lunes, 14 de marzo de 2011

Paso de resintonizar

(Se me olvidó colgar en el blog este artículo correspondiente a la semana pasada...qué cabeza)


A veces, las leyes del dividendo digital, como una conjunción astral, hacen que los elementos se ordenen, alterando el orden de las cosas. Nos asusta que algo se altere. Nos preocupa la conmoción, el trastorno, que pueda existir detrás. Pero, en ocasiones, la alteración es solo cambio, un simple proceso de cambio. Y eso no tiene porqué ser malo. Por ejemplo, esta semana, ha cambiado mi TDT. Seis canales se han perdido en el laberinto de las frecuencias. Me informaron que el Ministerio de Industria había iniciado un proceso para la liberalización del dividendo digital –como si yo supiera de lo que me estaban hablando- y que debía resintonizar el televisor para poder seguir viendo todos los canales de la TDT. Lo primero que pensé fue: “¿no podrían seguir aplicando la liberalización del dividendo ese y limpiarme la TDT de basura y dejarme únicamente tres o cuatro canales?” Pero sospeché que eso abriría otro debate y con los que ya tenemos abiertos, no necesitamos más. Así que escuché y reaccioné: paso de resintonizar mi tele. Me bastó con saber qué seis canales habían desaparecido de mi receptor para tomar esa drástica resolución. Si tenemos en cuenta que dos de esos canales eran Intereconomía y Veo7, mi decisión ya estaba amortizada. Quiero volver a disfrutar del zapping como siempre, sin sobresaltos espantosos, apuñalamientos verbales y nuevas expresiones de telebasura como las que representan seres como Xavier Horcajo o Eduardo García Serrano, tipos que van de analistas políticos pero que simplemente son recreaciones enfermizas de concursantes de Gran Hermano buscándose un hueco en la televisión. ¿O existe mucha distancia entre la vehemencia hiriente de García Serrano y la de Aída Nízar? Es verdad que pagan justos por pecadores y al no resintonizar, me pierdo Gol Tv y Teledeporte. Los que me conocen un poco saben que esa pérdida no me altera el karma. Lo de AXN y Canal + 2 podría escocerme más pero, cuando veo lo que gano a cambio, me compensa. Ya sabrán ustedes que una de las últimas perlas de los hombrecillos grises del Grupo Intereconomía fue afirmar que Pa Negre, la película de Agustí Villaronga que arrasó en los Goya, había triunfado por dos razones: el catalanismo y la presión del lobby gay. ¡Toma ya! Vamos, que la Academia había votado siguiendo un criterio ideológico y no artístico. Como cantaba Serrat en Los macarras de la moral, “si no fueran tan peligrosos, nos darían risa”.

Ante semejante bombardeo de información adulterada, lo más saludable es resintonizar la mente de vez en cuando. Yo lo hago siempre que puedo. Para mí es mano de santo abandonarme al disfrute, por ejemplo, asistiendo a la fiesta ¡Qué Maravilla!, que organiza el actor Jorge Calvo en Madrid. Ignoro las dosis exactas de los ingredientes de esta fórmula magistral pero sus resultados en mi organismo son espectaculares. La última fiesta fue el pasado fin de semana y estaba dedicada a los Oscars, con posterior retransmisión de la ceremonia. Sobre el escenario, la actriz Antonia San Juan interpretó el monólogo de La Agrado (Todo sobre mi madre), por primera vez en directo, en una de esas comuniones artista-público que erizan el vello de emoción. A ese mismo escenario subieron Loles León, Hugo Silva (cantando por Los Chunguítos) y Pedro Almodóvar que, involuntariamente, protagonizó la anécdota de la noche cuando el portero del local no le reconoció y le impidió la entrada. Almodóvar, con mucho sentido del humor, contaba que se quitó las gafas de sol, para que el portero le reconociera, y ni por esas. “Pero no le regañéis”, decía Pedro, ya dentro de la fiesta, explicando que la situación le sorprendió y le había hecho hasta gracia. Entre el público, Alaska y Mario Vaquerizo, los directores Félix Sabroso y Dunia Ayaso (que el 6 de abril estrenan La gran depresión en el Teatro Olympia de Valencia, con Loles León y Bibiana Fernández), el presentador Màxim Huerta, los diseñadores David Delfín y Carlos Díez o los actores Asier Etxeandía, Ángel Martín y María Adánez.

