viernes, 7 de mayo de 2010
Qué bien se vive en la ignorancia
Delante de un zumo de naranja natural y de una taza de café con leche, con el disco de Florence + The Machine de fondo, mi amiga Marta y yo decidimos iniciar el día sin permitir que nada ni nadie lo alterase. Ella fumaba y yo intentaba abandonar la mirada en la danza abstracta del humo de su cigarrillo. Solo lo intentaba, porque los periódicos estaban a nuestro lado, intactos, retando nuestra paciencia, deseando explotar en noticias espeluznantes maquetadas para amargarnos el día. Y el salvapantallas del ordenador, con una imagen de la playa de Muro, hacía de cortafuegos frente al acceso a internet, la otra puerta a la realidad más surrealista. “Qué bien se vive en la ignorancia, ¿verdad?”, dijo Marta. Y salté sobre el diario, como un yonki de información, eligiendo una página al azar, con el ansia inconsciente del niño que desenvuelve un regalo. Y grité. “¿Ves? Eso te pasa por querer estar informado”, soltó Marta. “Pero...¿has visto esto?”, balbuceaba yo. “No, ni quiero. No quiero saber nada de islamistas, ni de presidentas de la Comunidad de Madrid que cada día se parecen más al emperador Palpatine de Star Wars, ni de malos tratos, ni de recesiones y crisis,...” Entonces levanté la página del periódico, emulando a la Norma Rae que reclamaba huelga en aquella película de Martin Ritt, y la situé frente a su mirada. Marta empezó a gritar, como si le hubiera echado colonia en los ojos. Andrés Pajares, sospechosamente maquillado o sometido a un inquietante rejuvenecimiento, nos miraba desde el papel. “Dios mío, es como Jessica Fletcher”, dijo Marta. Y permanecimos durante tres minutos observando la imagen, sin poder apartar la vista de ella. “¿Tú estás a favor de la toxina botulina?”, preguntó Marta. “No sé”, contesté. Y empezamos a pasar las páginas del periódico, lentos pero decididos, como el suicida que se adentra en el mar.
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