Solo necesito sentarme ante un Telediario para saber lo que realmente estimula a nuestra sociedad. Cada vez estoy más convencido de que, a pesar de los intentos por ver la vida como una portada de revista cara, llena de sumarios sugerentes e incitantes, todo se resuelve con una simple operación matemática de resultado par. El producto puede que no sea exactamente divisible por dos y, en ocasiones, designará un número impreciso pero todos, consciente o inconscientemente, nos situaremos junto a una u otra cifra. Reclamamos, con más derecho que voz, un cambio de la ley electoral para dejar de sentir que estamos en un falso sistema bipartidista pero es imposible: somos carne de par. Necesitamos el par, el símbolo de géminis, para posicionarnos y, de inmediato, enfrentarnos. Aunque rechacemos los polos opuestos como parrilla de salida, nos venden una realidad tan fragmentada, tan burda, tan plana, tan poco dada a los matices, que acabamos vistiendo el uniforme de un equipo u otro como si nos fuera la liga en ello.
Si poco podemos hacer ante eso (la bipolaridad no es otra cosa que el número par en absoluta libertad), nuestra capacidad de decisión se limita a elegir, en medida de nuestras posibilidades, entrenador. En el reino del número par solo hay dos opciones: o te entrena Mourinho o te entrena Guardiola. Dos métodos y un mismo objetivo. Salimos a la calle como si irrumpiésemos en el terreno de juego, con la misma energía, con ganas de comernos el mundo, de regatearnos las oportunidades los unos a los otros y acabar, con un poco de suerte y mucho esfuerzo, apuntándonos un tanto. La diferencia está en el talante, esa palabra que en los últimos años ha sido más argumento de burla que un principio a seguir. Para mí es importante. De hecho, en una sociedad polarizada como la nuestra, es la única tabla de salvación que nos queda para no acabar convertidos en hienas. Es difícil no posicionarse pero, ya que lo hacemos, necesito alinearme junto a los que incentivan desde la humildad, desde la confianza en el individuo para que trabaje en equipo, desde conceptos que ya suenan tan pretéritos como educación y respeto. Por eso me alegró la victoria del Barça frente al irritante Real Madrid.
Esta semana, la semana en la que la señora Cospedal y la señora Mato nos dejaron entrever lo que nos espera cuando lleguen al poder (Mato dijo que nunca había visto tanta manipulación en la televisión pública como ahora. Debe ser que en la era Urdaci o en la era María Antonia Iglesias veía Telecinco), me he encontrado con bases del Partido Popular que han elevado a ‘escándalo’ el supuesto ‘enfrentamiento’ entre la periodista Ana Pastor y la política argumentando que Ana es hermana de Mercedes Pastor, la jefa de prensa del presidente de Castilla La Mancha, José María Barreda, candidato del PSOE a la reelección y, por lo tanto, adversario de Cospedal en las próximas elecciones autonómicas. Añaden que ese parentesco inhabilita a Ana Pastor para hacer esa entrevista. Sin embargo, ser marido, cuñado, hijo o amigo íntimo de un político parece no inhabilitar en absoluto para hacer eso que ellos llaman ‘negocios’. Debo relajarme. Me lo exige mi entrenador desde el banquillo. Es que me parece un ejemplo de osadía insólita atreverse a denunciar manipulación en la actual TVE teniendo los casos de Telemadrid o Canal 9 tan cerca.
Como no me interesa nada el fútbol, mientras se jugaba el Barça-Madrid, yo estaba en el teatro Valle-Inclán de Madrid viendo un verdadero espectáculo: Falstaff, en la adaptación de Marc Rosich y Andrés Lima sobre textos de Shakespeare. Por cierto, Andrés Lima, director y actor de la función, cada vez me recuerda más a Alex de la Iglesia. Dicho esto, solo puedo lamentar que este montaje no recorra toda España para que puedan disfrutarlo desde Lanzarote hasta Finisterre. Daría por bien empleados mis impuestos si esa producción de un teatro público no se quedase circunscrita a Madrid y rotase por nuestro país, como danza el gordo de Falstaff al ritmo de una botella. Acompañado por la actriz Cristina Fenollar, y con los directores de cine Félix Sabroso y Dunia Ayaso y los actores Paco León y Mariano Peña, disfruté del sorprendente resultado de una operación matemática que me demostró que tres horas de función no son igual a tostón y jaqueca. Una propuesta admirable y un reparto magistral, encabezado por un futuro premio Max llamado Pedro Casablanc en el papel de Falstaff, con Raúl Arévalo, Carmen Machi, Jesús Barranco o Rulo Pardo entre otros, formaban parte de la fórmula.
El gordo de Falstaff no es un personaje; es la vida misma. Es la conciencia borracha que solo busca sobrevivir en el terreno de juego cuando está tan gordo que ni siquiera puede correr tras el balón. Falstaff vive en un mundo en guerra que se retroalimenta para que sigamos enfrentándonos los unos a los otros. Un mundo en el que la fuerza, la traición y la ambición por el poder son sinónimos de triunfo. Un mundo par, sin apenas guardiolas y docenas de mourinhos y cospedales. Un mundo que nos vende pena porque sabe que la pena, como le sucedió al gordo Falstaff, es lo único que nos puede matar.