viernes, 14 de mayo de 2010
13 minutos
“La culpa de todo la tiene la televisión y el cine”, dijo Marta. “Vivimos en un mundo dominado por la información y por la difusión. Tenemos más experiencias por lo que vemos, o por lo que otros nos cuentan que otros hicieron, que por haberlas vivido en nuestras propias carnes. Nuestra percepción de la realidad es absolutamente ficticia y así lo único que se consigue es el aislamiento del individuo que, agotado por el ritmo y las obligaciones que le marca la vida moderna, ha convertido su descanso en una entrega incondicional a la ficción, más o menos camuflada, que les acabará adoctrinando suavemente y haciéndoles creer que aquello que han visto en la pantalla responde al modelo real a imitar”. Cuando Marta acabó la frase, nos avalanzamos sobre el mueble bar, para servirnos lo mismo que ella tomaba. “El día que os toque hacer el amor con uno de ellos, yo también me reiré”, añadió, algo molesta. Y es que todo esto comenzó el día que Marta ligó con un estudiante americano en España. El muchacho parecía sacado de un catálogo de Tommy Hilfiger y Marta presumió de novio durante los primeros días. Hasta que pasaron su primera noche juntos. Al principio, nadie se atrevió a preguntar el motivo de su ruptura hasta que un estudio de la Escuela de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Pennsylvania nos aclaró la situación: la mayoría de las parejas en Estados Unidos y Canada consideraban que un coito que durase entre 3 y 7 minutos era “adecuado”, mientras que de 7 a 13 era lo “deseable”. “¡Trece minutos de penetración! ¿Alguien sabe lo que es eso?”, repitió Marta. “Hemos pasado de no sentir nada y ser meras espectadoras de la satisfacción de nuestras parejas a ser su aparato de fitness”. Dice Marta que la culpa es del cine; especialmente del cine porno, que ha difundido la idea de que el acto sexual satisfactorio debe ser prolongado. “Yo quiero placer, que para abdominales ya estoy apuntada a un gimnasio”, sentenció. “Y eso por no hablar de lo que me he gastado en Dermovagisil”. Desde ese día, miramos a los americanos con más recelo, si cabe.
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