el bolsillo y acudí a la cita. “Soy un monstruo”, dijo, con esa mirada que pone Marta, a lo Catherine Deneuve en Repulsión. “Y no es la primera vez que me pasa”. “¿Que te pasa qué? Chica, que das más rodeos que la televisión local de Oklahoma”, le dije, con esa sensibilidad terapéutica que he aprendido con los años de paciente de un psicólogo argentino. “Me ponen los malos”, soltó así, de golpe. “Me ha vuelto a pasar. Compré el periódico y ahí estaba él, en la portada: el criminal de guerra croata más buscado. Se llama Ante Gotovina, tiene 50 años y está buenísimo. En la foto, con su pelito corto y sus vaqueros, tenía esa dureza balcánica que me hizo imaginar noches de sexo salvaje y entregado. Como los chiítas de Mujeres al borde de un ataque de nervios, al vivir perseguido por la ley, creo que se entregará más en la cama porque nunca sabe si será la última vez que estará con una mujer en años. La gente lee esa noticia y se congratula de que el asesino fuera detenido. Otros recuerdan el desastre de la batalla y sufren con la mirada. Y yo, ¡yo veo a un hombre acusado de la matanza de 150 serbios y me pongo más cachonda que una Playmate en un colchón de látex! ¡Estoy enferma! Y te digo que no es la primera vez. Ya me ha pasado con algún etarra, que los veo guapos en esas fotos que les hacen cuando los detienen. Quizá falta asearles un poco y arreglarles el pelo, que llevan unos estilismos espantosos, pero tienen materia prima. Fíjate que una vez soñé que le planteaba al Ministerio de Interior un programa de reinserción que se llamaba ‘Pistolas por condones’ y consistía en que cada vez que un malo tenía ganas de matar, yo iba y le hacía el amor. Soy un monstruo, ¿verdad?” Entonces saqué los tres lexatines de mi bolsillo, pedí un JB y me los tomé sin mediar palabra. A ver, qué iba a hacer.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
El enemigo invisible

No dándose por vencida, Luisa ha convocado la IX edición del amigo invisible, como si fueran los Goya. “Este año no vale pasarse de 20 euros”, dijo el comité organizador. “¿Este año? ¿Eso significa que alguien se gastó más de 20 euros en alguien? ¿Acaso mi funda para el cepillo de dientes rozó, por alguna fórmula matemática que ignoro, ese límite presupuestario? ¿Quizá lo hizo mi váter tragapesetas?”, pregunté con esa rabia con la que sólo sabemos preguntar González Pons y yo. Han vuelto a cabrearse todos conmigo. Encima, cuando se lo he contado al psicólogo argentino me ha dicho que lo que me pasa es que proyecto en ‘el amigo invisible’ mi miedo a pasar desapercibido. Que tengo la autoestima maleducada y que debería asistir a una conferencia que impartirá el próximo enero titulada ‘El ego, ¿bálsamo o veneno?’ Y para colmo me ha tocado obsequiar a Marta, que odia los regalos perecederos. Invisible...eso es lo que quiero ser.
martes, 7 de diciembre de 2010
Tono Caoba
Hay quien, cuando cree que la vida le sonríe, lo pinta todo color de rosa. A primera vista, me resulta tan naif que me parece hasta entrañable. No quiero pecar de déspota, pero siempre que he pintado la vida color de rosa, el destino, metamorfoseado en paloma, ha cagado encima. El rosa es un color contradictorio; me provoca las mismas dosis de atracción que de rechazo. Es lógico: se trata de un color que nace de mezclar blanco (pureza, virginidad) y rojo (pasión, deseo). Y aunque esa discordancia me estimule, huyo de ella procurando pintar mi vida de otro color. Tarea ardua para un discrómata como yo, pero ese es otro tema. Me incordia no tener la posibilidad de diferenciar los matices, los detalles, que diferencian un color de otro. Especialmente porque si disfrutase de esa característica, ya hubiese encontrado un tono con el que definir mis días rosas. Algo que mezclase la inocencia con el pragmatismo, la imaginación y la realidad. Yo, en esos casos, voy a empezar a decir que tengo un día ‘con tonos Caoba’, muy L’Oreal. No porque sepa qué color es el ‘tono caoba’ sino porque lo relaciono con la vedette mallorquina Vivian Caoba, una mujer que mezcla lentejuelas y lentejas, o sea, que es, a partes iguales, fantasía y sensatez.
Ya les he hablado mucho en este rincón de la fiesta ‘¡Qué Maravilla!’, que organiza cada mes el actor Jorge Calvo, y que es la cita festiva de moda en la capital. Pues bien, Vivian Caoba es la artista residente de esa fiesta. Las colaboraciones van cambiando de una edición a otra pero las únicas estrellas estables son Vivian y Omeoprazol (personaje interpretado por el actor, también mallorquín, José Martret). En el último ‘¡Qué Maravilla!’, que en esta ocasión tenía el subtítulo de ‘una fiesta para señoras separadas y que no están bien’, la Caoba brilló con luz propia. Se fotografió con el libro del escritor y guionista Juan Flahn, ‘De Gabriel a Jueves’, una novela que ya tiene su propio Club de la Lectura en Facebook, donde todos –amigos, conocidos o simplemente lectores- se retratan leyendo el libro. Desde el director de cine Félix Sabroso a Boris Izaguirre, pasando por la actriz Loles León, el diseñador Lorenzo Caprile e, incluso, yo mismo (qué osadía incluirme en esta lista de nombres pero…como el artículo es mío…), tenemos nuestra foto leyendo el libro de Juan. Desde el pasado domingo, también está Vivian.
