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lunes, 24 de octubre de 2011

Relato cortante (25 cosas que odio)

Los vecinos del piso de arriba se han mudado. Esa parece ser una buena razón para que el propietario del piso -mejor dicho, del edificio. Mejor dicho, de varios edificios-, decida rehabilitarlo de arriba a abajo, algo que no hizo mientras los inquilinos vivían allí. Supongo que ahora podrá cobrar un alquiler más alto. No me gusta la gente que acumula pisos (1). Me recuerdan a Shylock (2), el judío usurero de El mercader de Venecia. El caso es que todos los días, de lunes a sábado, a las 8 de la mañana, un equipo de albañiles polacos comienza a picar con el martillo y la maza (3). Comprenderán ustedes que lleve varias semanas despertándome con un humor de perros. No de cualquier perro; de un rottweiler (4), raza potencialmente peligrosa.

Mientras caminas hacia el cuarto de baño, aún con el corazón dormido, piensas que lo que te gustaría sería hacer con la cabeza del albañil lo mismo que él está haciendo con el martillo. No pasa nada por sentir eso. Es positivo. Actúa como un vasodilatador de la convivencia. Me lo ha dicho la psicóloga. El problema puede estar en lo que hagas con lo que sientes. Subir un piso, en calzoncillos y camiseta estampada con el rostro de Estrella emulando el Aladdin Sane de David Bowie, llamar a la puerta, arrancarle el martillo de las manos al albañil y acabar la secuencia como la finalizaría Quentin Tarantino, es delito. Pero imaginar –ojo, imaginar- que le revientas la cabeza al albañil que te despierta todas las mañanas con el puto martillo, eso es bueno. Ayuda. Lo que no ayuda nada es abrir la nevera, sacar la botella de leche y ver que apenas queda para media taza. Guardar en la nevera los envases con apenas contenido (5) es algo que me pone frenético. No poder tomarme un café con leche en casa, antes de salir a la calle, (6) me cambia el metabolismo y el carácter. Opto por el café solo. Café y martillo es una combinación casi anfetamínica.

Conecto la tele. Subo el volumen para que la sinfonía de instrumentos de percusión me permita escuchar que la agencia de calificación Moody’s (7) sigue la pauta de Standard & Poor’s (8) y Fitch (9) y rebaja otra vez la calificación de solvencia de España (10). De Aa2 a A1. A no ser que seas un Audi, esas letras no molan. No puedo entender que unas empresas privadas puedan poner en jaque a todo un país. Dicen que hay que recortar (11) más. Vuelvo a imaginar cosas que yo recortaría en todos ellos, incluidos banqueros (12), políticos (13) y consejos de administración (14). Imaginar no es malo. Aunque en tu imaginación lo dejes todo como en un capítulo de Dexter.

El trasiego de albañiles que suben y bajan por la escalera del edificio es continuo. Y su sorprendente capacidad para darle siempre una patada a mi felpudo y que choque contra mi puerta (15) me tiene asombrado. Esos albañiles son los malditos Mayumana (16). En esos casos lo mejor es dejar el trabajo para mañana y salir a la calle.


Paso por delante de una librería y veo en el escaparate el libro de Mariano Rajoy, junto al de Esteban González Pons (17). Me pregunto si todo el PP piensa sacar libro antes del 20-N. Antes que ponerme a caminar sin rumbo fijo decido que guiaré mis pasos hacia la Fnac, así podré hojear el libro de Pons. A veces me preocupa la irresistible atracción que siento por el abismo (18). Esto sí que es caminar por el lado salvaje de la vida y no lo que hacía Lou Reed.

Subo hasta la planta de libros y voy derecho, nunca mejor dicho, a por el libro. Hay una chica a mi lado consultando un ejemplar de Gente tóxica, de Bernardo Stamateas, y me mira confundida. Mira el libro de Pons. Me vuelve a mirar a mí. No sé qué pensará pero la gente no debería fiarse de las apariencias (19). No desde la irrupción de las tribus urbanas en nuestra sociedad. Abro y leo: “Las Fallas significan que aunque todo pasa y nada permanece, lo que tenga que venir forma parte de nosotros mismos tanto como lo que vayamos a perder. (…) El viento encendido se lleva lo que somos y lo que tenemos atesorado pero también despeja el solar para que empecemos a plantar nuestra siguiente falla. En el fondo, liberalismo, liberalismo, liberalismo”. Dejo el libro donde estaba y me planteo si adentrarme en los baños del establecimiento donde, parece ser, uno puede tener sexo furtivo sin compromiso de permanencia. No es que el libro me haya puesto cachondo. Es que el sexo, a veces, me resetea el disco duro.

Otra vez en la calle. Pienso si regresar al concierto de percusión de mi hogar o comer fuera. Entro en un local de buffet libre. Lo primero que me encuentro es ese estúpido dispensador de gel para limpiarse las manos en seco (20). ¿Qué pasó con el agua y el jabón? ¿También les afectaron los recortes? Ese gel me parece cosa de guarros (21) y guarras (22). Creo que lo de la Gripe A se lo inventó un empresario con stock de gel que no sabía qué hacer con él y mira, ahora está forrado. Salgo del restaurante. Camino sin dejar de dudar (23) sobre qué es lo que debo hacer. Me cruzo con un chico peinado como si fuera un tucán (24) que va escuchando música en su móvil sin auriculares. No soporto tener que escuchar reggaeton (25) si yo no quiero escuchar reggaeton. Imagino qué haría con ese móvil. Imaginar no es malo. Liberalismo, liberalismo, liberalismo. Mientras camino hacia ninguna parte me doy cuenta de que si hay algo que odio es no tener el talento suficiente como para escribir un artículo sin tener que ‘rendir homenaje’ al Relato Cortante de John Waters.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Pesadilla sorda

Los hipocondríacos somos carne de cañón. Nuestro pánico a los síntomas y a todo aquello que nuestra imaginación puede sospechar nos convierte en el paciente rentable para un seguro médico. Y, posiblemente, para un nuevo modelo de Seguridad Social basada en el co-pago. No es cuestión de creer estar en mejores manos cuando te atiende un médico de la sanidad privada que cuando lo hace uno de la Seguridad Social. De hecho, algunas veces son los mismos. Tiene más que ver con el hecho de esperar, con las listas de espera, con las citas que se alargan en el tiempo dejando al hipocondríaco al amparo de su miedo y, lo que es peor, con el síntoma a cuestas.

