Me dejaba elevar en la escalera automática. Miraba a las personas que, a mi lado, descendían por la contraria. Sus gestos, como protegidos por un candado, me empujaban a ver a la gente como maletas perdidas en la cinta transportadora, equipaje sin un propietario que diera señales de vida. Supongo que ellas pensarían lo mismo si hubieran reparado a mí. Estaba tan entretenido en ese pensamiento, absurdo y paliativo, que no escuché los gritos hasta llegar a los torniquetes de salida del Metro.
En Madrid es habitual encontrar a gente que le grita enfadada a alguien. En ocasiones, puede que incluso no exista alguien. Y también es bastante usual ver como los demás apenas le prestan atención a la pelea. En un principio, buscan el origen del jaleo pero, en cuanto lo identifican, a no ser que entre en juego la sangre o el contacto físico, regresan a lo que estaban haciendo sin perder un segundo más de su tiempo. Vivir en sociedad significa mimetizarte con la masa, acabar haciendo aquello que ves. Aunque me disponía a cruzar la zona de taquillas y llegar hasta la escalinata que me conduce a la superficie, sin darle mayor importancia a la disputa, en ese breve camino vi al hombre que le gritaba, amenazador, al taquillero. “¡Dame la hoja de reclamaciones! ¡Funcionarios! ¡Teníais que estar todos en el paro!”, gritaba. Salí de allí pero no pude evitar pensar, durante el trayecto hasta casa, que se avecinan tiempos horribles.
Si los entrenadores de fútbol son capaces, con sus formas y su talante, de encender los ánimos de jugadores e hinchada antes de un partido, los líderes de un país –ya sean políticos, económicos o espirituales- son los responsables, con sus mensajes y actitudes, de la crispación de los ciudadanos. Creo que la crisis, y sus gestores, han elaborado un discurso que solo logra irritar, enfrentar, confundir, violentar, estremecer. Por eso tengo la sensación de vivir en un país de personas irritadas, provocadoras, confusas, violentas, alarmadas. Gente que hoy cree tener la razón a toda costa y se reafirma en el menosprecio a los demás, gente que ha perdido el interés por el diálogo, gente convencida de que es más sencillo lograr lo que uno quiere desde la convulsión que desde la cooperación, gente que puede faltarle al respeto a un funcionario porque los políticos les han dicho que esos señores son unos vagos que no quieren trabajar más por menos. Y ese tipo de ciudadanos solo pueden construir un país de desigualdades, de insolidaridad, de rencillas.
Lo peor es que aquellos que hemos decidido instalarnos en el término medio, en la objetividad más razonable, aunque les parezca pretencioso, acabamos convertidos en víctimas saqueadas por los que han hecho del poder y la política su fuente de ingresos y por los otros, por esos que, amparados en viejas consignas antisistema, le roban al ayuntamiento la electricidad, que pagamos todos, para alumbrar su casa okupa. Ambos parecen estar cómodos en el enfrentamiento, ambos tienen razones que lo justifican pero, mientras tanto, nosotros pagamos el derroche de unos y la luz de los otros. Aunque, si me pongo pejiguero, la luz de una casa okupa me costaría menos que los privilegios de la clase política.
No piensen que esto es un entreverado alegato a favor de la abstención. Más bien todo lo contrario. Tengo más respeto por aquellos que votan a un partido que está en mis antípodas ideológicas que aquellos que no van a votar. Eso me recuerda a aquella pareja de lesbianas con la que me crucé en Madrid, la noche del 22-M, portando orgullosas banderas de un partido que no defiende sus derechos.
Ya entonces pensé que esa pareja tendría sus argumentos, aunque a muchos nos parezcan extraños, pero había ejercido su derecho al voto y lo había hecho en conciencia. Sin embargo, no querer participar me parece un ejercicio de insolidaridad. No votar, porque no crees en el sistema, es como si vieras al maltratador agredir a su víctima y optases por mirar al otro lado porque “total, la justicia es una mierda y al final, entran por una puerta y salen por la otra”. Creo que no participar es la manera más cobarde de participar. Y se lo digo yo que, mientras usted está leyendo este artículo, aún no habré votado. Más que nada porque soy segundo vocal en una mesa electoral y no podré ejercer mi derecho hasta el cierre del colegio. La semana que viene prometo contarles la experiencia. Pero solo si van a votar.
NOTA DEL AUTOR: Este artículo salió publicado ayer en Diario de Mallorca mientras yo me pasaba el día sentado en un colegio electoral actuando como segundo vocal. Próximamente contaré mi experiencia en la "gran fiesta de la democracia", aunque muchos ya la conocerán porque me pasé tuiteando las doce horas. Posiblemente, también reflexionaré sobre los resultados electorales. Reflexionar a 'toro pasao' se nos da mejor a todos. No aporta nada, pero relaja.
Ahora, a punto de tomar un avión en el aeropuerto de Palma, destino Madrid, viendo como llueve a cántaros, me viene a la cabeza aquella canción protesta de Pablo Guerrero y creo que el destino es bien cabrón.
vienen días oscuros... hoy no me siento capaz de sacar la cabeza de debajo de las mantas... mañana ya me enfrentaré al mundo, pero hoy, hoy no puedo.
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