Lo que les decía, que en algunos casos lo mejor es resintonizar la mente. No tenerle miedo a alterar los acontecimientos. Incluso no desestimar la posibilidad de alterarnos a nosotros mismos y empujarnos al cambio. Porque, como decía La Agrado en Todo sobre mi madre, “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Un añito

El día 13 de marzo, o sea el domingo, este blog cumple un año. Me sorprende que haya sido capaz de mantenerlo vivo durante 365 días. No crean que ha sido algo fácil. No tengo plantas porque se me mueren todas. A veces me cuesta tanto responsabilizarme de mi propia existencia que tiendo a no adquirir más compromisos. Pero confieso que Musaquontas no ha sido una carga; ha sido un placer que me ha permitido estar más cerca de personas con las que compartir una afinidad, un sentido del humor, unos gustos y, en algunos casos, una amistad.

Quizá debería hacer algo para celebrarlo. ¿A alguien se le ocurre alguna idea? Ideas factibles, por favor; no me pongáis eso de pagarse una cena que no está la economía para derroches. ¿O es que no escucháis a Zapatero?


martes, 8 de marzo de 2011

Dolor en directo

Hay momentos en los que la realidad nos abofetea el carácter y nos roba la sonrisa. La vida está llena de esos momentos y sólo la capacidad de ver una botella medio llena nos permitirá esquivarlos sin extraviar el brillo de los ojos. Sin embargo, hay algo en esos instantes que me provoca una reacción incontrolable, una especie de revolución emocional que me empuja de la confusión a la furia. Con el tiempo como aliado de la cicatrización, pienso que mi impulso se deba a que, tal vez, ya no me quede vocación periodística. Al menos esa supuesta vocación que cruza la delicada y peligrosa frontera que separa la información del espectáculo.


Me sucedió tras el accidente de Spanair y me volvió a suceder cuando vi el video, en Youtube, de 'El programa de Ana Rosa' en el que se entrevistaba a Isabel García por el 'caso Mari Luz'.

Cuando una tragedia como la que sucedió en Barajas abre los noticiarios -como no podría ser de otra manera-, confío en que el dolor de las víctimas y su entorno no se convierta en un espectáculo de sentimientos digno de retransmitirse en prime time. Y siempre me decepciono. Y la decepción me conduce a la ira. Desde mi tímida manera de entender la información periodística, nada de lo que pueda decir una madre desesperada ante las noticias del accidente o la confusión de una abuela en el aeropuerto aporta datos a la información. Sólo contribuye a retransmitir el dolor, la impotencia, el sufrimiento de unos familiares con la misma inmoralidad con la que lo haría un reality show. Y me atrevería a decir que refugiados en la hipocresía de hacer información seria. Buscar detalles que completen la noticia en las voces de la compañía aérea, de profesionales del séctor, de bomberos o psicólogos es la obligación del informador. Incluso contar el sufrimiento del que está siendo testigo. Pero perseguir con un micrófono y una cámara a una madre angustiada, como yo ví en uno de los especiales televisivos que cubrió la catástrofe, sabiendo que no podía aportar otra cosa que no fuera angustia, me parece indigno e inmoral.

En el caso de 'El programa de Ana Rosa', uno sabe que los grandes hechos periodísticos (véase un Watergate) no se logran en ruedas de prensa y cumpliendo con tu turno de preguntas. Quizá hay que buscar 'otras vías' para llegar a la verdad y a eso se le llama periodismo de investigación. Ese tipo de periodismo puede abrirle los ojos a todo un país ante las mentiras de su presidente, ante el escándalo de una empresa farmacéutica que emplea a ciudadanos del llamado 'tercer mundo' como cobayas o desvelar datos sobre el terrorismo de estado. Pero ejercer de juez, policía y fiscal, esa no es la labor del medio de comunicación. Y menos, abusando del dolor de una persona, disminuida psíquica, para arrebatarle una confesión ante las cámaras. Algunos videos posteriores nos han demostrado que la ética periodística brilló por su ausencia mientras Isabel García suplicaba que no la grabaran más y los redactores, versión real de la escalofriante -y divertida- parodia que hizo Billy Wilder de ellos en la película 'Primera plana', ya veían su nombre escrito en letras de platino en la historia de las audiencias más mezquinas. Porque...si por una buena audiencia vale todo, ¿cuándo podemos empezar a retransmitir un reallity en el corredor de la muerte, para conocer la vida y los delitos de aquellos que aguardan una sentencia que les libre o les condene a la pena capital?



