Estaba a punto de salir de casa, cacheándome para comprobar que no olvidaba nada, cuando sonó el móvil. “¿Podemos pasar antes por casa de Consuelo?”, preguntó Marta. Habíamos quedado para gastarnos unos ahorros en ropa pero nuestra amiga decidió alterar los planes. “Es que he leído el periódico y he vuelto a tener un ataque de ansiedad”, añadió. Le tengo dicho que viva al margen de la realidad pero no me hace caso. Cada vez que abre las páginas de un diario y se dá de bruces con la crisis económica, la sinrazón terrorista, el cambio climático o la programación de Telecinco, le invade un miedo al futuro que aplaca visitando a una vidente llamada Consuelo. Y aunque pueda parecerme analgésico que alguien que se dedique a predecir el futuro se llame Consuelo, siempre intento quitarle esa idea de la cabeza. “Necesito que alguien me diga que nada malo va a suceder, aunque sea mentira, pero que me lo diga con auténtica convicción”, explicó Marta. “Es como cuando me resfrío y tomo un Ilvico. Sé que no me cura el enfriamiento pero me alivia los síntomas”, agregó. Eso me empujó a pensar que quizá esa era la razón del aumento de supuestos videntes en tiempos difíciles: no tanto la creencia en sus fingidos poderes como la seguridad con la que te los comunican. Un arte dramático que dejaría en evidencia a los políticos -la mayoría de ellos no se creen lo que están diciendo- y a la Iglesia, que lleva tantos años empleando la fe como único argumento que ya carece del énfasis necesario para vender el producto. Es como el actor que lleva años interpretando el mismo papel en una función teatral y que, aunque presuma de que cada día es como el primero, ya lo suelta como una sucesión de palabras sin verdadera emoción. “Yo también le tengo miedo al futuro”, le dije a Marta. “¿Cómo no tenerlo en un mundo cada vez más sometido al terror, a la violencia, a la injusticia, y cada vez más alejado del diálogo, del razonamiento, del sentido común? Pero pagar a un individuo para que se aproveche de tu miedo, de tu sensación de indefensión, solo contribuye a un futuro peor”, expliqué. “Entonces, ¿qué hago? Porque yo sigo teniendo ansiedad”, aseguró Marta. “Entregarnos al hedonismo más elemental en una sociedad capitalista. Vamos de compras”, apunté. Mientras salía de casa pensé que hace años no hubiese creído al que vaticinase que el Defensor del Pueblo insultaría a los ciudadanos a los que no nos gustan los toros. Y me entró un ataque de ansiedad sin consuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario