El exceso me gusta. Aunque haya asistido, con serenidad, a explicaciones minimalistas y a doctrinas que intentaban demostrarme que ‘menos es más’, me he dado cuenta que hay algo en mí que disfruta cuando la vida se satura de ornamentación. No tanto para mi vida personal, que precisamente es más austera de lo que muchos creen y busca descansar la mirada en espacios en blanco, sino para la vida a la que asisto como espectador. Me gusta situarme ante lo excesivo porque lo desmesurado me parece fabuloso. Incluso como forma de expresar un rechazo al propio exceso. Como sucedió cuando lo Barroco dio paso a lo Rococó. El exceso dejó de ser patrimonio del poder absolutista y, a través de la burguesía, se convirtió en una explosión de formas, colores y luces al servicio del lujo y la fiesta. Incluso el artista trabajaba con mucha más libertad, dando rienda suelta a su imaginación, en ocasiones completamente incontrolada, aportando su primera piedra a la construcción de un ‘mercado del arte’.
Creo que por eso disfruté viendo Balada triste de trompeta, la última película de Álex de la Iglesia. No es una obra maestra, ni siquiera creo que su guión fuera el mejor de los que participaron en el último festival de Venecia, pero es un espectáculo del rococó más sangriento, una locura tan desproporcionada, que yo sólo pude entregarme a su juego como un muñeco de trapo en las fauces de un rottweiler. Asistí a un pase privado para un reducido grupo de personas, entre las que estaba El Gran Wyoming, y sin que me diera casi cuenta, la película empezó a zarandearme sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Tiene un comienzo brutal –tremenda participación de Fofito- y, a partir de ese momento, circula de un modo irregular, como sucede muchas veces en las películas de Álex de la Iglesia, con algunas secuencias y planos creados para pasar a formar parte de la Historia del Cine. Pero su exceso es tal, su desmesura es tan salvaje, que yo sólo puedo someterme. Capitular ante las interpretaciones de Antonio de la Torre y Carlos Areces (su trabajo ya huele a Goya a mejor actor revelación), frente a la intención del director de reaccionar ante el exceso de un país, que pasa de una guerra civil a los años 70 acumulando odio, y hacerlo con más exageración si cabe. Como cuando los artistas franceses señalaban los excesos del régimen de Luis XIV creando el rococó. El espectáculo rococó de Álex de la Iglesia no es frívolo. Es, simplemente, bestial. La esencia de las dos españas convertida en un tebeo pulp que no dejará indiferente.
Desde ese mismo argumento puedo mostrar mi rendición a la reapertura del nuevo Molino, en Barcelona, con la gran Terremoto de Alcorcón convertida en vedette cómica, siguiendo los pasos de grandes actrices como Yolanda Ramos, Amparo Moreno o Lita Claver, o al concepto que hay detrás del nuevo disco de Fangoria.
Por si los más modernos siguen indignados –la modernidad también puede ser más papista que el Papa-, sólo recordaría que el título del disco ya da suficientes pistas: El paso trascendental. Del vodevil a la astracanada. En la astracanada lo único que importa es reír, la parodia, el disparate. Cuando uno se levanta por la mañana y es capaz de reírse de sí mismo, ya no hay dardo que le alcance. Y creo que en ese terreno, Alaska y Nacho Canut se mueven como unos Blahnik en la joyería Suárez. Que Alaska vuelva a cantar en los directos Mi novio es un zombie, Bailando, Ni tú ni nadie o La tribu de las Chochoni es pagar una deuda histórica con una generación. Y que lo haga desde el exceso del espectáculo de variedades, desde la revista, cargando una ‘mochila’ de plumas, cubierta de transparencias y bajando una escalera, como si fuera una vedette en el Folies Bergère, es puro espectáculo rococó cañí. Y así lo hicieron el pasado martes presentando el disco en el teatro de La Latina de Madrid, donde Lina Morgan vivió sus grandes éxitos. Por cierto, Alaska ha perdido doce kilos y luce como una auténtica vedette. Como en la Francia rococó, lo que importa es tener una alta actividad social. Aunque acabemos con el cuerpo muy mal.
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