No te rías pero comienzo a tener los síntomas del soltero en vísperas de San Valentín. Empiezo a soñar con la Anne Igartiburu que salía en Homo Zapping. Se me aparece en medio de mis descansos nocturnos para recordarme que el tetra brick de leche tiene forma de corazón, corazones, y que cuando el día 14 me dé por llorar y me suene la nariz, me fije en el pañuelo porque seguro que los moquitos tienen forma de corazón. Ni qué decir que me despierto sobresaltado todas las noches. No llevo bien lo de San Valentín; siempre dudando si sucumbir a las leyes de la oferta y la demanda o mantenerme firme frente a un amor que no necesita rosas y bombones para demostrar que está vivo. Recuerdo un año en que decidimos, de mútuo acuerdo, no sucumbir al marketing ni gastarnos un euro en un gran almacén. Nada. Nos amamos todo el año y nos pasamos por el forro de los Calvin Klein al santo del amor. Pero el 14 es un número implacable y uno no puede evitar pensar que, en el fondo, un detallito tampoco hace mal a nadie. Así que compré una rosa y un compacto de baladas italianas, lo que demuestra que el 14 de febrero el cerebro se licúa. Busqué el momento e hice entrega de mi regalo, con todo mi amor. “Pero... ¿no habíamos quedado en que no nos regalábamos nada?”, dijo. “Ya, pero no lo he podido evitar”, argumenté. Me dio un beso y unas gracias pero no un regalo. “¿Será capaz de haber pasado de San Valentín y dejarme sin detalle?”, pensaba. “No, está disimulando. Hace como que no ha comprado nada pero cuando menos me lo espere...” Según avanzaba el día, el 14 daba paso al número de la bestia y comienzas a pensar cosas horribles de tu pareja, que ni siquiera ha sido capaz de romper el trato para comprarte cualquier cosa. Porque, para tu desgracia, es del tipo de personas que cumplen su palabra. Aquel año decidí dejar de celebrar San Valentín y empezar a celebrar San Ballantines.
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