No soy un hipocondríaco de libro. O mejor dicho, de película de Woody Allen. No escucho datos sobre una enfermedad y, acto seguido, los padezco. Soy de los que siente un dolor, una molestia real, y tiende a pensar que en vez de una simple gastroenteritis es un tumor en el estómago. Me angustia tanto el dolor, el sufrimiento y la enfermedad que necesito, con urgencia, el diagnóstico de un médico. Ponerme enteramente en sus manos, creer en él con una fe ciega, para poder relajarme, saber qué es exactamente lo que siento y curarlo. Soy un creyente absoluto en la medicina. Pero ese miedo a la incertidumbre, a padecer un síntoma sin saber qué lo provoca, me empujó a hacerme un seguro médico.

Desde hace más o menos un mes y medio, un ligero pitido habita en mi oído. Es tan sutil que durante el día, con el ruido ambiental, apenas lo percibo. Sin embargo, por la noche, en el silencio, apoyando el oído contra la almohada, el sonido se hace más evidente. No es insoportable pero tampoco lógico. Así que, decidí acudir al otorrino. Solicité cita en mi seguro médico. Me la dieron para la misma semana. El doctor me miró los dos oídos y me encargó una audiometría y una radiografía dorsal lumbar. Todo eso me lo hice en menos de una semana. De hecho, el martes pasado, tuve la segunda consulta con el doctor. Todo rápido. Como me gusta. Eso sí, cobrando a cada paso, a 3 euros el paso.

Al llegar a la consulta y entrar en la sala de espera, vi a siete personas aguardando su turno. Dije buenos días. Nadie contestó. Antes de pensar que eran todos unos maleducados llegué a la conclusión de que si estaba en la consulta de un otorrinolaringólogo, posiblemente, estaban todos sordos.

En la consulta, el médico colocó las radiografías en la pantalla luminosa. Vió un pequeño pinzamiento en las vértebras pero nada importante. La audiometría, bien. Aseguró que era el desgaste lógico de un oído de 44 años. “¿Y el pitido?”, pregunté.

-Los ruidos, por definición, no se quitan. Excepto los que se quitan – me soltó. Lógica aplastante pero poco reconfortante.

-Ya pero…el pitido sigue ahí – insistí.

-Es que ese tipo de síntomas que no son comprobables a primera vista son difíciles de valorar. Usted dice que el pitido está ahí pero yo no lo oigo. Yo puedo pensar que se lo inventa.


No puede ser verdad. Esto no me está pasando a mí. Me he quedado dormido en la sala de espera y estoy viviendo una pesadilla sorda.

-No podemos hacer nada. Hay cosas que la medicina no sabe.

Y pensaba, ¿es que no me va a preguntar en qué trabajo, si estoy en contacto con ruidos, con volúmenes muy altos,… algo que pueda encauzar el diagnóstico? Pues no. Lo que me dijo fue que me marchase a casa y si el pitido permanecía durante meses, que volviese.

-Mire, es que por el día, camuflado con el sonido ambiental, no lo percibo casi pero por la noche, en el silencio…

-¡Normal! ¿Qué quiere usted? ¿Tener un trombón en el oído? Si usted escucha la radio por la noche, la tendrá que poner bajita y aún así la escuchará. Pues el pitido igual, aunque sea de intensidad baja, con el silencio, pues lógico que lo escuche.

Paciencia, paciencia, paciencia.

-Entonces, ¿la causa de esta molestia? –reiteré, deseando creer.

-No lo sabemos. A lo mejor la razón está en otra parte. Ya veremos si se manifiesta en algún momento.

-Es que el pitido…

- ¿El pitido es suave? Suave. ¿Grave? Grave. ¿Esdrújulo? Pues esdrújulo. Mire, como no le molesta para su vida cotidiana, siga usted así. Que le molesta más, pues vuelva. Que le desaparece, pues venga y me invita a un café para celebrarlo.

Si no fuera porque me estaba tocando los cojones hubiese pensado que tenía delante a la reencarnación de Groucho Marx. Le dije que al menos necesitaba saber si hacía algo mal, para poder evitar esa conducta.

- Puede ser por estar sometido a mucho ruido, puede ser una lesión cervical, puede ser consecuencia de una pasada otitis, pueden ser muchas cosas. Pero tampoco es para que piense ‘qué horror de vida me espera’. Siga usted su vida y cuando el pitido se haga insoportable, venga. Adiós. Buenos días.

Me planteo si debo pedir una segunda opinión. ¡Claro! ¡Así se sustenta la sanidad privada! Con monstruos que te hacen pasar la tarjeta tres veces, no te solucionan nada y te abocan a la segunda opinión, que te obligará a pagar otras tres veces. Supongo que es el riesgo de la sanidad como negocio. Ahora comprendo la actitud de aquellos pacientes en la sala de espera. Total, para lo que hay que oír.