Una vez leí, no recuerdo donde, que los coches oficiales eran los culpables de la estupidez, la desidia y el despotismo de la clase política. El argumento venía a exponer que con el pretexto de la seguridad, la clase política, así como otros altos directivos y empresarios, dejaban de viajar en transporte público. Y la única manera de conocer y comprender a la sociedad que (mal) dirigen es conviviendo con ella. Y no hay convivencia más intensa, más extrema, más real, que la que provoca el transporte público. No hablaba de la clase business de los aviones, ni del billete preferente del AVE; si me apuran, ni siquiera hablaba del taxi, donde uno tiene la impresión de que hasta el mismísimo Goebbels se bajaría del vehículo pensando que es Gandhi al compararse con el conductor y con lo que él sería capaz de hacer para arreglar el país. Hablaba, fundamentalmente, del autobús y el Metro. Esos eran los medios de transporte de la sociedad. El transporte que ellos -políticos, banqueros, empresarios- consideraban un demérito y por eso, en cuanto tenían oportunidad de coche oficial u oficioso, plantaban su culo en el asiento de atrás de su gama alta y allí se las den todas. Hablaban de nosotros, fingían conocer lo que nos preocupa, pero el creador de este argumento apuntaba que no era verdad porque lo que sabían de nosotros es lo que les habían contado otros, lo que habían leído en el periódico, lo que su famélica imaginación era capaz de figurarse.
Como argumento, hay que reconocer que da juego. De hecho, ha ocupado todo el primer párrafo de este artículo. Sin embargo, sospecho que a nadie le gusta viajar en el Metro. Ni a ellos ni a nosotros. Tal vez porque no nos gusta ver, sin filtros, la sociedad en la que vivimos. Últimamente, cada vez se ven más personas hablando solas en el Metro. Hombres y mujeres, bien vestidos, que vociferan malhumorados, que lo mismo hablan de Dios que de Belén Esteban, y llenan el vagón de insultos y ofensas. Pero eso sí, nunca se pasan de estación. Es tan común encontrarse con un ‘loco’ diferente cada día que los viajeros, tras identificar de donde vienen los gritos, regresan a su lectura, a sus auriculares e incluso a su cabezadita con una parsimonia escalofriante.
En estos tiempos de ‘recortes’, cuando parece que la cultura es algo de lo que se puede prescindir, se me ocurre pensar –el Metro da para eso y más- que todos nosotros creamos cultura. Lo hacemos incluso cuando modificamos, como colectivo, nuestra forma de pensar, de reaccionar o de sentir. Esas expresiones culturales abrigan lo que somos: un pueblo que cada vez se está acercando más al William Foster de Un día de furia. Hombres y mujeres que ven con naturalidad lo indescriptible. Hombres y mujeres en tensión. Hombres y mujeres que no gritan por civismo y no porque no estén llenos de ganas y razones. Hombres y mujeres que leen, en las páginas de un periódico gratuito, como se burla de ellos un señor al que confiaron sus ahorros o un señor al que votaron (o votarán) y que, en ese preciso instante, circula por encima de sus cabezas, hablando jocosamente por teléfono, desde el asiento de atrás de su coche oficial.
Tengo un amigo que suele ponerse los auriculares sin sonido, para poder escuchar las conversaciones de las personas que viajan a su lado en el transporte público y no intimidarlas con su oído descubierto. Eso mismo hacía Pedro Almodóvar cuando sus películas destilaban verdad: escuchar las conversaciones de los demás. Esta semana, si alguien hubiese experimentado conmigo, me habría escuchado, el lunes, hablar sin parar de la reentré de la fiesta ¡Qué Maravilla!, que tras aparecer en el reallity de Alaska y Mario, en la MTV, se ha convertido en una cita de mitómanos y melómanos de manga ancha que ya superan en número un aforo para 800 personas. El martes me hubiese escuchado carcajearme con Majareta, de John Waters. El miércoles tal vez me escuchasen contar que al día siguiente José Martret y yo viajaríamos a Sevilla, el jueves, a presentar el cortometraje Código de Barra que escribimos y dirigimos para el Calendario Larios 12. El jueves nos escucharían hablar de proyectos por la calle Sierpes y flipar con el calor que hacía en Sevilla para ser octubre. El viernes nos quejamos mucho de la calidad de imagen y sonido con la que se proyectó Código de Barra en el Abades Triana de Sevilla. Las vistas preciosas pero el sonido... Aunque claro, nadie debió darse cuenta porque no había nadie viendo los cortos. Menos mal que nosotros invitamos a nuestros amigos sevillanos que estuvieron allí aplaudiendo el corto porque el 80% de los invitados a la fiesta, fue empezar la proyección y largarse todos fuera a fumar. O sea, que los cortos les importaban una mierda. Al menos sacamos en claro que somos el mes de noviembre. Mes fresquito.
Tuve la tentación de escuchar a dos chicos modernillos que viajaban a mi lado en el vagón. Bajé disimuladamente el volumen del “How deep is your love?” de The Rapture y puse oído. Hablaban de que no se perdían El Tiempo de La Primera desde que lo presentaba Albert Barniol. Al parecer, el hombre del tiempo luce unos pantalones tan ceñidos que difícilmente puedes concentrarte en otra cosa que no sea su ‘anticiclón’. Eso me pasa por meterme donde no me llaman.
EN LA FOTO: Con Ángel Pantoja, gran guionista, gran fotógrafo, gran ilustrador, gran señora y, sobre todo, gran persona. Y la foto es una de esas joyitas del magnífico Martín M. Aleñar. Gracias.
El restaurante Abades Triana, fabuloso !!!
ResponderEliminarJamas pensaba que podria ver a Paco Tomas junto a mi Angeeeeell, que wapoo sales angel cariño, y Paco Tambien..., No sabia que Paco que conocias a Angel. Que Grande. Os Adorooooooo.
ResponderEliminarpaco ya podrias avisar cuando vengas a Sevillaa
ResponderEliminar