Hay momentos en los que la realidad nos planta cara y me gustaría pensar que en esos momentos, el dolor de unos familiares no juega a favor de la audiencia. Porque si es así, tenemos un serio problema.

lunes, 7 de marzo de 2011

Las aventuras de Enrique y Ana. Cap. 14

1987. Madrid





SUGUS de piña o de fresa. SNUS. Y no me tires de la lengua... maricón. Cigarrillos LOLA.


ENRIQUE

Para mí que eso que te metes en la boca está prohibido.


ANA

Hay tantas cosas que deberían estar prohibidas y no lo están. Empezando por tus discos, Enrique.



sábado, 5 de marzo de 2011

Perdido en mi ordenador


Hace un tiempo, me dispuse a comprar unos billetes de avión a través de internet cuando apareció la página de inicio del buscador Google, algo (hasta ese momento) bastante cotidiano. “No me lo puedo creer”, dijo Marta. Como no entendí a qué se refería, cometí el tremendo error de preguntar. “Pues que tienes el Google blanco y lo que se lleva ahora es el Google negro”, dijo. En ocasiones, el organismo de Marta reacciona de manera críptica a los estímulos externos. Sospeché que era una de esas veces. “¿Sabías que un fondo de pantalla blanco consume hasta 750 megavatios hora al año? Ahora se lleva el Backle, que es todo negro y ahorra energía”. “O sea”, apunté, “que el blanco gasta y el negro ahorra. Eso no se lo dirás a Etoo a la cara”. No funcionó. Chiste malo en saco roto. Una vez más. El caso es que en cuanto Marta se marchó de casa, la conciencia se despertó y me cambié la página de inicio de toda la vida por una completamente negra, elegante aunque algo funesta. Pues bien, hará como cuatro días que invité a un grupo de amigos a cenar a casa; Marta incluida. En un momento de la noche, hablando del colosal brazo de Rafa Nadal -“eso es un brazo y no el brazo de gitano que compraba mi madre los domingos”, dijo un invitado-, acabamos buscando fotos en la red para callar la boca de aquellos que decían que solo era una extremidad del tenista la que tenía ese volumen y que la otra era corriente. Y cuando abro internet y Marta se enfrenta a mi página negra va y suelta: “¿Aún estás con esa página negra? ¿Pero no sabes que todo aquello del ahorro de energía acabó siendo una leyenda urbana?” Y me contó que se había demostrado que el Google negro no solo no reducía energía sino que en los monitores LCD, el 75% del mercado, incrementaba el consumo. “Yo así no puedo vivir, sin saber nunca a qué atenerme”, comenté, algo sobreactuado. “Estamos tan desamparados, en el centro de este bombardeo de información, que no nos queda más remedio que creer en algo, aunque mañana lo desmientan. Que yo ya no sé qué hacer para cumplir con mi siglo”. Y me puse a llorar, como en un drama lorquiano, ante la mirada incrédula de mis invitados. Desde entonces, solo recibo excusas cada vez que organizo una cenita en casa. Insolidarios.

jueves, 3 de marzo de 2011

Tal como éramos

Marta vino la otra tarde a casa con una botella de vino y una película en DVD. “Ribera de Duero y Sydney Pollack. ¿Se te ocurre mejor plan?”, me dijo. La respuesta fue negativa, como no podía ser de otra manera. Y Marta, que me conoce bien, no había alquilado Las aventuras de Jeremiah Johson, ni Tootsie, ni siquiera Memorias de África, por la que siento una especial devoción. Marta entró con Tal como éramos en la mano. Aún a riesgo de ser considerados unos cursis de libro, mi amiga y yo lloramos a moco tendido cada vez que Katie Morosky le aparta el mechón de pelo de la frente a Hubbell Gardner. “Hubbell, tu chica es encantadora. ¿Por qué no venís un día a cenar a casa?”, dice Marta, al mismo tiempo que el personaje que interpreta Barbra Streisand lo hace en la película. “No puedo Katie. No puedo”, digo yo, a la vez que Robert Redford. “Lo sé”, dice Marta Streisand. Y llega lo del mechón. Y vemos que en sus ojos hay amor; tanto amor como la absoluta seguridad de saberse incompatibles. Y lentamente, como de puntillas, aparece la canción de Marvin Hamlisch. Y Marta y yo nos miramos y empezamos a soltar agua como dos presas abriendo compuertas.

