miércoles, 30 de junio de 2010

Olvidad el 68

Era el 40 aniversario de Mayo del 68 y yo escribí esto:




Sólo con imaginarme la que se nos viene encima, tiemblo. No tengo el talante para mucha conmemoración y aguantar homilías sobre mayo del 68...me pilla con mucha cana y poca gana. Y esta apatía no tiene que ver con que los años me hayan vuelto un escéptico o haya dejado de emocionarme la lucha por la utopía, que además se me antoja una palabra preciosa. Es más bien que prefiero seguir buscando nuevas utopías bajo los adoquines que vivir de la mitificación de lo que otros hicieron. En otras palabras, que no tengo ganas de escuchar a un montón de señores con traje, corbata y exquisita cuenta corriente narrar, desde detrás de una mesa de madera de caoba, cómo se lucha contra el poder, la familia y el sistema. “En eso tenía razón la consigna”, recordó mi amiga Marta. “Quizá cuando gritaban eso de ‘la imaginación al poder’, no estaban buscando un cambio, sino un intercambio.” Miré a Marta y dije: “Resulta espantoso observar las pocas cosas en las que aún podemos creer”. Marta cree que es retorcido celebrar el cuadragésimo aniversario de la revolución de mayo cuando hay que pagar una hipoteca, que te ata a un banco por el resto de tus días, con el sueldo mileurista que paga alguno de esos empresarios, nacidos del espíritu del 68, a los que trabajan en sus empresas. Marta parece un Dani, el rojo de la desmitificación. De hecho, el que fuera organizador de aquella revuelta en la que lo realista era pedir lo imposible, publica un libro en el que le quita empaque a aquellos días de París. ‘Olvidad el 68. El 68 está enterrado bajo cuarenta años que han cambiado el mundo’, dice Daniel Cohn-Bendit. ‘Eran días absurdos. No queda nada de mayo del 68’, añade. Qué raro. Toda Francia, con lo chovinistas que son ellos, renegando de su revuelta de la utopía. “¿No será todo una campaña de Sarkozy para evitar cualquier agitación que no sea la suya propia junto a Carla Bruni?”, pregunté al viento. “Lo que hay que hacer es buscar nuevos horizontes”, apuntó Marta. “Que te parece éste: El 68 ha muerto. ¡Viva el 69!”, añadió. Y pensamos que mayo era tan buen mes como otro cualquiera para celebrar una revolución sexual.

martes, 29 de junio de 2010

Katharine Hepburn

Katharine Hepburn falleció el 29 de junio de 2003. Aquel día, yo escribí esto.




Lo sé. Está un poquito harta de escuchar y leer lo mismo cientos de veces. Que si Hollywood encontró en usted a su estrella más testaruda, que si nadie le ganó en rebeldía, que si representó a una mujer adelantada a su época. Está bien. No diré eso de que fue una dama rebelde. Pero permítame un minuto, ya sé que tiene prisa, para comentarle que el otro día me sorprendí con el iris encharcado frente a una copia desgastada de Adivina quién viene esta noche. No es la primera vez que me sucede pero el otro día fue distinto. Cuando Matt Drayton, el papel que interpreta magistralmente su Spencer Tracy, cierra el filme con una lección de tolerancia y usted tan solo le mira, enamorada y entregada, no puedo evitar llorar. Pero el otro día fue distinto. El papel de Christina Drayton seguía emocionándome, pero la sensación era incómoda. ¿Sabe que sólo Meryl Streep igualó en la última ceremonia su récord de doce nominaciones al Oscar? Seguro que sí. Por cierto, Broadway apagó todas sus luces el primer martes de julio. No, no tenía nada que ver con los sindicatos de actores. Creo que fue una cuestión de amor. Pienso que sí. Basta con emocionar para recibir afecto. Y usted nos regaló muchas emociones convertidas en interpretación. Envueltas en papel de leopardo, como La fiera de mi niña; en una bolsa de palos de golf, como en Historias de Filadelfia; en papel de periódico, como en La costilla de Adán; o chorreando agua, como en La reina de África. No quiero entretenerla más. Sé que tiene que marcharse, aunque soy uno de esos que prefería saber que estaba aquí a pesar de no verla. Sólo quería darle las gracias. Gracias por su trabajo. Por la señora Venable de De repente, el último verano, por la Mary Tyrone de Larga jornada hacia la noche, por la Leonor de Aquitania de El león en invierno, por la Ethel Thayer de En el estanque dorado,... Vale. Ya paro. Sólo una cosa más. Sé que ha tenido fama de mujer fría pero, como cantó una vez un artista de mi país, quizá es que no vieron que temblaba siempre que la querían. Nada más. Bueno, una cosa. Que para mí, como para Frank Capra, hay actrices, actrices y Katharine Hepburn. Hasta la próxima, gran dama.

