viernes, 26 de marzo de 2010

Lluvia


Ella iba subida en el manillar de una bicicleta, como un inquieto mascarón de proa. Él, bromeaba manejando el vehículo con dudosa destreza, pero eso no parecía preocuparles; más bien al contrario. Ella era Katharine Ross. Él, Paul Newman. Y mientras, sonaba Raindrops keep fallin on my head, de Burt Bacharach. Pues bien, nunca entendí qué pintaba esa canción en esa película. De hecho, la mítica secuencia parece un video clip enmedio de la historia de Butch Cassidy y Sundance Kid. La canción se me antojaba metida con calzador, como si en la mitad de Lawrence de Arabia, entre las dunas de sol cegador, sonase algo de Simon y Garfunkel. Pero eso no era de lo que yo quería hablar. Voy a centrarme en la sensación que me produce esa canción y todas las canciones que hablan de la lluvia: melancolía. Lo sé, en eso soy más previsible que la programación de las bases de los temas de Natalia, la de Operación Triunfo. Es una melancolía apetecible. Desde No more tears hasta La gata bajo la lluvia. Pero en casi todas ellas, sus intérpretes están maravillados con la idea de empaparse vivos. Y ahí es donde entra mi trauma número 109 (es que ya los numero). La lluvia, cuando cae sobre mi piel y ropa, cuando empapa, jugando a depurarte como en el sueño reparador que el cine inmortaliza para ganarse nuestra emotividad, me produce un abandono a la representación de la desgracia más incontrolable. Estar empapado te vuelve vulnerable, indefenso. Como si cada gota de lluvia arrastrase tu energía y la abandonase en un charco de la calle. “¿Sabes? Toda esta chapa no tiene ningún sentido”, dijo Marta, tan implacable como siempre. “¿Has pensado que con un paraguas ya no hay conflicto?” No me entiende. A mí el paraguas me parece un complemento castrador que inutiliza una de mis manos impidiendo que pueda interactuar libremente con todos los obstáculos que brinda la ciudad, especialmente en día de lluvia. “Vale. Pues te jodes y te mojas”, sentenció. No me entiende. Ni ella ni varios millones más.

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