Ella tiene la misión, en la fiesta, de cantar una canción de Ana Belén. Ha cantado Agapimú, El Hombre del Piano y Desde mi libertad, tema con el que acabó desnuda en el escenario, cual Venus de Botticelli, ante una tremenda ovación del público. En esta ocasión, Vivian interpretó Lía, en una adaptación que, de repente, se convertía en un tema mucho más rockero que el original y donde se despojaba de su falda larga, transformando el vestido de noche con el que salió al escenario en una especie de maiot de súperheroína vintage. Toda esta explicación no tendría mayor importancia si no fuera porque, esta vez, entre el público, a mi lado, estaba la actriz Marina San José, hija de Ana Belén y del cantautor Víctor Manuel. Cuando Vivian empezó a deshacer el ‘nudo de dos lazos’ de la canción, Marina, muerta de risa, buscó el móvil en su bolso y comenzó a grabar la actuación. No fue lo único que registró esa noche su iPhone. Cuando Vivian regresó al escenario para interpretar, junto a Isaía’s (Jorge Calvo), el tema La Puerta de Alcalá, Marina volvió a grabarlo todo. “Mañana pienso enseñárselo a mi madre”, me dijo, entre risas. Por supuesto, Vivian se enteró.
Superados los nervios iniciales, nuestra vedette se hizo una foto con Marina –“te la paso si pones, como pie de foto, ‘Marina San José y su madre putativa’”, me dijo Vivian-, y le suplicó que no se lo mostrara a su madre –“por su bien, por tu bien y por mi bien”-, aunque al final, asumiendo que ese video se iba a reproducir varias veces, apuntó que su interpretación estaba hecha con todo el cariño. Aquello fue puro ‘tono Caoba’.
También aprovechó el micrófono para arremeter contra aquellos que, tras una de sus actuaciones, en la que interpretó una versión reducidísima del Cant de la Sibil·la, se quejaron por lo aburrido de la actuación, sin comprender por qué se permitía una actuación tan larga, tan anacrónica y, encima, en mallorquín medieval. Y ella recordó que ese canto fue proclamado por la Unesco, hace unas semanas, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad y definió, a las que se quejaron entonces, como “tontas e incultas”. Otro tono Caoba.
“Ha venido un chico y me ha dicho que tengo una voz especial”, me contó Vivian, al final de la fiesta. “Mujer, especial es”, le dije. Llegar al ‘tono Caoba’ no es nada fácil. Al parecer, el muchacho, un adolescente argentino, le había afirmado que todos los que actuaron esa noche le habían dado el valor suficiente para salir del armario, el miércoles siguiente, delante de su familia. ¿Qué por qué justo el miércoles? Eso no lo sabemos. Hay razones que se escapan al mismísimo ‘tono Caoba’.
viernes, 3 de diciembre de 2010
Los ricos viven menos
miércoles, 1 de diciembre de 2010
Lo dice la tele
martes, 30 de noviembre de 2010
Asociación de víctimas del Frenadol
Si existiera un star system de los medicamentos, creo que el Frenadol sería el Tom Cruise de la farmacia. Todo el mundo lo conoce y mientras que unos no lo soportan, los otros recurren a él como si fuera mano de santo en cuanto notan los primeros síntomas del catarro. Aunque no me agrade su sabor, soy de los que lo consumen en cuanto barrunto resfriado. Sin embargo, estoy por organizar una Asociación de Víctimas del Frenadol. Especialmente en lo que respecta a sus efectos secundarios. Como ya te conté, estando en casa de mi madre pillé un catarro. Acudí a mi farmacia preferida y pedí los sobrecitos de turno. Al ver mi cara de pena, el farmacéutico dijo: “También los hay en cápsulas, que son más fáciles de tomar si no te gusta el sabor a naranja de los sobres”. ¿Sabor a naranja? Pero, ¿qué clase de néctar tomaban los señores del laboratorio cuando decidieron que el Frenadol tuviera sabor a naranja? ¡Si hasta añoras el zumo que te servían en Iberia cuando lo pruebas! Pero mi mayor conflicto nace cuando empiezo a quedarme dormido por los rincones. Ya lo dice el prospecto: ‘Este medicamento puede producir somnolencia’. ¿Puede? Voy por las calles con los ojos de carnero degollao porque me cuesta un triunfo mántener los párpados abiertos y una vecina que coincidió conmigo en el ascensor, agarró con fuerza su bolso mientras aseguraba que no llevaba nada de valor. Eso no es que pueda producir somnolencia; eso es que fijo que te duermes en el palo de un gallinero. Que no me pasaba eso desde el último disco de Marina Rossell. Fíjate que coincidí con unos amigos de mi familia en una comida y le han dado el teléfono de Proyecto Hombre a mi madre, no te digo más. O gripe o reputación, no hay otra salida. Nuestro amigo Joan dice que a él le echaron Frenadol en las palomitas cuando fue a ver una peli de Abbas Kiarostami. Otro día te lo cuento.
