Siguiendo tu consejo, me estoy conociendo a mí mismo y aún no sé si me alegro. Intento canjear mi espíritu malo de la Navidad por uno bueno y con tal objetivo me he enfrentado a las que, desde hace años, vienen siendo mis asignaturas pendientes en esto de las habilidades sociales. Primero fuí, con unas amigas, a tomar un café al Solleric, en Palma, entorno perfecto para convertirte en presa de las vendedoras ambulantes chinas. Ellas, con su muestrario completo de los siempre prácticos micrófonos luminosos, un puñado de destellos y las imprescindibles tiaras brillantes, tienen un talento especial para irrumpir en las conversaciones con una sonrisa a prueba del vestidor de Mariah Carey. Te juro que lo intenté pero es que estas chinas son como las contracciones del embarazo, tienes una cada cinco minutos. Así es imposible mantener un diálogo coherente y a la novena vez que me encontré con un pikachu resplandeciente ante mis narices contesté un NO tajante y nada amistoso que no borró la sonrisa de su cara y sí la recondujo automáticamente a la mesa de al lado, donde unas señoras vestidas y peinadas como si acabasen de interpretar una obra de Noel Coward, le dijeron: “No gracias, pero que tengas suerte guapa”. ¡Otra vez el espíritu de la Navidad!, pensé. Un día después probé suerte con las operadoras. Llamé a Telefónica, ahora Movistar, y me contestó una voz: “Bienvenido a la línea de atención personalizada”. ¿Atención personalizada? ¡Pero si estoy hablando con una máquina! Y lo que es peor, después de hacerme hablar durante cinco minutos con ella, como si fuera un esquizofrénico, la voz me dijo: “No disponemos de la consulta solicitada”. ¡Y me colgó! ¿De verdad crees que tengo que seguir intentándolo? Tal vez deberías aceptarme tal y como soy: complicado; más complicado que armar un mueble de Ikea, que esa es otra. Un beso. Paco.
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