domingo, 15 de agosto de 2010

Dos bandos


Una noche de mi más reciente existencia soñé que Tony Bennett me llamaba para interpretar junto a él For once in my life. Y, de repente, antes de que pudiera contestar con un emocionado sí, una mujer entraba gritando en la habitación y me despertaba. Al abrir los ojos, confuso en la plataforma que separa lo real de lo onírico, comprobé que no quedaba ni rastro de la voz de Tony Bennett pero que los gritos continuaban, como si pretendieran acompañarme de la mano hasta la cruda realidad. Las voces alteradas que discutían al otro lado de la puerta eran femeninas y perfectamente reconocibles. Brinqué de la cama, con el corazón pellizcado, y justo cuando salí del dormitorio escuché: "Tú siempre le has tenido manía desde lo de Encarna Sánchez", apuntaba mi hermana. "No tiene nada que ver. Lo que pasa es que no sabe cantar boleros y no tiene ni la mitad de presencia en un escenario que la Jurado", contestaba mi madre. "Pero, ¿tú has visto cómo mueve la bata de cola?", argumentaba mi hermana. "¿Y el chorro de voz de Rocío? La Pantoja no le llega ni a la suela del zapato", aclaraba mi madre con la serenidad del que cree tener la razón. Así es; las dos estaban discutiendo, cual Zapatero vs Rajoy, por Isabel Pantoja y Rocío Jurado. "¿Os parece normal?", pregunté, intentando serenar, con algo de sentido común, la discusión. "Si es que le ha cogido una manía a la Pantoja...", decía mi hermana. "Yo lo único que digo es que si lo ha hecho, que lo pague", contraatacaba mi madre, pegando donde más dolía. Desde entonces, cada vez que veo o leo una noticia sobre La Pantoja y Marbella, me acuerdo de mi casa, como ET. No he dejado de pensar en el hogar familiar y en cómo se desarrollaría la batalla de claveles, coplas y volantes. "Se ha metido en la cama", dijo mi madre cuando llamé por teléfono. Y mi madre me contó que no hacía otra cosa que ver programas de televisión para luego incordiar a mi hermana con la evolución de las pesquisas. Pensé en lo mucho que nos gusta a los españoles posicionarnos en bandos contrarios. Ya sea deporte, política, religión o canción española; lo importante es asegurarnos delante un buen rival con quien discutir como Dios manda. Y en ese momento recibí un sms desde el móvil de mi hermana: "Por la salud de la copla. ¡Pantoja en libertad! Pásalo". Menos mal que no nos falta el sentido del humor.

sábado, 14 de agosto de 2010

Yo, Sociedad Limitada


“Me siento como una cebra invitada a una fiesta de leones”, me comentó mi amiga Encarna la otra tarde. Así definió la sensación que le provocó abrirse un perfil en una famosa red social. Yo le había inducido a ello asegurándole que era la manera más rápida de conocer gente pero ahora, tras ese comentario, ya no sé si opino lo mismo. “Encarna hace algunos años que abandonó la cuarentena”, subrayó Marta, en otra ocasión. “¿Qué quieres decir con eso?”, pregunté. “¿Qué las redes sociales son cosa de adolescentes?” Y Marta, con esa seguridad que se gasta, colocó encima de la mesa un artículo en el que se leía, en una impactante negrita: ‘Yo, Sociedad Limitada”. El texto hablaba de un estudio sobre usuarios de comunidades online que había llegado a la conclusión de que la gente que usa estos servicios de redes sociales tenía un ego difícilmente saciable. “Yo tengo perfil en Facebook y otro en Tuenti. ¿Acaso me ves como un egocéntrico?”, dije, sobreactuando en el papel de ofendido. “Estábamos hablando de Encarna y hemos pasado a hablar de ti. Contéstate tú mismo”, respondió. Odio que me deje sin argumentos. “Y todavía vosotros, que venís de la generación de los lápices Alpino, tenéis un pase. Pero los de 20 y 30 años…esos tienen un ego inabarcable”. Según Marta, los usuarios de las redes sociales tipo Facebook, Tuenti o MySpace, son gente muy segura de sí misma y con alta autoestima. “Gestionan su propio esfuerzo personal como si se tratase de una empresa: autopromocionándose, gestionando las amistades,…”, explicó Marta. Y empecé a sentirme un poco cebra. “Has empujado a Encarna hacia un mundo igual de competitivo que el real”, sentenció. Ya en mi casa, corrí a Internet y busqué el famoso estudio para intentar encontrar un oasis en el que las cebras pudiésemos beber sin miedo a servir de canapé a los leones. El estudio había clasificado a los diferentes usuarios por su forma de estar y relacionarse en la red. Estaba el famoso (que normalmente no tiene detrás a la mismísima Madonna), el líder (conectado las 24 horas), el artista (que autopromociona su obra), la mariposa social (buscan relaciones afectivo-sexuales), el reportero (cuenta su vida en la red), el viajero (intercambiando datos de interés sobre los lugares que visita), el desconfiado (pocos amigos en perfiles poco activos) y el mirón (cotillear la vida de los demás sin interrelacionarse). Llamé corriendo a Encarna. Le dije que no debía tener miedo. Que en las redes sociales no hay cebras. Solo mariposas. Aunque, ahora que lo pienso, eso no es ningún consuelo.