Kurt y Courtney. Capítulo IV. "Litium"

Resulta que Kurt ha iniciado una terapia nueva pero a Courtney no le deja dormir. Tramón.

lunes, 28 de junio de 2010

Celebrar el orgullo


Un 28 de junio de 1969 un grupo de personas le plantaron cara a un sistema represor que les trataba como ciudadanos de segunda, como víctimas perennes de la burla, el escarnio y la prepotencia de los demás. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando explicamos que aquello sucedió en el bar Stonewall de Nueva York y que las personas que se rebelaron contra la redada policial eran homosexuales y transexuales, la audiencia pone gesto de “ya estamos otra vez con lo mismo”. A nadie se le ocurriría poner esa cara cuando se habla de lo que significó el I have a dream de Martin Luther King para los derechos civiles de los afroamericanos. Quizá por eso hay que seguir celebrando cada 28 de junio como si fuera el primero. Por eso y porque, por extraño que parezca, a medida que aumentan los logros del colectivo LGTB, crece la homofobia. Lo explicó el investigador estadounidense David William Foster en una universidad mexicana y las cifras de Amnistía Internacional lo confirman. Sólo en Brasil se asesinaron 190 homosexuales en 2008. La ONU tiene aprobada una declaración contra la homofobia pero no emite informes específicos porque algunos países miembros, como Egipto, lo verían como una imposición de los países occidentales. Eufemismo donde los haya. Y no hace falta mirar a los países musulmanes. En nuestra sacro santa Unión Europea, la homofobia planea sobre sus estados sin que a nadie parezca importarle mucho. Las ONG’s alertan de un aumento considerable en Gran Bretaña y las cifras de Italia son escalofriantes. No hay semana en la que algún homosexual o transexual no sea agredido gravemente en alguna ciudad italiana. Mientras, su parlamento se niega a condenar la homofobia por ley y la Unión Europea hace la vista gorda. En España tiene que aparecer una clínica que cura la homosexualidad para que nos demos cuenta que la realidad no es tan amable. Sólo hay que rascar un poco para ver que todos esos derechos son un oasis y que, en la práctica, el oasis es sólo un espejismo.


Para un país y sus habitantes celebrar el orgullo gay no es un problema, celebrarlo en traje de chaqueta o en tanga no es un problema, tener pluma o no tener pluma no es un problema; ser homófono, sí es un problema. Y cuando hablo de homofobia no sólo me refiero al asesino que sale a la caza del homosexual para acabar ensangrentando titulares en los medios de comunicación más sensacionalistas; también señalo al grupo de niñatos que, de botellón, gritan “maricones” a una pareja de chicos que pasa a su lado. Incluso me parece que hay mala intención en la consulta que aparecía la semana pasada en un periódico andaluz, en la que se preguntaba a la gente qué le parecía que el ayuntamiento invirtiera 300.000 euros en financiar los actos del Día del Orgullo Gay. La encuesta, manipuladora y malintencionada, logró que un 82% de la población se posicionase en contra. Claro, con ese enunciado, hasta yo estoy en contra; si hay que ajustarse el cinturón, nos lo ajustamos todos. Así que espero que ese periódico también consulte si hay que financiar el desfile de las Fuerzas Armadas o si en esta época de crisis nos parece bien que cada jugador de la Selección Española cobre 600.000 euros si ganan el mundial.


Les voy a confesar algo, antes de irme de vacaciones. En el programa de RNE que dirijo y presento -"La Transversal"-, no habitualmente, las cosas como son, pero de vez en cuando me encuentro con mensajes en el contestador en el que se me insulta con un lenguaje académico tipo “palomo cojo” o “es que no hay más presentadores en RNE que tienen que poner ustedes a ese maricón…”. Que yo sea un “palomo cojo” no es un problema; que alguien coja el teléfono, marque el número del programa y deje ese mensaje en nuestro contestador, con rabia en la voz, sí es un problema. Lo que no tengo muy claro, señor, es si su problema tiene solución.