Marta se considera a sí misma, aunque con el rímel corrido y los mocos colgando no lo parezca, una ‘chica katie’, basándose en el guión del último capítulo de la segunda temporada de Sexo en Nueva York. Carrie Bradshaw pensaba que había dos tipos de mujeres en el mundo: las simples, las nada problemáticas, y las ‘katie’, esas que viven apasionadamente sus ideales y pueden resultar incómodas para ciertos hombres. Marta está segura que ella ahora no tiene pareja porque es una ‘chica katie’, una mujer que prefiere ser ella misma aunque eso suponga renunciar al amor de su vida. “¿No lo dirás por Leo, el novio ese tuyo que tuneaba el coche?”, apunté con los ojos como platos y la nariz roja. Y Marta lo negó con la cabeza, algo ofendida con la duda, mientras se sonaba con una servilleta de papel. Lo celebré abriendo otra botella de vino. El director de Tal como éramos, Sydney Pollack, murió el 26 de mayo de 2008, víctima de un cáncer. Marta y yo todavía le rendimos homenaje como mejor sabemos hacerlo: brindando -y llorando- con el final de The way we were.


miércoles, 2 de marzo de 2011

Las alitas no están de moda

Marta y yo salimos a la calle dispuestos a tomar un aperitivo en un viejo bar que nos sirvió de escenario en unos tiempos en los que todo se vivía con una intensidad agotadora; ya fueran emociones o desolaciones. Regresar a las paredes de baldosa blanca y barra de lápida desgatada que nos habían visto beber por desamor y devorar por amor era todo un ejercicio de nostalgia. Pero según nos acercábamos al bar nos íbamos dando cuenta que no nos motivaba tanto la memoria de una adolescencia intensa como la reminiscencia gastronómica de aquellas alitas de pollo que, sin lugar a dudas, eran las mejores de toda la ciudad.

Cuando abrimos la puerta del local percibimos que el tiempo ya había hecho de las suyas. Los camareros vestían de negro, la encimera de la barra desprendía una luz muy desagradecida, pálida, como la de una visión fantasmagórica, y las baldosas blancas habían dado paso a unas placas de pizarra que decía Marta que dan a todo un aire “mucho más zen”. Buscamos un espacio entre las mesas. “¿Nos pones una ración de esas alitas tan buenas que tenéis?”, pidió Marta. La camarera puso cara de asistir al final de Pink Flamingos y contestó, con una sonrisita condescendiente: “Lo siento. Ya no tenemos alitas en la carta”. Y nos dejó sobre la mesa un tríptico lleno de sojas, rúculas y sashimis.

Marta y yo nos miramos atónitos y algo preocupados. No sabíamos si aquello nos estaba provocando tanta rabia que parecía nostalgia, como cantan los Astrud, o si realmente nos estábamos haciendo, no sin cierta angustia, mayores y empezábamos a tomarnos en serio el espinoso discurso de la tradición, aunque fuese en su vertiente culinaria. Al vernos la cara, la camarera, haciendo alarde de una ofensiva amabilidad, nos dijo: “Las alitas y los muslos de pollo han perdido categoría social en Occidente”. Antes de que yo pidiese la hoja de reclamaciones y Marta le arrancase el piercing de la ceja, la muchacha añadió: “La subida de los precios de los alimentos es una consecuencia de los hábitos alimenticios del planeta. ¿Sabían ustedes que una de las razones de que la leche y la carne de vaca sean más caras es que los chinos y los indios están empezando a consumirla? Para ellos es una cuestión de prestigio pasarse a esos alimentos. Y en Europa sucede lo contrario con las extremidades. Por eso se las dejamos a África, donde ahora están muy de moda”.

Luego nos enteramos que la chica estaba haciendo una tesis sobre los hábitos alimentarios y cómo influyen en el mercado mundial. Pero ya era tarde. Marta ya le había insultado. Mientras, yo pensaba en lo difícil que se me haría volver a probar alitas si para ello tenía que viajar hasta Uganda.