Están por todas partes. Y todos llevan la misma camiseta. Viajando en el metro, esperando en la cola del supermercado o sentados en el capó de un coche, justo delante de mi balcón, fumándose un pitillo como quien no quiere la cosa. Al principio pensé que eran fruto de mi imaginación. Ahora presagio que forman parte de un larguísimo flashmob de remoto final. Son los sufridores oficiales del fútbol español: los hínchas del Atlético de Madrid. Deduzco que han sido tantos años de resignación que una victoria se vive con la pasión del que encuentra un objeto de la infancia que ya daba por perdido. El caso es que la ciudad entera es rojiblanca. Emplean la camiseta del equipo como una prenda más de su armario y pasean su orgullo castizo por empresas, cines y restaurantes. Empatizo con la satisfacción pero no llego a conectar con la necesidad de demostrarla vistiendo una pieza que, para mí, forma parte de un disfraz. Lo siento. La camiseta de un equipo de fútbol no me representa en absoluto –como no lo hace un traje de luces o un hábito de monje- y únicamente la podría vestir en una fiesta de carnaval. Por eso me sorprende cruzarme con ellos en las situaciones más cotidianas. Lo veo como si después de que José Tomás saliera por la puerta grande de Las Ventas, todos los aficionados se tirasen tres semanas haciendo vida normal pero con una montera en la cabeza. Asumo que mi punto de vista puede desprender cierto tufillo a prejuicio y no me enorgullezco de ello. Simplemente apunto una sensación. Debería asumir esa prenda con la misma naturalidad con la que acepto las camisetas de Los Ramones, especialmente en adolescentes que no tienen ni idea de quienes eran Los Ramones. Sé que lo lograré.
Lo que difícilmente entenderé son las motivaciones que empujan al público, en el más primitivo sentido del concepto, a elegir el destino de su voto, sea cual sea la consulta a la que se le haya convocado. Acorralado por las incertidumbres que llevan asediándome varias semanas -¿soy el único que piensa que el Gobierno improvisa en cada comparecencia? ¿la gente olvidará la oscura hoja de servicios del PP gracias a la encomiable labor de los socialistas? ¿me pondré el despertador a las 6.15 para ver el capítulo final de Perdidos?- asisto con estupefacción al hecho de que Belén Esteban ganase, gracias al voto popular, un concurso de baile sin haber aprendido a bailar ni la Yenka. Una de dos: o en este país nos lo tomamos todo a cachondeo (que tampoco es mala opción con la que está cayendo) o España es un ‘cuadro’. Observo en el Metro de Madrid los carteles sobre los 242 colegios públicos y los 32 institutos que serán bilingües a partir del próximo curso. Lo anuncian a bombo y platillo bajo el eslogan “La educación que queremos” y un contundente “Yes, we want”. Al poco tiempo, varios profesores de inglés, y algún que otro nativo, apuntan que “yes, we want” es una incorrección tremenda, por mucho homenaje a Obama que esconda detrás, y que lo correcto debería ser “yes, we want it”. Lo que les decía, un cuadro.
Me ha llamado Israel Cotes, uno de los propietarios de La Fresh Gallery junto a Topacio Fresh, para comunicarme que, una vez desmontada la exposición de Fabio de Miguel, ya puedo pasar a recoger mi cuadro. Soy propietario de un McNamara. Ya sé en qué pared lo voy a colgar. Se trata de una Fake Marilyn, un lienzo circular en el que el artista ha reinterpretado la Marilyn de Warhol y le ha dado un giro a medio camino entre una alienígena de Mars Attack y la Faye Dunaway de Queridísima mamá en pleno ataque de perchas. Una maravilla que sólo podía nacer de la mente inquieta y mística del auténtico ideólogo de la movida madrileña. Lo pondré cerca de la tele. Esos ojos al revés de la Marilyn McNamara obtendrán un significado especial cuando encienda la televisión.
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