Los noruegos han puesto en un brete a mi familia y eso no está bien. Ya habíamos superado aquellas declaraciones de Eva Sannum diciendo que los españoles no la aceptábamos como reina. Ella lo que no sabía es que los españoles, entendidos como masa patriótica, tenemos unas tragaderas que ni Linda Lovelace. Y particularmente, somos un país lleno de hogares que no son más que pequeñas repúblicas independientes -precioso invento publicitario de otros nórdicos- en las que nos importa más o menos poco el asunto de la sangre azul. Me refería a un estudio de la Universidad de Oslo y el Instituto de Salud Ocupacional, publicado en la revista Science, que ha llegado a la conclusión de que el hijo mayor es el más conservador, perfeccionista e inteligente; el mediano tiene más facilidad para desarrollar emociones negativas pero también resulta más sociable; y el pequeño, el eterno mimado, que adopta posturas más revolucionarias, bohemias, que se anima a correr más riesgos pero que también es el más débil de los tres. Mi madre se dio de bruces con la noticia mientras buscaba fotos del hijo de Pé y Bar. Sólo tuvo que levantar la mirada del periódico para ver delante de ella a sus tres hijos, o lo que es lo mismo, a sus tres joyas. “¿Me quieres decir que entonces soy yo la problemática? ¿Es eso lo que quieres decir?”, dijo la de enmedio, en plan Isabel San Sebastián a punto de abandonar la mesa de 59 segundos. “Yo no digo nada”, balbuceó mi madre. “Son los noruegos”. “¿Yo conservador? ¿Yo, que me quedé afónico de gritar ‘No a la guerra’?”, apunté. “Esos noruegos no tienen ni idea de cómo funcionamos los españoles”, añadí. “Bueno, os dejo que a y media entro en Ikea”, dijo la pequeña. “Claro, como tú siempre has sido la preferida de mamá”, disparó la de enmedio contra la pequeña. “Para nada. El preferido de mamá siempre he sido yo”, comenté, en plan perfeccionista e inteligente. Lo curioso es que ninguno de los tres nos dimos cuenta de que mi madre se había marchado al cine hacía media hora.
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