sábado, 27 de noviembre de 2010

Pegatinas en el coche


Imagina comprarte un traje de Tom Ford. Imagina que te sienta igual de bien que a Daniel Craig, el actor que últimamente encarna a James Bond y que ha estado vestido por el diseñador en una de las películas de la saga. Imagina que todas las miradas se concentran en ti, porque el traje es bonito hasta colgado de la percha en la que te lo despachan en la tienda. Y vas tú y al llegar a casa lo customizas y le plantas un parche de tela de Ferrari, porque te encantan los deportivos. Pues algo así he comprobado que sucede con los coches. No solo los turismos; en la gama alta también pasa. Aún no he llegado a comprender qué extraña alteración del sentido común hace que un tipo que se acaba de comprar un Audi R8, a las dos semanas ya le ha plantado una pegatina en la trasera en la que puede leerse, más allá de la distancia de seguridad, ‘I (corazón) Zarzalejos’. No basta con llevar el amor por la tierra en la piel y el alma; hay que lucirlo en el coche. Las pegatinas para el automóvil es otro de los inventos malignos de esta sociedad nuestra que despliega el catálogo de los caprichos para, tras uniformarnos a todos de arriba a abajo -tengo un amigo que opina que Zara, H&M e Ikea han unificado occidente-, hacernos creer que debemos potenciar la diferencia, las señas de autenticidad, y lograrlo con un pequeño detalle que convierta ese coche en un coché único, personal e intransferible. Eso resulta espeluznante, pero que el individuo en cuestión crea que la mejor manera de convertir su coche en una pieza única sea pegándole el toro de Osborne sobre la bandera de España, eso... eso debería quitarle puntos. ¡No a la pegatina en el coche! Ni siquiera la de la discoteca Penélope -¿todas las ciudades de España tenían una disco Penélope o es que todo el país fue al mismo lugar durante décadas?-, que me parece muy retro. O las manzanas de Apple, por muy in que nos parezca. “¿Esa Moleskine con una pegatina de Fangoria es tuya?”, preguntó entonces Marta. Creo que dije algo sobre el espíritu de la contradicción, la excepción que justificaba la regla y no sé cuantas chorradas más.

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