viernes, 13 de agosto de 2010

El número 1

En ocasiones, me olvido del último superventas, de la novedad discográfica de la semana, y rebusco en mi discoteca algún compacto -los vinilos, hasta que encuentre un plato, los tengo de exposición- que me devuelva a ese tiempo pasado que, si bien no fue mejor, sonaba de maravilla. Volver a escuchar a los Thompson Twins, a Yazoo o a Radio Futura es una experiencia muy recomendable que, aunque siempre negaremos haber llegado a esta conclusión, nos hace pensar que ya no se hacen canciones como las de antes, detalle inequívoco de que nos estamos haciendo mayores. El otro día recuperé Enemigos de lo ajeno, de El Último de la Fila, uno de los mejores discos del pop-rock español. Y desgañitándome a golpe de Insurrección, llegué al argumento de que no me gusta ser el primero. Tengo cierta alergia al número 1, al que acepta sin discusión las normas del sistema y hace de su vida una carrera en la que lo importante no es llegar, sino llegar el primero. Existir en un absorvente estado de competitividad que le obliga a saberlo todo, a tenerlo todo, a probarlo todo, antes que los demás. Los periódicos, la televisión y, desde luego, nuestro lugar de trabajo, están llenos de personas que, como recién salidos de un máster en Nietzsche, han renunciado a la humildad y se han encarnado en ‘superyos’ contemporáneos. “¿Te das cuenta que piensas como un cura?”, me dijo mi amiga Marta, sabiendo que esa frase provocaría en mí unas llagas que ríete tú de las que producía el agua bendita en la carne de la niña de El Exorcista. “‘Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos’. Eso dijo Jesús a sus apóstoles. Flipo que aún me acuerde de las clases de religión”, añadió. Y mientras yo me lamía las heridas e intentaba diferenciar entre cristianismo y catolicismo, me asaltó una duda: ¿qué va a ser de esos 10.000 españoles que quisieron ser los primeros en tener un HD-DVD y Toshiba decidió dejar de fabricarlos, sin devolver un duro? Y en ese instante sonó Soy un accidente y se disiparon todas mis dudas.



