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domingo, 23 de mayo de 2010

España es un 'cuadro'

Están por todas partes. Y todos llevan la misma camiseta. Viajando en el metro, esperando en la cola del supermercado o sentados en el capó de un coche, justo delante de mi balcón, fumándose un pitillo como quien no quiere la cosa. Al principio pensé que eran fruto de mi imaginación. Ahora presagio que forman parte de un larguísimo flashmob de remoto final. Son los sufridores oficiales del fútbol español: los hínchas del Atlético de Madrid. Deduzco que han sido tantos años de resignación que una victoria se vive con la pasión del que encuentra un objeto de la infancia que ya daba por perdido. El caso es que la ciudad entera es rojiblanca. Emplean la camiseta del equipo como una prenda más de su armario y pasean su orgullo castizo por empresas, cines y restaurantes. Empatizo con la satisfacción pero no llego a conectar con la necesidad de demostrarla vistiendo una pieza que, para mí, forma parte de un disfraz. Lo siento. La camiseta de un equipo de fútbol no me representa en absoluto –como no lo hace un traje de luces o un hábito de monje- y únicamente la podría vestir en una fiesta de carnaval. Por eso me sorprende cruzarme con ellos en las situaciones más cotidianas. Lo veo como si después de que José Tomás saliera por la puerta grande de Las Ventas, todos los aficionados se tirasen tres semanas haciendo vida normal pero con una montera en la cabeza. Asumo que mi punto de vista puede desprender cierto tufillo a prejuicio y no me enorgullezco de ello. Simplemente apunto una sensación. Debería asumir esa prenda con la misma naturalidad con la que acepto las camisetas de Los Ramones, especialmente en adolescentes que no tienen ni idea de quienes eran Los Ramones. Sé que lo lograré.

Lo que difícilmente entenderé son las motivaciones que empujan al público, en el más primitivo sentido del concepto, a elegir el destino de su voto, sea cual sea la consulta a la que se le haya convocado. Acorralado por las incertidumbres que llevan asediándome varias semanas -¿soy el único que piensa que el Gobierno improvisa en cada comparecencia? ¿la gente olvidará la oscura hoja de servicios del PP gracias a la encomiable labor de los socialistas? ¿me pondré el despertador a las 6.15 para ver el capítulo final de Perdidos?- asisto con estupefacción al hecho de que Belén Esteban ganase, gracias al voto popular, un concurso de baile sin haber aprendido a bailar ni la Yenka. Una de dos: o en este país nos lo tomamos todo a cachondeo (que tampoco es mala opción con la que está cayendo) o España es un ‘cuadro’. Observo en el Metro de Madrid los carteles sobre los 242 colegios públicos y los 32 institutos que serán bilingües a partir del próximo curso. Lo anuncian a bombo y platillo bajo el eslogan “La educación que queremos” y un contundente “Yes, we want”. Al poco tiempo, varios profesores de inglés, y algún que otro nativo, apuntan que “yes, we want” es una incorrección tremenda, por mucho homenaje a Obama que esconda detrás, y que lo correcto debería ser “yes, we want it”. Lo que les decía, un cuadro.

Me ha llamado Israel Cotes, uno de los propietarios de La Fresh Gallery junto a Topacio Fresh, para comunicarme que, una vez desmontada la exposición de Fabio de Miguel, ya puedo pasar a recoger mi cuadro. Soy propietario de un McNamara. Ya sé en qué pared lo voy a colgar. Se trata de una Fake Marilyn, un lienzo circular en el que el artista ha reinterpretado la Marilyn de Warhol y le ha dado un giro a medio camino entre una alienígena de Mars Attack y la Faye Dunaway de Queridísima mamá en pleno ataque de perchas. Una maravilla que sólo podía nacer de la mente inquieta y mística del auténtico ideólogo de la movida madrileña. Lo pondré cerca de la tele. Esos ojos al revés de la Marilyn McNamara obtendrán un significado especial cuando encienda la televisión.