Feliz Orgullo Gay a todos y todas.


viernes, 25 de junio de 2010

Animales de compañía


Hace una semana me presentaron a un matrimonio austríaco, Karin y Gerhard, que disfrutaba de unos días de vacaciones en España. No recuerdo en qué momento de la conversación, ni siquiera en qué copa de vino, empezamos a hablar de animales. Nunca he entendido las conversaciones de humanos que versan sobre animales de compañía y se alargan más de veinte minutos. Que si cómo quererlos, que si cómo mimarlos, que si cómo cuidarlos, con qué alimentarlos,... Y justo cuando estaba a punto de aislarme en el cuarto de baño más cercano, Karin comenzó a narrar, en un inquietante castellano, la historia de su última mascota. Se llamaba Frida y era una boa constrictor. “Era un delicia”, interrumpió Gerhard. Según contaron, la serpiente convivía con ellos en una perfecta armonía. Incluso llegaron a permitir que durmiera a los pies de la cama. Hasta que un día, dejó de comer. El tiempo que pasó la boa sin ingerir las presas que Frida y Gerhard le proporcionaban superó los datos que recibieron sobre su alimentación el día que la compraron. Así que el matrimonio optó por llevar a Frida al veterinario. “Este animal no puede salir de aquí”, les explicó. “Ha dejado de engullir porque piensa comerse a uno de ustedes”, añadió. Y el animal acabó en un terrario municipal. “Es increíble la personalidad que tienen las serpientes, ¿verdad?”, apuntó Gerhard. “Al principio lo pasé fatal con su ausencia -comentó Karin- porque una boa puede proporcionar unos momentos fantásticos en la convivencia”. Y yo les miraba y pensaba: “Pero estos dos...¿son gilipollas?” Nunca comprenderé ese esnobismo -siempre delictivo- que empuja a determinados seres, supuestamente humanos, a introducir animales salvajes en un entorno doméstico. Sería preferible que ellos se internasen en un dominio salvaje y todos viviríamos más tranquilos. Karin y Gerhard continuaban hablando de exóticos animales de compañía cuando abandoné la reunión. Mientras me alejaba, no podía evitar pensar en el reconocimiento social que hubiera merecido Frida al zamparse a uno de los dos.

jueves, 24 de junio de 2010

El síndrome de la abuela esclava


Todo sucedió la pasada tarde, cuando quedé con Marta para tomar un café. A los quince minutos de espera, recibí un sms anunciándome un pequeño retraso. Como normalmente soy yo el que llega tarde, no pude hacer otra cosa que aceptarlo con deportividad y aguantar solo en el bar, delante de mi segunda taza de café vacía. Fue entonces cuando me fijé en una señora de unos 70 años, elegante pero no ostentosa, sentada dos mesas más allá. No leía, no fumaba, no miraba a su alrededor ni se entretenía perdiendo la atención en la pantalla de la televisión del bar. En la expresión de su mirada se percibía que no estaba allí, que estaba lejos, en cualquier otro lugar. De repente, un sonido agudo y chirriante, como el de un tenedor rayando la cerámica de un plato, destrozó la calma. “¡Abuelaaa!”, gritó un niño. Junto a él, una cría de pocos años menos se enganchó al cuello de la abuela con una pasión desenfrenada que casi vuelca la silla. Luego entró la que debía ser la madre de las criaturas, con actitud desbordada y varias bolsas en las manos. “Mamá, perdona que hayamos llegado tarde pero es que el tráfico está espantoso”. Y besó a la abuela. “Te los dejo que tengo mucha prisa. Si en una hora no te he llamado, te los llevas a casa, los das de merendar y por favor, que hagan los deberes. Nada de tele que se atocinan”. “Pero si la abuela no tiene Play”, reprochó el niño. “Luego me paso por casa y los recojo. Portáos bien”. Otro beso y salió del bar en un visto y no visto. Los niños empezaron a hacerle preguntas a la abuela que la mujer no sabía, no quería o no podía contestar. Ella solo sonreía, aunque sus ojos no habían abandonado la expresión ausente. “Síndrome de la abuela esclava”, pensé. Recordé un estudio de la Universidad Autónoma de Madrid que asegura que solo un 18% de las abuelas creen que esa tarea de cuidar a los nietos para que sus hijos puedan conciliar vida laboral y familiar es una obligación y no un placer. Algo me dice que esa estadística no es del todo cierta. Sospecho que el número es mayor pero... ¿quién puede decir en voz alta que está harta de críar hijos para empezar a criar nietos, con lo mal visto que está eso? Las estadísticas hablan de abuelas enfermas de hipertensión, migraña, angina de pecho y depresión. Y en ese instante recibí otro sms de Marta. Acababa de ver una portada de los Mojinos Escozíos y se le había cortado la digestión. Anulaba la cita. No estaba para nadie. Como una abuela.