jueves, 12 de agosto de 2010

Mi barba


Me la dejo o no me la dejo. Esa es la cuestión. Dejar de sufrir las implacables y afiladas intervenciones de la cuchilla de afeitar o abrir los poros a la bella -mejor escrito, a la ‘vella’- libertad del pelo. Vamos, que me estoy dejando la barba. Ya lo había decidido mucho antes de que los voluntarios del PP le pidieran a Rajoy que se afeitase para poder ganar las elecciones. E incluso antes de saber que en la mayoría de las culturas, los hombres con vello facial representan atributos como sabiduría, potencia sexual y estatus social. Todo lo que los voluntarios del PP quieren arrebatarle a don Mariano de un plumazo, con perdón, que no soy yo de chistecitos con las cosas de comer. Hablé con mi amiga Marta y ella me dio una pista. “Todos los hombres que yo conozco se han dejado barba al menos una vez en la vida”, me aclaró. O sea, que uno no llega a ser un verdadero hombre hasta que se enmoqueta la cara con su buen pelo. Sin embargo, Emma, la ex secretaria rubia de mi ex psicoanalista, me dijo que a ella la barba le producía sensación de falta de higiene y que, para colmo, le resultaba una característica sospechosa que, en un conflicto, ayudaría a inculpar a su propietario. “Por favor, eso es una estupidez”, apunté. “La gente bondadosa tiene barba. Mira Santa Claus. O Solbes”, añadí. “O un cura ortodoxo”, contraatacó ella, dejándome boquiabierto porque, que yo sepa, Emma es rubia de nacimiento y ese tipo de afirmaciones levantan dudas sobre un pasado moreno. “Nuestros obispos van afeitados y tampoco me fiaría mucho de ellos”, apunté. Emma, como hace siempre, me dejó por imposible y yo me autoconvencí de que la barba posiblemente me hiciera más mayor pero lo compensaría con interés, que es lo que despierta el vello facial en quien lo mira. “¿Has probado a besar apasionadamente a alguien con barba?”, preguntó Marta. No contesté. “¿Te acuerdas de aquel novio montañero que tuve?”, continuó. “Desde que empecé a salir con él, cambié la piel del contorno de los labios tres veces. Lo tuve que dejar porque no ganaba para aloe vera”. Luego le dije que mi barba sería diferente; suave y romántica como una balada; que mi barba se llamaría Barba Streisand. Y Marta se marchó amenazándome con no volver a verme jamás. Con o sin barba.

martes, 10 de agosto de 2010

"Galimatías", de Algora

Freddie coleccionaba mariposas. Era un chico introvertido que un día, embriagado de valor, secuestró a Miranda, la chica de la que se había enamorado, sin tan siquiera cruzar dos palabras, y la encerró en el sótano de su casa de campo, a esperar que en ella naciese el mismo sentimiento. Freddie era el protagonista de El Coleccionista, la novela de John Fowles que, en 1965, llevó al cine William Wyler. Hay algo de ese personaje que me visita cada vez que escucho el último disco de Víctor Algora, “Galimatías”.

Fantaseo con que Algora, tras esa apariencia de niño introvertido, esconde un entomólogo fascinado por los insectos. Desde hace tres años, colecciona cucarachas, libélulas y escarabajos. Con el tiempo, su habitación se ha convertido en un cuarto de maravillas, como aquellos del siglo XVI, donde uno podría encontrar desde sangre de dragón hasta esqueletos con cuatro dedos. Imagino que en una vitrina especial duerme el querido hombre cebolla, junto a la mesa de anatomías animales. Y mirando hacia la pequeña pared que enmarca la puerta de entrada, hay bocetos de Disney en blanco y negro, cráneos rotos sobre mesas cubiertas por viejos tapetes de terciopelo, cocodrilos disecados e hijos larva sobre un colchón de crisálidas.

Y es que Galimatías es el tablero de un juego que no tiene instrucciones, que se va desarrollando a medida que lanzas los dados y las fichas recorren, a paso de peregrino, el universo de uno de los creadores musicales más cautivadores de los últimos años. Si nos cuenta una historia de amor, no suena a historia de amor. Y eso, en los tiempos de Vale Music, significa mucho. Nos habla de inmigración ilegal en 50 estrellas, de amores mal entendidos en Cocodrilo y de amor en Los ojos del insecto. Escucho Menos que cero y me sorprendo al descubrir a Andrew McCarthy entre los renglones torcidos de Los Ángeles, cantando ‘cierra bien la puerta’ marcando el playback perfectamente. Es dejar escapar los primeros compases de Escornabois (escarabajo en gallego) y trasladarte a una canción escrita y dibujada por Tim Burton. Y como los cuartos de maravillas, como las discotecas abarrotadas, como los desvanes, esconde una pequeña joya que aumenta su valor a medida que pasa desapercibida. Se titula Y le sacarán los ojos. Y si se pudiera engarzar, sería un perfecto broche con el que enterrarnos, como faraones venidos a más.