lunes, 26 de abril de 2010

Generación Lowboy

foto by Óscar Monzón


En ocasiones pienso que pertenezco a una generación invisible. Los sociólogos estudian y analizan los roles, las conductas, las motivaciones de las personas nacidas en una determinada década: la generación X; su cohorte demográfica sucesora, la generación Y; posiblemente ya se estén escribiendo libros sobre la generación Z. Al margen de preguntarme qué sucederá con las generaciones posteriores ahora que se nos ha terminado el abecedario, tengo la imagen de que mi generación, prácticamente inapreciable y muy poco atractiva para los estudiosos, se queda sin perrito que le ladre. Todo el mundo asume que esa generación está, como corresponde a su edad, perfectamente engranada en el sistema, ocupando puestos de poder y alimentando las frustraciones y el pesimismo de las generaciones posteriores. Sin embargo, yo me veo como un amasijo confuso, tan heterogéneo como desordenado, donde convive, no sin cierto conflicto, la lectura de Douglas Coupland, la necesidad de caer rendido ante las nuevas tecnologías y acabar comprándome un iPhone, la razón de no llegar a entender el mundo sin un correo electrónico o un entorno wifi, la moda de ser visible en una red social y tener un perfil en Facebook, sentirme más marcado por la aparición del sida que por la caída del muro de Berlín o la devoción por artistas como Fabio McNamara, Las Costus, Nirvana o el trío Acuario. Vamos, una esquizofrenia generacional. Podríamos decir que pertenezco a la generación Lowboy. Para alimentar ese diagnóstico asistí a la presentación, en el Instituto Francés de Madrid, del ensayo Kate Moss Machine, del columnista de Le Monde, Christian Salmon (Storytelling). El escritor transformó a la famosa modelo en la imagen del capitalismo contemporáneo, en el personaje rebelde que logró transformar la transgresión en una norma social. Allí estaba Miguel Roig, el director creativo ejecutivo de Saatchi & Saatchi, y el diseñador –aunque él prefiere que le llamemos modista- Lorenzo Caprile. Entre el público estaba el especialista en moda Txema Mirón, más reconocido como FadFix, además de algún estilista, algún coolhunter y muchos consumidores de moda y belleza. Como apuntó Caprile –más duro en su análisis que el propio Salmon- la industria de la estética y la belleza juega, como sucede con la industria armamentística y la farmacéutica, con nuestros miedos más atávicos. En este caso, con nuestra necesidad de gustar, de destacar, de fingir siempre otra edad más competitiva, más atractiva, más triunfadora. No sé si mi esquizofrenia generacional me permite ser un estratega de mí mismo y hacer uso de mis capacidades con el objetivo de dar la mejor imagen que tengo, pero de lo que estoy seguro es de que me convierte en víctima de todos los miedos, sea cual sea la generación que los amamante. Ese miedo, esa sensación de ser efímero perpetuamente amenazado, es el responsable de que, en alguna ocasión, en lugar de quedarme paralizado haya saltado sobre mi deseo con la ansiedad de consumarlo. No responde a ninguna norma; más bien a un instinto esposado al capitalismo actual. De esa manera, y con un argumento mucho menos elaborado que éste, llegué a la galería de mis amigos Israel Cotes y Topacio Fresh y adquirí un cuadro firmado por uno de mis ídolos: Fabio McNamara, hoy Fabio de Miguel. El hombre que cantó aquello de Voy a ser mamá junto a un joven Pedro Almodóvar, que centrifugó mis neuronas con sus frases en Laberinto de Pasiones o me empujó a la pista de baile al ritmo de Gritando amor, ahora se ha entregado, en cuerpo y alma, a Dios y a la pintura. Se equivocan aquellos que piensan que su actual misticismo, su personalidad de misa y comunión diaria, ha sedado su ingenio. En absoluto. Fabio sigue reservando su ingenio, sus travesuras con el lenguaje, su reinvención de la greguería de Gómez de la Serna en una especie de ‘greguería pop’, para su círculo más íntimo. Creo que pagaría por tener la suerte de compartir un té con pastas con Fabio y amigos y sentarme a escuchar. En esa Cruz de Mayo de ídolos de carne y hueso, Fabio ocupa un lugar privilegiado. Por eso me hacía tanta ilusión su primera exposición en solitario, “Como Dios manda”, y desde el primer momento me nubló la mente la idea de adquirir una obra. Leo que él habla con Dios y Dios le pide que pinte porque ve el mundo del arte aburridísimo. Es de una espiritualidad daliniana. Llegué a la inauguración, en La Fresh Gallery, con el deseo de fotografiarme con Fabio. Contaban que llegaría customizado, bajando las escaleras de la galería mientras sonaba el himno de España…Nada de eso sucedió. Entró del brazo de Mario Vaquerizo, que parecía protegerle de cualquier mal, como un ángel de la guarda, y de la galerista Topacio Fresh. Venía de misa. He visto que fue recibido con aplausos. Allí estaba su amiga Alaska para darle la bienvenida y decenas de admiradores entregados: Alex de la Iglesia, Carlos Díez, Félix Sabroso, Pepa Charro, Jorge Calvo, José Martret, Javier Martínez Noriega (La Plástika), Paco Clavel y hasta el mismísimo Pedro Almodóvar. Cuando entró en la galería confieso que me puse nervioso, como la fan adolescente que se sitúa ante su admiración. Lo noté tan vulnerable que no me atreví a pedirle una fotografía. Luego he sabido que se fotografió con todo el mundo, que habló con todo el mundo, que ejerció de estrella invitada y lo hizo como sólo él sabe hacerlo. Cuando relajé a la adolescente descerebrada que llevo dentro y me autoconvencí de que podría acercarme a él, retratarnos, y no agobiarle con todo lo que desearía contarle, me dijeron que ya se había marchado. Siempre he tenido la sensación de llegar tarde a la Historia. A veces pienso que incluso a la mía propia. Hoy, observando el muro vacío de mi casa donde colgaré una de sus Fake Marilyns, me reafirmo en que Fabio marcó a una generación. Yo, en agradecimiento, le enmarcaré a él.