jueves, 12 de agosto de 2010

Mi barba


Me la dejo o no me la dejo. Esa es la cuestión. Dejar de sufrir las implacables y afiladas intervenciones de la cuchilla de afeitar o abrir los poros a la bella -mejor escrito, a la ‘vella’- libertad del pelo. Vamos, que me estoy dejando la barba. Ya lo había decidido mucho antes de que los voluntarios del PP le pidieran a Rajoy que se afeitase para poder ganar las elecciones. E incluso antes de saber que en la mayoría de las culturas, los hombres con vello facial representan atributos como sabiduría, potencia sexual y estatus social. Todo lo que los voluntarios del PP quieren arrebatarle a don Mariano de un plumazo, con perdón, que no soy yo de chistecitos con las cosas de comer. Hablé con mi amiga Marta y ella me dio una pista. “Todos los hombres que yo conozco se han dejado barba al menos una vez en la vida”, me aclaró. O sea, que uno no llega a ser un verdadero hombre hasta que se enmoqueta la cara con su buen pelo. Sin embargo, Emma, la ex secretaria rubia de mi ex psicoanalista, me dijo que a ella la barba le producía sensación de falta de higiene y que, para colmo, le resultaba una característica sospechosa que, en un conflicto, ayudaría a inculpar a su propietario. “Por favor, eso es una estupidez”, apunté. “La gente bondadosa tiene barba. Mira Santa Claus. O Solbes”, añadí. “O un cura ortodoxo”, contraatacó ella, dejándome boquiabierto porque, que yo sepa, Emma es rubia de nacimiento y ese tipo de afirmaciones levantan dudas sobre un pasado moreno. “Nuestros obispos van afeitados y tampoco me fiaría mucho de ellos”, apunté. Emma, como hace siempre, me dejó por imposible y yo me autoconvencí de que la barba posiblemente me hiciera más mayor pero lo compensaría con interés, que es lo que despierta el vello facial en quien lo mira. “¿Has probado a besar apasionadamente a alguien con barba?”, preguntó Marta. No contesté. “¿Te acuerdas de aquel novio montañero que tuve?”, continuó. “Desde que empecé a salir con él, cambié la piel del contorno de los labios tres veces. Lo tuve que dejar porque no ganaba para aloe vera”. Luego le dije que mi barba sería diferente; suave y romántica como una balada; que mi barba se llamaría Barba Streisand. Y Marta se marchó amenazándome con no volver a verme jamás. Con o sin barba.

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