Recuerdo lo que sentí después de ver Sostiene Pereira, la película basada en la novela de Antonio Tabucchi. Ambientada en la Lisboa de Salazar, un periodista tranquilo y sin conciencia ideológica, llamado Pereira, dirige la sección cultural de un diario. A raíz de unos artículos que publica un joven redactor, Pereira empieza a ser consciente del sistema bajo el que vive: de la intimidación, de la censura, de la necesidad del sistema de acorralar cualquier pensamiento o idea que ponga en peligro su estabilidad, corrupta desde el embrión. Invadido por el miedo de la incertidumbre, Pereira conoce a un doctor que le explica su teoría sobre la confederación de las almas. Cada uno de nosotros tiene muchas almas, una de las cuales toma las riendas de nuestra personalidad, convirtiéndose en una especie de yo hegemónico. Pero, en ocasiones, alguna de las otras almas, de las que parecían dormidas, se despierta, adquiere preponderancia, se torna en dominante, iniciando una verdadera metamorfosis.
Salí del cine emocionado. El plano final de Pereira –magistral Marcello Mastroianni-, avanzando por las calles de Lisboa, con una media sonrisa victoriosa en el rostro, con la chaqueta al hombro, tras lograr publicar un demoledor artículo contra el poder en primera página del periódico, inyectó en mis venas una maravillosa sensación de euforia, como si una de mis almas estuviera a punto de indicarme el camino para descubrir que el mejor secreto está encerrado en nosotros mismos. Era el año 1996. A los cuarenta minutos, por poner una cifra, de abandonar la sala de cine, una especie de inhibidor del entusiasmo me devolvió al olimpo de la utopía, esa magnífica palabra que todo el mundo admira cuando aparece escrita en un poemario pero que, en la sociedad actual, nadie toma en serio. Y de ahí a la tranquilidad resignada hay un paso.
No había vuelto a sentir esa euforia, esa sensación de que un alma nueva estaba a punto de tomar la hegemonía, hasta que la Puerta del Sol de Madrid empezó a acoger a ciudadanos indignados dispuestos a asumir el poder que les pertenece en democracia. Cuando parecía que ya habíamos asumido que nuestro papel consistía en votarles cada cuatro años y el resto del tiempo limitarnos a aceptar sus desmanes, sus fanfarronadas, sus despilfarros, sus mentiras, sus corrupciones, sus chanchullos, sus pactos, su irresponsabilidad, porque nos habían dicho que ‘eso’ era ‘hacer política’ y porque los habíamos elegido libremente como nuestros representantes y eso parece oponerse a la capacidad crítica, llega Democracia Real Ya y nos recuerda que un país, como sus ciudadanos, tiene muchas almas. Y que quizá la erosión ha hecho que un yo hegemónico dé paso a otro yo.
Era poner el pie sobre el pavimento de la Puerta del Sol y una extraña sensación invadía tu organismo. Los ‘antisistema’ que ‘boicoteaban la democracia’, según los medios de comunicación de la parodia, eran universitarios, jubilados, amas de casa, autónomos, madres con niños, ciudadanos dispuestos a admitir la responsabilidad que la democracia dice que tienen. La democracia no consiste en votar y callar. Pocas cosas me parecen más democráticas que exigir dignidad a la clase política. Exigir un cambio de la ley electoral y poder comprobar que aquellos que no están de acuerdo con ese cambio son precisamente los que ven la política no como un servicio a la sociedad sino como un empleo poderoso, como un estatus, como un cortijo que pasar de padres a hijos y donde enriquecerse a costa de nuestro desencanto. Exigir listas abiertas, para que el aparato del partido no obligue a votar al candidato imputado sino a aquella persona en la que el electorado crea en ese momento, es hacer democracia. Hay propuestas que no solo hay que escuchar; hay que intentar realizar. El mensaje de una pancarta es claro: “No somos antisistema, es el sistema el que es antinosotros”.
En Sol, los organizadores de la acampada debaten y recogen la basura. Una lección democrática que nuestros políticos aún no han aprendido.
Y mientras me pregunto qué espera la Junta Electoral Central de un ciudadano cuando habla de jornada de reflexión -¿significa eso que debemos quedarnos en casa, sujetándonos la cabeza, como si fuésemos una representación del retrato de Jovellanos que pintó Goya?-, pienso en las palabras del maestro Iñaki Gabilondo cuando dijo que si los partidos políticos solo han sido capaces de analizar cómo podrían afectar las concentraciones de ciudadanos a las elecciones de hoy, es que no han entendido nada.
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