En ocasiones pienso que pertenezco a una generación invisible. Los sociólogos estudian y analizan los roles, las conductas, las motivaciones de las personas nacidas en una determinada década: la generación X; su cohorte demográfica sucesora, la generación Y; posiblemente ya se estén escribiendo libros sobre la generación Z. Al margen de preguntarme qué sucederá con las generaciones posteriores ahora que se nos ha terminado el abecedario, tengo la imagen de que mi generación, prácticamente inapreciable y muy poco atractiva para los estudiosos, se queda sin perrito que le ladre. Todo el mundo asume que esa generación está, como corresponde a su edad, perfectamente engranada en el sistema, ocupando puestos de poder y alimentando las frustraciones y el pesimismo de las generaciones posteriores. Sin embargo, yo me veo como un amasijo confuso, tan heterogéneo como desordenado, donde convive, no sin cierto conflicto, la lectura de Douglas Coupland, la necesidad de caer rendido ante las nuevas tecnologías y acabar comprándome un iPhone, la razón de no llegar a entender el mundo sin un correo electrónico o un entorno wifi, la moda de ser visible en una red social y tener un perfil en Facebook, sentirme más marcado por la aparición del sida que por la caída del muro de Berlín o la devoción por artistas como Fabio McNamara, Las Costus, Nirvana o el trío Acuario. Vamos, una esquizofrenia generacional. Podríamos decir que pertenezco a la generación Lowboy. Para alimentar ese diagnóstico asistí a la presentación, en el Instituto Francés de Madrid, del ensayo Kate Moss Machine, del columnista de Le Monde, Christian Salmon (Storytelling). El escritor transformó a la famosa modelo en la imagen del capitalismo contemporáneo, en el personaje rebelde que logró transformar la transgresión en una norma social. Allí estaba Miguel Roig, el director creativo ejecutivo de Saatchi & Saatchi, y el diseñador –aunque él prefiere que le llamemos modista- Lorenzo Caprile. Entre el público estaba el especialista en moda Txema Mirón, más reconocido como FadFix, además de algún estilista, algún coolhunter y muchos consumidores de moda y belleza. Como apuntó Caprile –más duro en su análisis que el propio Salmon- la industria de la estética y la belleza juega, como sucede con la industria armamentística y la farmacéutica, con nuestros miedos más atávicos. En este caso, con nuestra necesidad de gustar, de destacar, de fingir siempre otra edad más competitiva, más atractiva, más triunfadora. No sé si mi esquizofrenia generacional me permite ser un estratega de mí mismo y hacer uso de mis capacidades con el objetivo de dar la mejor imagen que tengo, pero de lo que estoy seguro es de que me convierte en víctima de todos los miedos, sea cual sea la generación que los amamante. Ese miedo, esa sensación de ser efímero perpetuamente amenazado, es el responsable de que, en alguna ocasión, en lugar de quedarme paralizado haya saltado sobre mi deseo con la ansiedad de consumarlo. No responde a ninguna norma; más bien a un instinto esposado al capitalismo actual. De esa manera, y con un argumento mucho menos elaborado que éste, llegué a la galería de mis amigos Israel Cotes y Topacio Fresh y adquirí un cuadro firmado por uno de mis ídolos: Fabio McNamara, hoy Fabio de Miguel. El hombre que cantó aquello de Voy a ser mamá junto a un joven Pedro Almodóvar, que centrifugó mis neuronas con sus frases en Laberinto de Pasiones o me empujó a la pista de baile al ritmo de Gritando amor, ahora se ha entregado, en cuerpo y alma, a Dios y a la pintura. Se equivocan aquellos que piensan que su actual misticismo, su personalidad de misa y comunión diaria, ha sedado su ingenio. En absoluto. Fabio sigue reservando su ingenio, sus travesuras con el lenguaje, su reinvención de la greguería de Gómez de la Serna en una especie de ‘greguería pop’, para su círculo más íntimo. Creo que pagaría por tener la suerte de compartir un té con pastas con Fabio y amigos y sentarme a escuchar. En esa Cruz de Mayo de ídolos de carne y hueso, Fabio ocupa un lugar privilegiado. Por eso me hacía tanta ilusión su primera exposición en solitario, “Como Dios manda”, y desde el primer momento me nubló la mente la idea de adquirir una obra. Leo que él habla con Dios y Dios le pide que pinte porque ve el mundo del arte aburridísimo. Es de una espiritualidad daliniana. Llegué a la inauguración, en La Fresh Gallery, con el deseo de fotografiarme con Fabio. Contaban que llegaría customizado, bajando las escaleras de la galería mientras sonaba el himno de España…Nada de eso sucedió. Entró del brazo de Mario Vaquerizo, que parecía protegerle de cualquier mal, como un ángel de la guarda, y de la galerista Topacio Fresh. Venía de misa. He visto que fue recibido con aplausos. Allí estaba su amiga Alaska para darle la bienvenida y decenas de admiradores entregados: Alex de la Iglesia, Carlos Díez, Félix Sabroso, Pepa Charro, Jorge Calvo, José Martret, Javier Martínez Noriega (La Plástika), Paco Clavel y hasta el mismísimo Pedro Almodóvar. Cuando entró en la galería confieso que me puse nervioso, como la fan adolescente que se sitúa ante su admiración. Lo noté tan vulnerable que no me atreví a pedirle una fotografía. Luego he sabido que se fotografió con todo el mundo, que habló con todo el mundo, que ejerció de estrella invitada y lo hizo como sólo él sabe hacerlo. Cuando relajé a la adolescente descerebrada que llevo dentro y me autoconvencí de que podría acercarme a él, retratarnos, y no agobiarle con todo lo que desearía contarle, me dijeron que ya se había marchado. Siempre he tenido la sensación de llegar tarde a la Historia. A veces pienso que incluso a la mía propia. Hoy, observando el muro vacío de mi casa donde colgaré una de sus Fake Marilyns, me reafirmo en que Fabio marcó a una generación. Yo, en agradecimiento, le enmarcaré a él.
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