Estábamos en un restaurante. El camarero colocó sobre la mesa una banasta de pan moreno y una tabla con jamón, queso, embutidos y tomates partidos en dos mitades. Aceite, sal y unos dientes de ajo completaban el menú. “Todo evoluciona. Hasta el concepto de la mano de obra barata”, dijo Marta. “Y lo kafkiano es que la mano de obra barata se remunera, aunque sea con una miseria, pero se paga. Y aquí, paga el que trabaja”. Ni qué decir tiene que Marta está adquiriendo un nivel en el arte de la queja que no me extrañaría nada verla un día de estos en alguna tertulia política tipo 59 segundos. Aunque con ese cronómetro, mi amiga no tiene ni para empezar. Marta ha iniciado una campaña personal e intransferible contra la moda del ‘hágalo usted mismo’ en el sector servicios. “En las tiendas ya no hay un dependiente. Ahora te buscas tú la vida entre pasillos y estantes hasta que encuentras lo que quieres. Y para colmo, las cajas están desapareciendo para colocar unos terminales de autopago en los que pasas los productos adquiridos por un lector de código de barras y pagas con la tarjeta de crédito. En las gasolineras soy yo la que se sirve el combustible y en los aeropuertos casi todas las compañías funcionan con autocheking, que ya me gustaría saber a mí cómo se las apaña una señora de 70 años con el autocheking de los co…” “¿Me pasas la sal?”, interrumpió Emma, nuestra amiga rubia. “¿Me estáis escuchando?”, preguntó Marta. Todos asentimos con la cabeza mientras restregábamos el medio tomate en el pan. “Supuestamente lo hacen para facilitarnos la vida. ¡Mentira! Es para que el empresario reduzca personal, nosotros hagamos el trabajo de los despedidos y encima paguemos a la empresa. Deberían darnos el premio al gilipollas del año”, reclamó. Nadie apuntó nada. Estábamos demasiado ocupados confeccionándonos la cena. “Nos van a cobrar un pa amb oli, con su servicio incluido, cuando nos lo estamos haciendo nosotros. ¿De verdad os parece normal? Porque esto puede tener su gracia cuando tienes siete años y te tomas la cena como una clase de pretecnología, pero a los 40…a los 40, con lo que nos ha costado tener poder adquisitivo, vamos a los sitios a que nos lo den todo hecho”. Lo alucinante de todo esto es que no te puedes hacer una idea del rebote que se pilló cuando vio que no le habíamos dejado ni un pedazo de pan, ni medio tomate, ni una pizca de jamón.
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