Estaba yo dándole vueltas a la cabeza, pensando en qué estaría pensando mi guionista, cuando entraron en escena los vecinos de al lado. Las paredes que separan nuestras casas están construídas con papel de fumar y es imposible no poder escuchar sus conversaciones. De hecho, ya me siento parte de sus vidas. Y los oí mantener una de sus múltiples charlas en las que ninguna frase contenía más de cinco palabras. Era como asistir a la adaptación radiofónica de un relato de Raymond Carver. Pensé que su guionista valoraba mucho los silencios e, inmediatamente, me vino a la cabeza El Loco de la Colina. Hay que ver lo absurda que es la mente humana; o lo pobre que es la mía en cuestión de referentes. Y en ese momento llamó a mi puerta Marta. Tenía esa expresión de mujer despechada que llega por sorpresa a casa esperando descubrir la infidelidad de su marido. “¿Qué hacías?”, preguntó inquisidora. “Nada. Estaba pensando en que todos tenemos un guionista que nos va escribiendo la vida, en los vecinos, en Raymond Carver, en los silencios,...” “¡Lo sabía! ¡Lo sabía!”, me interrumpió. “Mira, hay una vieja historia marinera que cuenta que cuando un amigo se está aburriendo, en algún otro lugar del mundo, una Fanta deja de existir para volver en forma de Esperanza Aguirre vestida por Agata Ruiz de la Prada, con unas estrellas en las manos, bailando como una posesa; pierna para arriba, brazos para abajo. Así que no hace falta que te cuente lo que acaba de pasarme en la terraza de mi café favorito, ¿verdad? No creo que me recupere en años. Así que haz el favor de divertirte. Todos los que bebemos Fanta te lo agradeceremos”. Me dejó una peli porno alquilada encima de la mesa y se fue.
lunes, 27 de septiembre de 2010
Historia de una tarde cualquiera
Hay temporadas en las que uno se da cuenta que el guionista de su vida está pasando por una mala racha. Todas las secuencias que te toca interpretar están encuadradas e iluminadas como si se rindiese homenaje a un lienzo de Edward Hopper; la banda sonora es triste, abarrotada de boleros desgarrados, fados nostálgicos y algún que otro lamento huído de la voz de Billie Holliday. A veces, incluso, sobra todo y basta con un violín. Sin embargo, el vestuario se fotografía en technicolor, en un contraste de esos que nos hacen pensar que somos apariencia, que la procesión va por dentro y por fuera, la mentira. Como en los melodramas de los años 50.
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