He escuchado mucho Galimatías. Aún no tanto como Planes de verano, pero eso es cuestión de tiempo. Lo he escuchado lo suficiente como para estar convencido de que Algora, como Freddie con Miranda, hace canciones con el único objetivo de que nos enamoremos perdidamente de él, aunque él prefiera seguir mirando, embelesado, los ojos del insecto.

Parece que fue ayer

Parece que fue ayer cuando España ganó el Mundial. Parece que fue ayer, y no hace un mes, cuando sentí que el país rompía con los prejuicios de la bandera, oscuro patrimonio de un pasado, y renacían nuevos complejos en colectivos nacionalistas que confundían el tocino con la velocidad. Hoy, paseando por las calles de un barrio madrileño casi desértico, compruebo que las banderas siguen colgadas de los balcones, como lantanas secas que no responden al viento porque, fundamentalmente, no corre ni una pizca de aire. He pasado unos días en Amsterdam y Bruselas y en ambos destinos he encontrado hombres, en bares y museos, vestidos con la camiseta de la selección española. Hombres españoles, no se vayan a creer ustedes que la fiebre es europeísta. Quizá para ellos no ha pasado el tiempo y el 11 de julio fue ayer. Dice una amiga mía que España padece el síndrome del nuevo rico, que como no está acostumbrado al lujo y la victoria, lo vive con una ostentación casi ridícula. No sé si acierta ese diagnóstico pero me he aburrido de escuchar a jóvenes ‘erasmus’ cantar eso de “yo soy español, español, español”, curiosamente el mismo día que todos los medios de comunicación en Bruselas informaban de la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Admito que no profeso ninguna querencia por la supuesta fiesta nacional, que detesto el maltrato en todas sus posibilidades y que el mundo del toro no me resulta especialmente simpático. Sin embargo, una vez más la actitud ejemplarizante de Cataluña se ha quedado en un quiero y no puedo. Si en la era de la versión original ellos optan por doblar, en la ruptura con el maltrato animal ellos deciden mantener los ‘correbous’, otro ejercicio de crueldad que, curiosamente, han olvidado prohibir. Decepcionante. Me bloqueo como un PC y me niego a resucitar la teoría de las dos Españas. Me aburre el simple impulso de escribirlo. Pero asisto a las reacciones de mis contemporáneos con escalofriante incredulidad. Me cuentan una anécdota relacionada con Valery Lagutik, un acordeonista ruso que, junto a su hermano gemelo Vitaly, forma parte del paisaje urbano de Zamora como músico ambulante. Lo mismo interpreta un ‘Asturias’ de Albéniz que un ‘Campanera’. En plenas fiestas de San Fermín, Valery probó suerte en Pamplona. En la vorágine mundialista, el hombre se plantó la camiseta de la selección ganadora, lo que para él sería un detalle de hermandad, y acabó víctima de una agresión por parte de un grupo de energúmenos que vieron en esa camiseta un enemigo. Valery cogió su acordeón y, asustado, regresó a Zamora. Curiosidad: su hermano y él grabaron hace unos años un cedé que incluía su versión del pasodoble/jota ‘No te vayas de Navarra’. Toma regate del destino. Me encuentro como una hormiga desconcertada, observando el mundo humano a través de un caleidoscopio, desde un estremecedor contrapicado que deforma los cuerpos y nubla las mentes, algunas apenas dotadas de ideas dispuestas a construir un mundo más justo. Creo que no me ha sentado bien la vuelta al trabajo. Voy a ver si me potencio las endorfinas y cambio el ánimo. Lo mismo después soy capaz de ver al ser humano con mejores ojos.