domingo, 28 de noviembre de 2010
El mando eres tú
De entrada, podríamos decir que todos tenemos la posibilidad de convertir nuestro paso en una carrera. Salimos de fábrica con ese equipamiento pero, como los coches con airbag, deseamos no tener que usarlo nunca. Y por esa razón, no ejercitamos la capacidad de correr, no ensayamos, la abandonamos entre todas nuestras aplicaciones hasta que nos sorprende la contrariedad y entonces, guiados por un impulso eléctrico, descoyuntamos el cuerpo, arruinamos la imagen y nos lanzamos a correr sin pensar en las consecuencias. Si hiciésemos eso mismo ante el detector de movimientos de la Xbox 360, seríamos imbatibles.
Todo Madrid está lleno de carteles publicitarios de esa consola bajo el eslogan “Tú eres el mando”. De alguna manera, Microsoft, padre de la criatura, ha debido pensar que, en los tiempos que corren –y corren mal-, donde cada día un grupo de poderosos deciden qué hacer con nosotros, con nuestro trabajo y con nuestro dinero, sería interesante que las personas aún creyesen que tienen el mando sobre algo, que pueden controlarlo, aunque sólo sean sus propios movimientos. Los mismos que se descontrolan cuando corremos porque nos cierran el banco. Yo preferiría que, por darle algo de alegría a la historia, alguna vez fueran los banqueros los que corriesen hacia nosotros porque estamos a punto de echar el cierre a nuestra paciencia.
Y va el ex futbolista francés Eric Cantona y sugiere que, con la que está cayendo –o mejor dicho, con la que nos están tirando encima-, ya no sirve de nada manifestarse ni quemar contenedores. Que lo que hay que hacer es retirar todo el dinero de los bancos y colapsar el sistema. De hecho ya existe una fecha a partir de la cual, aquellos que lo deseen, deberían empezar a sacar todo su dinero del banco: el 7 de diciembre. Nunca pensé que pudiera llegar a admirar algo de un futbolista que no fuera sus piernas y aquí me veis, encantado con Cantona. Sólo con lo revolucionario y utópico de su idea porque, si la llevamos a la práctica, colapsaríamos el sistema pero, acto seguido, montarían un ‘corralito’ y acabaríamos más jodidos de lo que ya estamos. Y yo me pregunto: ¿cómo no vamos a tenerles manía a los banqueros? Voy a bajarme un rato al gimnasio, a ver si corro unos kilómetros en la cinta y me desahogo.
sábado, 27 de noviembre de 2010
Pegatinas en el coche

Imagina comprarte un traje de Tom Ford. Imagina que te sienta igual de bien que a Daniel Craig, el actor que últimamente encarna a James Bond y que ha estado vestido por el diseñador en una de las películas de la saga. Imagina que todas las miradas se concentran en ti, porque el traje es bonito hasta colgado de la percha en la que te lo despachan en la tienda. Y vas tú y al llegar a casa lo customizas y le plantas un parche de tela de Ferrari, porque te encantan los deportivos. Pues algo así he comprobado que sucede con los coches. No solo los turismos; en la gama alta también pasa. Aún no he llegado a comprender qué extraña alteración del sentido común hace que un tipo que se acaba de comprar un Audi R8, a las dos semanas ya le ha plantado una pegatina en la trasera en la que puede leerse, más allá de la distancia de seguridad, ‘I (corazón) Zarzalejos’. No basta con llevar el amor por la tierra en la piel y el alma; hay que lucirlo en el coche. Las pegatinas para el automóvil es otro de los inventos malignos de esta sociedad nuestra que despliega el catálogo de los caprichos para, tras uniformarnos a todos de arriba a abajo -tengo un amigo que opina que Zara, H&M e Ikea han unificado occidente-, hacernos creer que debemos potenciar la diferencia, las señas de autenticidad, y lograrlo con un pequeño detalle que convierta ese coche en un coché único, personal e intransferible. Eso resulta espeluznante, pero que el individuo en cuestión crea que la mejor manera de convertir su coche en una pieza única sea pegándole el toro de Osborne sobre la bandera de España, eso... eso debería quitarle puntos. ¡No a la pegatina en el coche! Ni siquiera la de la discoteca Penélope -¿todas las ciudades de España tenían una disco Penélope o es que todo el país fue al mismo lugar durante décadas?-, que me parece muy retro. O las manzanas de Apple, por muy in que nos parezca. “¿Esa Moleskine con una pegatina de Fangoria es tuya?”, preguntó entonces Marta. Creo que dije algo sobre el espíritu de la contradicción, la excepción que justificaba la regla y no sé cuantas chorradas más.