miércoles, 23 de junio de 2010

La melancolía de viajar en Metro


Amigo, desde que sobrevivo en Madrid viajo mucho en Metro. El Metro, esos vagones subterráneos que alguna mente con exceso de sol instaló en Palma, fuera o no fuera necesario, es uno de los medios de transporte más efectivos y tristes que existen; tal es la melancolía que provoca un trayecto en Metro, donde no existe la luz natural y los seres humanos se mueven en desfiles de autómatas como en La invasión de los ladrones de ultracuerpos, que la gente prefiere dormir, cerrar los ojos a su entorno, o aislarse mediante un mp3 o algo de lectura más o menos convencional. A veces a mí también me pasa y si el Ipod no tiene batería o me he dejado en la mesilla Una casa en el fin del mCursivaundo de Michael Cunningham, busco una salida al abatimiento y comienzo a imaginarme historias detrás de los ojos de la persona que tengo sentada enfrente, y en las expresiones congeladas desde las 8 de la mañana de un grupo de ecuatorianos, y en las manos que sujetan un libro envuelto en papel de periódico, para que no se ensucie la cubierta, o tras las cabezadas incontrolables de una mujer casi anciana que oculta sus zapatos tras varias bolsas con compra del mercado. En uno de esos recorridos por el subsuelo, sin libro ni música que echarme a la imaginación, me llamó la atención un titular sensacionalista del periódico de veinte páginas que leía la persona que viajaba a mi lado. En la misma tipografía que el publicista de Pepa Flores utilizaría para promocionar el regreso de ‘la más grande’ a la música, leí: “¡Tranquilos, los ricos viven menos!”. Así, con signos de admiración y subtítulos jocosos que nos hicieran pensar, a todos esos individuos anónimos que viajábamos en ese vagón –porque los ricos no van en Metro-, que en el fondo, los afortunados éramos nosotros no ellos, que viajan en coches de lunas tintadas y aire acondicionado, que ven la luz del sol mientras hablan por el móvil con la secretaria que les reserva mesa para esa noche en el restaurante de moda. ¡Qué bueno ser pobre de clase media ahora que el dinero, además de no dar la felicidad, acorta la vida! Al llegar a mi destino se lo conté a Emma, la ex secretaria rubia de mi ex psicoanalista, y dijo: “¿Estaba bueno el tío que leía eso?” Así que llamé a Marta, que es como entrevistar a Loquillo, que siempre te da un titular. O dos. “Me parece una ofensa inmoral que alguien se dedique a elaborar estadísticas absurdas con el objetivo de hacernos creer que los ricos también lloran porque su consumo insostenible de bienes y servicios perjudica seriamente su esperanza de vida”, contestó indignada. Le expliqué que existen 14 consejos para vivir más tiempo y que quizá deberíamos ponerlos en práctica: no dormir demasiado, ser optimista, practicar más sexo, tener una mascota, hacerte análisis regularmente, dejar de fumar, vivir con tranquilidad, comer alimentos antioxidantes, emparejarte bien genéticamente (o sea, que tu pareja también tenga padres y abuelos longevos. Eso suponiendo que desees que tu hijo también viva mucho, que eso va en gustos), hacer ejercicio, reír, perder peso, controlar el estrés y meditar. “¿No te das cuenta que hay que ser rico para poder cumplir con todo eso?”, apuntó Marta. Y decidimos que, aunque pobres, esa noche íbamos a intentar cumplir con el tercer consejo tantas veces como ricos dicen que entran en el infierno.