Pocas cosas hay más incómodas que comprobar como el propio conocimiento de la realidad rompe alguno de los argumentos que con lealtad has defendido durante años. Pocas cosas, se lo aseguro, son tan desconcertantes como notar que puedes llegar a empatizar con el populismo de tus antípodas ideológicas. Les juro que lo que voy a escribir hoy, como le sucede a algunos padres cuando llega el momento de castigar a sus hijos, me duele más que a ti.
Siempre he defendido la necesidad de ‘lo público’ ante todos aquellos que proclaman la privatización como si fuera una consigna revolucionaria. No, no he cambiado de opinión. Sigo creyendo en ‘lo público’. Lo que ya no tengo tan claro es si la cultura y ‘lo público’ son conceptos antagónicos o, como mínimo, poco funcionales.
Cuando hablamos de políticas culturales acabamos hablando de financiación, de subvención, de cualquier tipo de ayuda que licencie al artista para acceder a los recursos económicos que le permitan crear y sobrevivir de su trabajo. Es importante que el Ministerio de Cultura, o las administraciones autonómicas que tengan transferidas esas competencias, aporten capital a proyectos de artes plásticas, escénicas, musicales, literarias, cinematográficas, y que esos proyectos se materialicen, permitiendo que lleguen al gran público a un precio razonable y, si es posible, gratis. Eso, para mí, es la principal baza que tiene la administración pública en la cultura.
Pero, en tiempos de crisis económica, en tiempos en los que la ciudadanía acampa en las plazas y se manifiesta en las calles reclamando el fin del despilfarro público y cuestionando la financiación de las Comunidades Autónomas, en tiempos en los que miramos con lupa, y debemos seguir haciéndolo, si la clase política viaja o no en business, si abusa del coche oficial, e incluso nos atrevimos a cuestionar, todos a una y sin falta de razón, los privilegios de un colectivo como el de los controladores aéreos, ¿de verdad pensábamos que podríamos seguir justificando, por ejemplo, que además de la Orquesta y Coro Nacionales de España, mantengamos también al Coro y Orquesta del Teatro Real, al Coro y Orquesta de RTVE, al Coro y Orquesta del teatro de la Zarzuela –este depende de la CAM-,…? Pues me atrevería a decir que sí. Sólo me haría cambiar de opinión que todos esos artistas antepusieran su condición de funcionarios a la de creadores. Por eso hoy, he cambiado de opinión.
Las artes escénicas son caras. Sus costes crecen pero hay algo que ya parece estar asumido desde el origen y es su baja productividad. Creo que hacer una función al día, dos los fines de semana, no es sinónimo de baja productividad. Sin embargo, sí me lo parece que los montajes del Centro Dramático Nacional, por ejemplo, en los que se invierten enormes cantidades de dinero público, no puedan verse en Valladolid, en Málaga o en Palma de Mallorca. Son espectáculos carísimos que se representan durante un mes, en el mejor de los casos, y mueren. Algo incomprensible incluso para los propios directores y actores que participan en ellos.
Me he cansado de preguntar por qué y la respuesta que obtengo siempre es escalofriante: los convenios y derechos adquiridos del funcionario que trabaja en los teatros son incompatibles con la creación. Se han convertido en su propio talón de Aquiles, cada vez más sensible, y llega a un punto en el que el funcionariado que trabaja en teatros públicos, desde orquestas y coros hasta técnicos y maquinistas, se ven como un auténtico lastre a la hora de sacar adelante cualquier propuesta escénica. Las proyectos ven la luz, desde luego, ahí están las programaciones para demostrarlo. Pero salen gracias a la paciencia y esfuerzo diplomático de los profesionales independientes de la cultura que, cada día, como inmersos en un teatro del absurdo, torean con normativas, convenios y representantes sindicales que pretenden que la creatividad tenga horario de oficina. Y la creatividad se paga, y debería pagarse muy bien, pero no se regula. Y eso, no tiene fácil solución.
Cuentan que Esperanza Aguirre (de ahora en adelante, Escalofrío Aguirre) quiso despedir a todo el coro del Teatro de la Zarzuela pero los costes que debía afrontar en indemnizaciones eran tan elevados que lo hacían imposible.
Algunos hablan que la solución reside en un sistema mixto de financiación cultural. Sobre el papel, parece lógico. Pero cuando usted, empresario privado, creador contratado por la empresa, entre en el teatro público para montar, imaginemos, una adaptación lírica de La Regenta, esto es lo que se va a encontrar. Y no es broma:
-debe trabajar con todo el coro. Es una imposición. Aunque su idea inicial fueran diez personas, usted la cambia y mete a 50.
-tienen dos horas de ensayo de escena al día, con una pausa de 5 minutos entre hora y hora. Si la pausa coincide en medio del ensayo de la escena, abandonarán la escena, sin esperar a finalizarla.
-no se ponen el vestuario hasta el ensayo pregeneral. Esto significa dos ensayos antes del estreno. Las posibilidades de solucionar cualquier error quedan considerablemente reducidas. Aunque las largas jornadas que tengan que emplear las personas de sastrería para arreglar los problemas y llegar al estreno no deben importarles mucho a sus ‘compañeros’ del coro.
-el coro no tiene la obligación de hacer ninguna acción teatral o coreográfica aparte de la de cantar. Si lo hacen se considera figuración y se cobra aparte.
-por si acaso algún cantante antepone su ilusión por el proyecto y su condición natural de artista a su rentable condición de funcionario, tanto el maestro de coro como la representante sindical, siempre presentes en todos los ensayos para comprobar que se cumple estrictamente el convenio, acudirán a recriminarle tal acción, que pone en evidencia al ‘sistema’, al convenio y al resto de sus compañeros.
-aunque falten unos acordes para acabar una escena y finalizar el ensayo, el coro se va a su hora en punto. Ni un minuto más.
- si los técnicos y maquinistas tienen que realizar algún cambio escenográfico sin bajar el telón negro, aunque sea a oscuras, lo tienen que cobrar aparte. Por convenio, a ellos no se les puede ver, ni siquiera intuir, en escena. Eso significa que aunque tengas allí a cinco maquinistas, deberás contratar a cinco externos para que hagan los cambios en la escenografía.
-si, por casualidad, alguien ha olvidado un objeto de atrezzo o un elemento de vestuario en la escena, supongamos, un sombrero, ese objeto solo podrá ser retirado de la escena por el responsable del departamento al que corresponda. Nadie más. Aunque eso comporte parar el ensayo hasta que aparezca la persona autorizada a tocar ese elemento.
-ensayas con un técnico de sonido, o con una regidora, y cuando llega el día del estreno, se piden el día libre que les corresponde y aparece un compañero suyo que no tiene ni idea del montaje.
Y estas son solo algunas pinceladas.
No me negarán que montar un espectáculo en un teatro público es una experiencia digna de una comedia de Billy Wilder o Woody Allen. Una experiencia que, en tiempos de crisis y con la espada de Damocles siempre encima de la Cultura, resulta insolidaria, desfavorable y tremendamente innecesaria. Porque entre el empresario privado explotador y este régimen de poder funcionarial, tiene que existir un término medio a favor de la Cultura y la creación. Y en ese término medio habita el estado del bienestar.