En ocasiones, me olvido del último superventas, de la novedad discográfica de la semana, y rebusco en mi discoteca algún compacto -los vinilos, hasta que encuentre un plato, los tengo de exposición- que me devuelva a ese tiempo pasado que, si bien no fue mejor, sonaba de maravilla. Volver a escuchar a los Thompson Twins, a Yazoo o a Radio Futura es una experiencia muy recomendable que, aunque siempre negaremos haber llegado a esta conclusión, nos hace pensar que ya no se hacen canciones como las de antes, detalle inequívoco de que nos estamos haciendo mayores. El otro día recuperé Enemigos de lo ajeno, de El Último de la Fila, uno de los mejores discos del pop-rock español. Y desgañitándome a golpe de Insurrección, llegué al argumento de que no me gusta ser el primero. Tengo cierta alergia al número 1, al que acepta sin discusión las normas del sistema y hace de su vida una carrera en la que lo importante no es llegar, sino llegar el primero. Existir en un absorvente estado de competitividad que le obliga a saberlo todo, a tenerlo todo, a probarlo todo, antes que los demás. Los periódicos, la televisión y, desde luego, nuestro lugar de trabajo, están llenos de personas que, como recién salidos de un máster en Nietzsche, han renunciado a la humildad y se han encarnado en ‘superyos’ contemporáneos. “¿Te das cuenta que piensas como un cura?”, me dijo mi amiga Marta, sabiendo que esa frase provocaría en mí unas llagas que ríete tú de las que producía el agua bendita en la carne de la niña de El Exorcista. “‘Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos’. Eso dijo Jesús a sus apóstoles. Flipo que aún me acuerde de las clases de religión”, añadió. Y mientras yo me lamía las heridas e intentaba diferenciar entre cristianismo y catolicismo, me asaltó una duda: ¿qué va a ser de esos 10.000 españoles que quisieron ser los primeros en tener un HD-DVD y Toshiba decidió dejar de fabricarlos, sin devolver un duro? Y en ese instante sonó Soy un accidente y se disiparon todas mis dudas.
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