¿Te acuerdas de aquello de que nueve de cada diez dentistas recomendaban chicles sin azúcar? Lo que nos hemos reído a costa del desgraciado que los prefería con azúcar. El hombre miraba por su negocio y sus compañeros le dieron la espalda, insolidarios. Quién sabe, quizá haya tenido que cerrar la consulta y ahora venda manzanas de caramelo en las fiestas de los pueblos. Aunque con lo que gana un dentista, con un año ejerciendo casi se puede retirar a vivir en Sotogrande. Esta larga introducción, que diría Nacho Vidal, sirve de prólogo a mi quebradero de cabeza semanal. Te explico.
Creo que en todas las profesiones hay un tipo que se desmarca del resto de sus compañeros y elige el camino equivocado. Una especie de doctor Jeckyll que sueña con pasar a la historia aunque tenga a todo el colectivo profesional en contra; un tipo que, rodeado de caries, recomienda chicles con azúcar. Ese podría ser el candidato de IU Extremadura de la política o la Mercedes Milá del periodismo. O simplemente, mi psicoanalista argentino. Si bien él debería dotarme de herramientas para superar ciertos conflictos que afectan a mi conducta humana en el ámbito social, a veces pienso que en lo que a mí respecta, está practicando la psicología experimental con una deontología profesional que pongo en cuarentena. La otra mañana, mi psicoanalista argentino dijo “¿Cómo va esa autoestima?”, con ese acento que tanto me erotiza. “Bueno...depende del clima, como el reuma. Hay días que me siento un Príncipe de Asturias y otros, un don nadie”, contesté. “Hoy sos un Príncipe de Asturias”, apuntó. Le miré a los ojos y pensé que, a pesar de todo, me quería. “He leído una entrevista con Paul Auster. Dice que escribiendo ha aprendido lo imbécil que es. ¿A que nunca pensaste que tuvieras algo en común con Paul Auster?”, soltó. Lo que no entiendo es para qué coño le pago. Te lo juro. Para mí que soy masoquista.
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